En la Viena donde Freud descubría o inventaba el inconsciente, Wittgenstein una lógica del mundo y Schönberg el dodecafonismo, las vanguardias plásticas con figuras como Egon Schiele, Gustav Klimt y Oskar Kokoschka graficaban el trasfondo de crisis cultural que la horadaba. Detrás de la apariencia de plácida estabilidad del imperio Austro-húngaro se abría una falla por la que el diablo metía la cola. El fracaso de las opciones liberales, que incluían el tímido austro-marxismo de Victor Adler y Otto Bauer, daría lugar a reacciones absurdas en las que la mezcla de antisemitismo y nacionalismo ramplón se montaba sobre las condiciones paupérrimas de los sectores populares, escenario que tras la primera guerra derivó en el colapso de la monarquía. Una amarga realidad a la que Karl Kraus llamaría “campo de pruebas para la destrucción del mundo” yacía bajo aquella capa almibarada de esteticismo hedonista. Ese diagnóstico desencantado late en El hombre sin atributos de Robert Musil, caja negra que acuna la melancólica destitución de los valores burgueses, la ironía salvaje que destrona toda hipocresía social y la trama de subjetividades convulsionadas ante el quiebre de las ilusiones auspiciadas por la modernidad.
Quien se montó sobre aquella situación fue un mediocre pintor de caballete que, inflamado de resentimiento al verse rechazado por la Academia de Bellas Artes hizo de su ansia delirante el síntoma de la solución drástica a los problemas de la época. En ese mismo momento Gertrude Schale, una joven veinteañera impetuosa, bellísima y judía, terminaba sus estudios en la Escuela de Artes y Oficios. Aunque su pasión era el teatro, las artes plásticas en ebullición le ofrecieron un destino que será fatalmente errante debido a las violencias de la historia. Sin que la moralidad de entonces lo avalara, hará del nomadismo su pasión: “En cuanto a mí, tengo varias patrias sucesivas o ninguna. De Austria me fui temprano y disfrazada de muchacho viajé a menudo a pie conociendo el paisaje europeo”, escribirá. Durante un tiempo se estableció en Munich; mal momento. Allí asistió en persona al nacimiento del nazismo en una cervecería cuando Hitler proclamó, pistola en mano, la “revolución nacional”. Aquella estridencia la espantó. Era hora de seguir viaje.
En la Zurich del Cabaret Voltaire conoció a “la runfla del Dadaísmo”, como la llamaba; su primera exposición, de dibujos eróticos, fue celebrada por Tristan Tzara. Pero incluso en la inocua Suiza el antisemitismo arreciaba. La siguiente estación fue París, “mi segundo nacimiento”. El surrealismo estaba en auge, y también el amor. Se casó con un tal Laprade, de origen argentino, con el cual marchó a España. “Allí el paisaje se me reveló por primera vez como cosa pintable”. La España popular le anunciaba otro mundo social al que no tardaría en adoptar como propio. Pero nuevamente la violencia le pisaba los pies. “Me fui cuando estalló una bomba en una iglesia al lado de mi casa”. Era el ‘33, la hora de los fascismos. Se vino hacia a la Argentina. Aunque aquí campeaba la crisis económica y la dictadura que infamará la década, el clima cultural era propicio para sus ansias.
De entrada le sucedieron dos cosas: se separó y se estableció en Quilmes, donde descubrió el mundo popular mestizo. Aún no lo sabía, pero estaba despojándose de su pasado; castellanizados nombre y apellido poco a poco iba dejando atrás su cosmovisión europea. Gertrudis Chale había hecho el viaje inverso al de los artistas argentinos que veían en Europa el norte de su preocupación; en dos décadas se volverá una pintora puramente americana.
En Buenos Aires frecuentó las tertulias de Oliverio Girondo y Norah Lange donde conoció a Borges y García Lorca, y entabló una profunda amistad con otros exiliados, como Clément Moreau y Grete Stern, que acababa de llegar de Alemania con su marido Horacio Coppola al que conociera en la Bauhaus. Con Stern coincidirán en la búsqueda de una matriz indígena en el Chaco, donde retratarán diversas etnias.
Quilmes le revelará a Gertrudis el mundo de los humildes, cuyo ámbito pinta con aura metafísica, à la De Chirico, en obras conmovedoras. Es el Quilmes orillero, un arrabal proletario lindante con el campo que en sus cuadros luminosos de tonos pastel aparece poblado de caballos flacos, casas de adobe, mujeres chusmeando y perspectivas abismadas. Sin embargo, no tardó en cambiar la vida conurbana por el centro de la capital. Vivió en un departamento moderno de Retiro, decorado con muebles Bauhaus y cuadros surrealistas, en el que recibía amigos pintores -Butler, Castagnino, Seoane, Kantor. Pero su grupo más íntimo estaba conformado por Héctor Julio Bernabó -Carybé-, en vísperas de su destino brasilero; Luis Preti, que venía de participar del surrealismo francés; Raúl Brie, futuro cronista de las aventuras colectivas en su novela La Casa de Tablas; y Carlos Lugo, el dibujante que dio identidad a Billiken, con quienes alquilaba un atelier. A ellos se sumaría el poeta salteño Manuel J. Castilla.
A comienzos de los 40 emprendieron juntos el viaje que será decisivo. A instancias de Carybé se instalaron un tiempo en Chicoana y luego en Tartagal, en casa de Brié, donde pintaban aquel árido paisaje humano que se les iba metiendo en el cuerpo. Para Chale, “la Gringa”, será otro -el último- renacimiento. “Yo busco al paisaje y al hombre americano donde más se diferencia de los demás. Trato de reconocer sus elementos fundamentales y sus rasgos más característicos que demuestran que son americanos y solo americanos. Para lograr eso hay que conocer al no americano” -escribe en una carta a Libero Badii.
De marzo del 45 a fines del 46 viaja por Bolivia, Ecuador y Perú, donde comparte temporadas con José Sabogal y Oswaldo Guayasamín, dos de los grandes pintores andinos. Gertrudis ya es la pintora de la América Profunda. Mientras, colabora con textos y dibujos en revistas como La Carpa de Tucumán, Tarja de Jujuy y la salteña Ángulo, de Castilla, donde Carybé publicara fragmentos de su traducción de Macunaíma. “Todo lo que he visto se me presenta como un enorme caleidoscopio. El leitmotiv es el hombre callado y silencioso cuyas criaturas apenas lloran, la mujer dando el pecho a su hijito. Luego la india del mercado, vendiendo, cocinando sin parar. Se hablan con voz aguda con diminutivos exagerados y tienen maridos invisibles. Luego está el baile, la fiesta, el disfraz, la borrachera. De pequeños los vendan como momias, de grandes tienen la agilidad de los animales”. El crítico Romualdo Brughetti, citado por Gloria Lisé, biógrafa de Chale, afirma que “no hay en ella gestos románticos ni presiones naturalistas. Con acentos metafísicos y rasgos expresionistas, cuando no ingenuos, alió lo visual a lo plástico apartada de los excesos del realismo y de las simplificaciones abstractas infundiéndole a sus formas y colores un aliento de existencia telúrica”.
Hacia finales de la década ya había recorrido el cono sur, ganado premios y llegó a exponer en el Museo de Arte Moderno de San Pablo. Pero sus viajes no eran solo de exploración plástica. También la acuciaba la necesidad de difundir el mensaje americanista. A su paso por Bolivia, Perú y Ecuador mostró obras de Castagnino y Clément Moreau, el ácido crítico del nazismo, en exposiciones que ella misma gestionaba mientras escribía y dibujaba sus crónicas fascinadas. “He visto al indio incorporado a su tierra como parte de ella, llevando los colores de sus arenas, de sus cerros, guardada en sus ojos la desolación de la puna y en su alma la tristeza enorme de una raza quebrada en su destino humano”.
La “Sacerdotisa”, como la llamaban sus amigos del grupo Tartagal, solía veranear en Pinamar, desde donde escribía a Luis Preti cosas como esta: “Ayer, tras un largo período de ausencia, la pintura se me ha subido de golpe con una furia intransigente, como un estado de trance”. “Pinté 12 horas seguidas, con luz artificial y los ojos torturados. Esto viene para que uno se acuerde que es pintor y sobre todo pintor, y que nada importa”.
La incidencia de Chale entre sus contemporáneos es palpable en el estilo de las obras del período, similar, casi indistinguible, entre todos ellos. Pero también en la poesía de Manuel J. Castilla, cuyos poemarios Norte adentro y, junto a Carybé, Copajira, ilustró. Como señala Lisé, numerosos poemas suyos son versiones literarias de cuadros como Tres hermanas, La niña sin sombra, Los albañiles o La casa de la loma.
Hacia 1953 fue convocada para formar parte del equipo que realizó los murales de Galería Santa Fe, integrado por Raúl Soldi, Luis Seoane, Leopoldo Presas y Juan Battle Planas. Será una experiencia que asumirá como un desafío apasionado. “Uno se acostumbra enseguida a la curva y al tamaño y se enamora tanto de este tipo de trabajo que no siente el ritmo infernal del edificio en construcción. Es como una batalla de vida y muerte con una sola alternativa, la de ganarla cueste lo que cueste”. “Me parece que mi única realidad vital es estar eternamente en el andamio y pintar y pintar y olvidarme de todo lo demás. Cada hora sin trabajar es un pecado y un desperdicio fatal”. No lo sabía, pero sería su última obra.
El 23 de abril del ‘54 tomó un avión en Mendoza que se estrelló en un valle de La Rioja. Manuel J. Castilla escribió: “Te pienso sonriente y un poco triste / por haberte muerto”. “Uno piensa en todo lo que ha quedado recordándote / en las mujeres que te veían llegar hasta sus ojos / como un río de nieve / en las muchachas que te nombraban vagando entre los ventarrones / como a una luz extraña, / en los caballos desfallecientes y silenciosos / cuyas pupilas lloraban en tu alma / un llanto interminable”. “Algo como un antiguo olvido nos acompaña deshaciéndose. / Algo como una sombra que no es sombra, / algo como el amor indefinible / salvaje y puro pero siempre triste. / Eso es todo lo que queda de ti”.
Alguna vez había escrito, involuntariamente profética: “Espero que vivas hundido en el paisaje”.