¿Había forma de que la pandemia fuese aún más perturbadora? En marzo de 2020, cuando el mundo se cerraba sobre sí mismo, el escritor Luciano Lamberti se internó en el cuarto de máquinas del edificio donde vivía. Llevaba su notebook y uno de los tratados sobre demonios más antiguos que se conocen: La Llave menor de Salomón. Entre esas páginas –escritas a lo largo del siglo XV– buscaba un conjuro, un rito olvidado, los pasos necesarios para revivir a una persona. Aparecían escondidos entre los pedidos de las brujas para enamorar a un asesino o para que el cielo se desplome sobre los pueblos. Para Lamberti, eran el corazón sangrante de la historia que perseguía.
Cuatro años después lanzó la que quizás sea su novela más acabada, Para hechizar a un cazador (Alfaguara), un relato profuso e inquietante que se cuece a fuego lento entre las sombras de la última dictadura cívico-militar, para luego hundirse en su propio misterio, la historia de una familia signada donde la crueldad y el terror alcanzan proporciones metafísicas. El pacto estaba sellado.
“Empecé a estudiar ese libro sobre comunicación con demonios, que me lo pasó Mariana Enríquez cuando le conté que quería meterme con la brujería. Las brujas le pedían favores a entidades que están más allá del bien y del mal, que son dos conceptos humanos. Los demonios son más bien budistas”, dice Luciano Lamberti y suelta una risa pastosa. “Después entré en el satanismo. Esta idea de que tenés un Dios que te reprime, te quita lo vital. Y otro que te dice viví, experimentá el placer. ¿Cuál es el verdadero Dios? Todo eso se fue sedimentando en la idea del cazador, que recorre toda la novela”.
Lamberti está sentado en el cuarto de máquinas donde escribió Para hechizar a un cazador, con la que ganó el Premio Clarín de Novela 2023 –y dedicó a los treinta mil desaparecidos–, un lugar que desde entonces se convirtió en su oficina. Es un ambiente amplio donde hay que caminar agachado para no golpearse la cabeza, como si se tratara del entrepiso escondido que llevaba hacia la mente de John Malkovich. Su notebook está encendida sobre un alargado tablón de madera, justo debajo de los caños de agua que corren por fuera de las paredes, junto a un volumen que reúne la poesía completa de Nicanor Parra. “Además de la multiplicidad de personajes, sus momentos de verdad y la fuerza de esta historia, es un libro complejo e incómodo”, dijo la escritora Samanta Schweblin, una de las jurados que premió la novela. “Ábranlo con precaución porque, como los grandes libros, no es exactamente lo que parece”.
Todo comienza con una persecución. Julia, una mujer hija de desaparecidos que lleva una vida tormentosa, es abordada en plena calle por una anciana que asegura conocerla. El hilo fantasma que las une empieza a hacerse visible y acuerdan un viaje a San Ignacio, un pueblo incrustado en las sierras de Córdoba que, en su apacible cotidianeidad, esconde las puertas hacia el horror. A partir de ese momento, la novela trabaja juntando las cuentas de un collar maldito en el que se van engarzando las historias de Julia, su padre Luis –un playboy convertido en militante católico y político y desaparecido– y sus abuelos, los Lara, representantes ilustres de la aristocracia de San Ignacio, que encuentran en el misticismo las armas para mantenerse con vida. Cada uno vivirá su propia pesadilla; y se la hará vivir a los demás.
“La idea básica del fantástico es que si llevás una vida trivial, no tenés acceso al otro lado”, dice Lamberti. “Cortázar parte de eso, El perseguidor son personas comunes que quieren acceder a ese otro lado. No se trata de 'Uy, mirá al monstruo'. En la novela, la idea del cazador rebota en todos los personajes, que buscan signos de lo sagrado en el mundo. Eso te puede llevar a lugares terribles también”.
Como si hubiese invocado una delicada transformación, Lamberti giró sobre sus propias verdades para reordenar el fantástico en el que viene trabajando hace más de diez años. Ahí donde estaban las fábricas abandonadas, las cubiertas pudriéndose en baldíos como los residuos del menemismo –El asesino de Chanchos; El loro que podía adivinar el futuro– ahora se despliegan los despojos de las torturas, los secuestros y las desapariciones. La multiplicidad de voces y personajes que enrarecían eso que observaban –La maestra rural; La masacre de Kruguer– se convierten en una proliferación de historias mínimas donde las fronteras entre víctimas y victimarios, atravesados por la brutalidad y la magia, se hace cada vez más difusa.
-El libro está lleno de vidas que crecen lejanas a la trama principal, pero que cobran un sentido inesperado. El pibe que no puede mantener a su hijo, la nena que toma el camino equivocado en bicicleta, el hombre que se enamora de Luis y le escribe una carta, la Toma de la Calera. ¿Qué te interesaba de contar esas otras historias?
-Me atraía que el relato vaya por todas las clases sociales. Muchos personajes, muchas historias, a lo largo de muchos años. Eso es Vargas Llosa. Al mismo tiempo, esas “realidades” esconden el fantástico. Lo de la Calera fue un delirio. Pibes tomando una comisaría, una estafeta de correo, dejando la marcha peronista en un grabador, que lo desarma la fuerza antibombas. Es el elemento más fantástico de la novela (risas).
-Los elementos fantásticos se despliegan de a poco, siempre al interior de un relato realista. ¿Por qué lo trabajaste de esa manera?
-La pata realista es el setenta por ciento de la novela. Eso es Stephen King. En un marco donde te sentís cómodo, metés lo sobrenatural. Me interesaba ir lento. Es algo que crece. Me basé en Cementerio de Animales, ¡pasan 150 páginas hasta que reviven al gato! (risas). Pero vas dejando elementos. Todo se trata de lo aparente y lo real. ¿Por qué la locura, las alucinaciones, no son consideradas parte de la realidad? Lo que decimos que es “real” también es una proyección de nuestras mentes. Pero tenés que llegar de a poco. En la novela, el personaje de Luis lo entiende en un poema de Calderón de la Barca: ¿Qué es la vida? Una ilusión / una sombra, una ficción / y el mayor bien es pequeño / que toda la vida es sueño.
-¿Lo fantástico surge de las propias vivencias?
-No sé si hace falta una gran vida para escribir. Para mí hace falta haber experimentado cosas que a los veinte años ya experimentaste. Enamorarte, que te traicionen, vivir solo, pasar un poco de hambre, pelearte con un amigo. Todas esas cosas básicas de la humanidad que después las vas camuflando. Sale todo de la infancia. Y después de mi imaginación, que es bastante frondosa. Pero el paisaje es el de la infancia. Escribir es también hacerse guiños a uno mismo. Le das vida a un personaje que capaz es un asesino o un descuartizador, y en el fondo lo ves a tu vecino, a un familiar, y te decís a vos mismo: “¿te acordás de esto?".