¡El rey está desnudo!
Hans. C. Andersen
Circulando, circulando y por la vereda.
P. Bullrich
Seguramente sabe usted, lector, que es difícil ser humorista en estos tiempos que corren y nos corren. Porque los humoristas nos especializamos en percibir lo absurdo y expresarlo de alguna manera que suene absurda y familiar a la vez para quien recibe nuestro trabajo. Esa contradicción, esa extrañeza de que algo sea familiar y absurdo a la vez, es lo que provoca risa. Si dejase de ser familiar y fuera solamente extraño, no sería humorístico, sería siniestro.
Pero para que algo sea absurdo es necesario que haya otra cosa que no lo sea. Un punto o plano de referencia, compartido, a partir del cual lo que se aleja de allí sea absurdo. Comer un zapato (como lo hace Chaplin en La quimera del oro), o ponerse una milanesa de calzado son actos absurdos (y cómicos), porque comer una milanesa y calzar un zapato no lo son.
Cuando vivimos tiempos donde esa referencia compartida se pierde y para algunos comer un zapato o calzar una milanesa son hechos normales, el humor se hace difícil. Y si además el país se llena de gente que no tiene zapato que calzar ni milanesa que comer, ya se hace imposible.
Porque el humor se lleva bien con el drama: si un tipo no llega a fin de mes pero llega al 29, podemos hacer un chiste sobre cómo se las arregla el día 30. Pero se lleva mal, muy mal con la tragedia (si el tipo solamente llega al 4 de cada mes, no hay chiste posible, solo queda acompañarlo en la penuria).
No es solo la situación socioeconómica colectivamente penosa lo que conspira contra el humor; también suma, y mucho, que se haya llegado a esa situación por voluntad popular, que hayamos elegido como sociedad llegar a este punto. Quizás me diga usted, lector, y quizás yo coincida con usted, que nadie votó para llegar a este punto. Pero espero que me conceda que mucha gente sí votó o eligió que otros, no él mismo ni ella misma, pero otros sí, llegasen a tal situación.
Entonces, por ejemplo, se hace difícil hacer chistes sobre cómo el gobierno no hace nada para disminuir la pobreza, porque, para gran parte de la sociedad, eso no es absurdo, sino lógico. También se hace difícil hacer chistes sobre que la oposición tampoco hace nada al respecto, porque para otra gran parte de la sociedad, que la oposición se siente a esperar que al Gobierno le salga todo mal tampoco es absurdo, sino esperable e incluso “militable”.
Dije alguna vez, y me refería a la Europa de hace dos décadas, que cuando la derecha tomaba el Gobierno destruía parte del país, y cuando lo tomaba la centroizquierda, denunciaba el daño que había hecho la derecha y se lamentaba amargamente por no poder repararlo, y así sucesivamente. Parecía un chiste. Pero 20 años después, la ultraderecha es tendencia en ese continente, y hace estragos también en el nuestro.
Otra cosa que dificulta el humor es la naturalidad del horror remplazando al absurdo. Escupir a legisladores, reprimir a jubilados, festejar despidos y vaciamientos, jactarse de regalar el país, son actos inéditos, mucho más siniestros que absurdos, más cerca de la tragedia que del drama. Y si a eso le sumamos una cobertura delirante, una explicación digna de antialucinatorios en alta dosis, no hay chiste.
Podríamos los humoristas mirar para otro lado y que no parezca. Como en aquel chiste de Mafalda, donde está ella jugando con Susanita, y Libertad las interrumpe comentando lo mal que está el mundo y el aumento de la pobreza y la miseria. Entonces Susanita exclama “¡Qué barbaridad!”, y le dice a Mafalda: “¡Dale, decí vos también ‘¡qué barbaridad!’, así después podemos seguir jugando con la conciencia tranquila!”. (Ahí son los personajes, no el autor, quienes mirarían para otro lado).
Aunque seamos un poco “outsiders” (bichos raros, con un pie adentro y el otro afuera de todo), los humoristas sabemos que de ese mundo en el que aumentan la pobreza y la miseria, estamos adentro. Si no lo sabemos, en mi opinión no somos humoristas. El humor es un arte; el arte implica sensibilidad; la sensibilidad sin empatía es pura hipocresía, y la empatía es cuando uno sabe que lo que le pasa al otro también le puede pasar a uno.
Podríamos hacer chistes (y hay quienes los hacen, exitosamente), a favor del poder. O –aunque parezca diferente, es lo mismo- a favor de los arquetipos, de las estadísticas, o sea de los prejuicios. Pero ese humor “a favor del sentido común” no es disruptivo, no es absurdo, solo reforzaría las diferencias establecidas por “les poderoses” para dividir a los demás, no las reales.
Podemos reírnos de nosotros mismos, y eso es maravilloso y sanador, pero para que así sea, los demás deberán incluirse en este “nosotros”. Pero hoy, lo “fashion” es ser egoísta y cruel, decir “con la mía no, con mi cuerpo no, conmigo no”.
A pesar de todo lo antedicho, el humor sigue. Porque los humoristas igualmente “nos la ingeniamos” para detectar absurdos, ese petróleo que nos pone en marcha día a día, que nos apasiona (en el sentido de “necesario como el aire y el agua”), y ¡ahí vamos!
Y ahí es donde quizás chocamos con el peor de todos los “paredones culturales”: el de la creencia, el dogmatismo certero, que se cree inexpugnable pero en lo inconsciente sabe que no lo es, y que en verdad es tan pero tan precario y vulnerable, que no se permite escuchar una sola letra que cuestione, o simplemente que no afirme los axiomas, los supuestos, las certezas en los que se sostiene.
Y ahí el humor se retrae, se repliega, se guarda, se disfraza…, se pierde.
Sugiero acompañar esta columna con el video “hit” de Rudy y Sanz: “Pelotuditis”