Se me hace un tanto difícil elegir una canción preferida, porque soy fan de muchísimas obras, y al optar sólo por una sentiría que estoy traicionando al resto, y a mí mismo.
Conectando totalmente con emociones pasadas primitivas –creo que al fin y al cabo lo primero que nos llega es lo más puro y directo, conecta con nuestros sentidos/mente y nos transforma en un “ser fan” inmediatamente– puedo pensar en mi primera información consciente de improvisación libre: The Köln Concert, de Keith Jarrett.
Crecí en un ambiente absolutamente artístico, en el cual uno indirectamente se veía casi obligado a ser un artista. No había escapatoria. Rodeado de pinceles, guitarras y pianos, consolas de juegos de 8-bits, equipos de música, CDs y vinilos random, cámaras filmadoras, y muchos gatos siameses. Entiendo que todos esos elementos juntos pueden llegar a ser una especie de fórmula acertada de éxito o fracaso. Aun no estoy del todo seguro, pero a mis cuarenta y dos años, podría entender que esa fórmula resultó exitosa.
Entre una variedad amplia de estímulos e inquietudes de todo tipo, tuve un momento de mi vida donde fui un “niño adulto” que dejó el family game, The Beatles, la filmadora Sony super-8, la guitarra, el piano, los pinceles y los aforismos de lado, y me sumergí profundamente en el universo de lo que es llamada la música occidental académica, o música clásica.
Me convertí en una especie de niño índigo o niño cristal, lleno de hipersensibilidad, con latidos irregulares. Y finalmente –después de visitar más de veinticinco cardiólogos– me explicaron que esos “mini infartitos”, como yo los llamaba, eran simples “extrasístoles” provocadas por la ansiedad, o por el maldito apodo “niño cristal”.
Rozando el autismo, totalmente extasiado y entregando mi alma y mi vida, me dediqué a rastrear por donde fuera, todo el material posible que iba encontrando de música erudita, culta, académica, o toda definición que existiera para describir lo que era para mí en ese momento la “música de Dios.”
En los años ‘90 en Argentina (con delay, pero llegó al fin) apareció el CD. Año ‘93, a mis trece años aproximadamente, con esta especie de fanatismo infantil, me sumergí en la ardua búsqueda de todo CD que se me cruzara. Ahí empezó mi amor por el periodo del romanticismo (1830-1900), que seguramente vendría a abrazar al niño cristal y darle forma a la hipersensibilidad. Así es como aparecieron Chopin, Schumann, Schubert, Brahms, Beethoven, y mi total obsesión en ese momento: Mozart. Si bien no es considerado un compositor del romanticismo, sí es una figura de transición entre el Clasicismo y el Romanticismo. Recuerdo haber encontrado un compilado de grandes éxitos de Mozart, en una tienda estilo supermercado llamada Casa Tía, que hace años no existe más. Ese fue mi disco maestro por muchos años. ¡Gracias Casa Tía!
Yo era (soy) una persona muy inquieta, que se aburre un tanto rápido de las cosas y de necesitar estímulos permanentemente. Me sucedía que quería ser Mozart pero me aburría mucho estudiar. Y entonces encontré el arma perfecta: la improvisación libre. Jugaba a ser mis ídolos de ese momento. Me sentaba en el piano y creaba obras de principio a fin, jugando con el piano intentando sonar como aquellos compositores tan admirados. Imitando sus expresiones, matices, hasta lograr conmover con lágrimas a Estela, la señora que en aquel momento se encargaba de la limpieza en casa de mis padres.
Finalmente, algunos años más tarde, no recuerdo bien cómo aparece en mi vida, me encuentro con un disco que cambiaría mi rumbo para siempre: The Köln Concert, de Keith Jarrett. No podía entender cómo alguien podía tocar el piano así, y estar improvisando libremente, sin pautas, ni premeditaciones, y logrando los mismos matices, complejidad y profundidad que me generaba escuchar la música mencionada anteriormente. Ahí no había partituras; había mil cuatrocientas personas, un piano un tanto defectuoso, y una joven alemana de diecisiete años llamada Vera Brandes, que produjo ese concierto en el Cologne Opera House (consiguió dinero para pagarle el avión a Keith y otro poco de dinero para costear la grabación).
Cuando Keith llegó al teatro y probó el piano, se negó rotundamente a realizar el concierto, ya que decía que ese instrumento no estaba en condiciones y que no era el piano que él había pedido. Vera insistió, lloró, le rogó inclusive estando él adentro del taxi para volver al aeropuerto. Finalmente Jarrett volvió al escenario y el afinador hizo lo imposible para que él estuviera cómodo.
Y así es la historia de ese maravilloso concierto y de cómo llegué a él.
Hernán Jacinto nació en Buenos Aires, y hoy es considerado como uno de los principales pianistas locales, reconocido a nivel internacional. Fue premiado con el Gardel y el Grammy Latino, realizó giras por Sudamérica, Estados Unidos y Europa. Tiene doce discos a su nombre, durante cuatro años formó parte del grupo de Pedro Aznar y durante ocho del trío de Javier Malosetti. Actualmente lidera su trío junto a Flavio Romero y Fernando Moreno y el dúo con Fabio Cadore, con quien ya ha grabado tres discos. Recientemente ha grabado un vinilo con música de Gardel, editado por el Club del Disco y Vivo en Bebop (Los Años Luz), junto a Daniel Maza y Pipi Piazzolla, que el trío presentará el jueves 19, en dos funciones (a las 20 y 22.30), en Bebop Club, Uriarte 1658.