En teoría, el macrismo en funciones muestra una superficie moderna, llena de apps e ideas racionales. Como el PRO es un partido de superficies, no extraña que las manejen con interés y bastante convicción. Es en contacto con la realidad que las cosas no son como parecen. Un nuevo caso de incompetencia extrema es el Plan de Seguridad Vial Sube y Baja que el ministerio de Desarrollo Urbano acaba de encajarle a las escuelas de la Ciudad. En plena contradicción con todo el discurso “verde” y ecológico, el Plan hace que la única manera de tardar menos de cuarenta minutos en recoger a los chicos del colegio pase a ser ir a buscarlos en auto.

El Plan es una respuesta a un lío específico de los colegios privados, que a la hora de la salida de los chicos arman miniembotellamientos por toda Buenos Aires. Es notable la simetría entre poder pagar una cuota escolar y usar el auto cada día para ir a buscar a los hijos, sobrinos o nietos. Esto ocurre en colegios de la calle Chile, en plena Avenida Libertador o en barrios lejanos al Centro, con una indiferencia al prójimo idéntica entre estas franjas sociales. No extraña que el Plan sea explícitamente definido por la Ciudad como uno de “ordenamiento del tránsito a través de una serie de recomendaciones y buenas prácticas”.

Lo que es un camelo de esos es el slogan del Plan, “La entrada y salida de la escuela, más segura para todos”, porque lo único que concebiblemente hace el plan es ordenar el tránsito. La cosa es así: el colegio que quiera unirse a la idea recibe una pintada especial, en amarillo, sobre la calle, a la entrada. También recibe un conjunto de chalecos, amarillos por supuesto, con el logo del plan, y una baranda para controlar a los padres que, insumisos, no vayan en auto a buscar a los chicos. Un paquete colegio de Recoleta comenzó en estos días a aplicar el Plan, y los resultados no fueron los esperados.

Como la prioridad es que no se arme un caos de autos, los padres tienen que hacer una fila para ir entrando al espacio reservados para recoger chicos, el que está pintado de amarillo. Esto significó un empleado dedicado a preguntar a quién se va a buscar, a repetir el nombre en un handy y a esperar que llega la chica o chico. Como el orden de los autos es completamente aleatorio y no hay modo de ordenar esto por grado o edad, todos los chicos tienen que bajar y apiñarse en la planta baja del colegio, esperando que los llamen.

Mientras, en el interior, maestras y asistentes corren de acá para allá, handy en mano, buscando a los chicos que hay que mandar a los autos. Y también mientras, los padres-peatones esperan detrás de la barandita, haciendo una cola cada vez más enorme, como si fueran a comprar entradas de un clásico. Como los chicos ya están abajo y el orden de la cola también es aleatorio, el desorden aumenta: salen los de salita y los de sexto, los de seis años y los de once, todos mezclados. El último de la cola se fuma por lo menos cuarenta minutos hasta que le devuelven su hijo, el primero ya se los fumó porque hay que estar tempranísimo para ser el primero. O el padre espera cuarenta minutos, o los dos terminan esperando eso...

Todo es tan molesto que el colegio que hizo el experimento armó desde el primer día excepciones para madres embarazadas, para abuelos que no pueden estar tanto tiempo parados y para padres que se pudieron bravos. Lo que no pudieron fue encontrar una manera de respetar sus propios horarios, en los que los grados salían en franjas, de menor a mayor, con los chicos yendo del aula a los padres sin esperar bizantinas. Esto les pasa por hacerle caso a una banda de incompetentes como la que gobierna esta ciudad.