Llama la atención el contraste: pareciera haber dos Juan Acevedo Peinado. El primero es el que aparece en la foto de su último libro, Hongos sagrados: De la sabiduría ancestral a la ciencia de las microdosis (Grijalbo), con un rostro en apariencia recio, ojos severos y un pelo ralo que encaja bien con su currículum de chamán. Y luego está esta otra persona: risueña, cálida y afectuosa, que abre la puerta de un monoambiente sobre Av. Callao, frente a la Plaza Rodríguez Peña. Juan Acevedo Peinado ríe con fuerza sin dejar de hablar, hilando temas como en un viaje de macrodosis, aunque no tiene un vozarrón cavernoso. Su voz es ligera, contagiosa, invitando a una conversación infinita. Una conversación sobre el mundo fungi.

No fueron los hongos, asegura Acevedo, su primer amor con las plantas alucinógenas. Llegó a ellos mucho tiempo después, en los últimos diez años. “Fue tan distinto a todo lo demás que dije: ‘Guau, necesito tiempo’. Y ahí nos quedamos, como un año”. Acevedo tiene muchas insignias en relación con las plantas, por un lado, pero también en el mundo académico. Porteño de nacimiento y rosarino por adopción, creció en San Lorenzo, al sur de la ciudad santafesina, en la ribera del río Paraná. Pasó el tiempo ocioso de su infancia pescando, visitando isleños y comiendo hongos que recolectaba de los islotes. Ya en la juventud, se hizo bohemio y frecuentó la trova rosarina, aunque tenía el afán de convertirse en médico, más precisamente en neurólogo. Pero eran años difíciles, y su nombre figuraba en listas negras de estudiantes con alguna clase de afinidad política, no subversiva, pero sí sospechosa. Le sugirieron amablemente cambiar de carrera. Pasó por Antropología y recaló en Psicología, donde obtuvo su título de grado.

De Medicina algo se llevó, o mejor dicho, a alguien. Se quedó con un amigo llamado Néstor Berlanda, con quien compartía un hobby que estaba en auge debido al milenarismo, los niños índigo y la cultura pop: los platos voladores. En 1995, Berlanda y Acevedo formaron una agrupación llamada Ciclo de Investigaciones del Fenómeno Ovni (CIFO) y escribieron a cuatro manos un libro titulado Los extraños, que publicó Emecé, sobre casos de contactados. “Me interesaba lo extraterrestre, pero lo único que no entraba en mi cabeza era, justamente, lo extraterrestre. Me di cuenta de que era un fenómeno más vasto, que incluía desde el pitufo Enrique hasta las apariciones marianas de las vírgenes. Estábamos hablando más o menos de lo mismo. Llegamos a especular con una relación entre la conciencia y eso de afuera, fuera lo que fuera, tanto desde la psicología como desde la psiquiatría, la medicina y la antropología. Y lo que les pasa a los abducidos tiene que ver con esto. Hay cosas mensurables. Están a mitad de camino, entre la realidad y otra cosa que no sabemos qué es”.

Quizás, dice ahora Acevedo, con el poder contrafactual que ofrece el paso del tiempo, el contacto con una planta llamada “ancestral” ofreciera alguna posible respuesta a la pregunta: ¿lo que hay afuera, en el espacio, está tan fuera de nosotros mismos o tiene que ver con alguna clase de información que llevamos en nuestra conciencia? Fue así que, poco antes de que recibiera, por así decirlo, “luz verde” en Emecé para publicar aquel primer libro (“¡Era Emecé, loco!” dice Acevedo, recordando la emoción que sintió), Berlanda y él entraron en contacto cercano con algo no tan lejano como un objeto volador no identificado. Algo que parecía de otro planeta, pero que crecía en nuestra tierra; una planta en cuyo interior estaba la llave para entrar en un mundo que seguía tan inexplorado como antes: nuestro cerebro.

Portada del libro editado por Grijalbo

LOS CABALLEROS DE LA MESA VERDE

Se pone de pie, camina con paso pesado hasta la cocina, que no difiere mucho en términos de espacio. Ofrece café, pero olvida preguntar por el azúcar. Acevedo vuelve a sentarse a la mesa con dos tazas llenas. Lleva puesta una remera de colores variados y estridentes, lo que comúnmente se conoce como colores "lisérgicos", gracias al término acuñado por Aldous Huxley en una carta a su amigo, el psiquiatra Peter Stoll. Es el momento de hablar de su contacto con la ayahuasca.

Hacia finales de los años noventa, la ayahuasca no era todavía un pasaporte abierto para oficinistas tristes que no pueden encarar sus deseos, ni una droga usada por las iglesias brasileñas como un “coadyuvante” religioso para llegar más rápido a Dios. Era una noticia agreste, dispersa, aunque contundente; estaban los libros del psiquiatra chileno Claudio Naranjo, las cartas que William Burroughs le envió a Allen Ginsberg cuando se fugó a México acusado de haber asesinado a su mujer, la experiencia de los hermanos Terence y Dennis McKenna que remontaron La Chorrera en el Amazonas colombiano buscando yopo y encontraron psilocybe cubensis, los libros de Castaneda, el viaje de la psiquiatra argentina "Rebe" Álvarez de Toledo y su informe sobre la ayahuasca a la APA, los escritos de Michael Taussig en el Putumayo y algunas cosas más. No era, dice Acevedo, lo que es hoy la ayahuasca. Había un dato: el nombre de una psicóloga, Silvia Poliboy, que había trabajado con la planta, y el de un antropólogo peruano llamado Luis Eduardo Luna.

En 1997, Luna viajó hasta Buenos Aires, a una casa ubicada en la calle Bonpland, en el viejo Palermo. La primera impresión que tuvo Acevedo de él fue extraña; el hombre tenía un acento peculiar, demasiado “mundano” para hablar sobre una planta sagrada, según Acevedo, cuyo padre era de origen guaraní y tenía una larga tradición como curandero. Se dispusieron en ronda, se realizaron los ritos y comenzó la toma. “Tomamos ayahuasca por primera vez, y no fue lo que yo esperaba. Fue muy loco. Yo iba con demasiada expectativa. Mirá qué cosa, ahora que lo pienso; quizás tenía ansiedad, a lo mejor, pero no miedo. No tenía efecto. Luis Luna pasaba y me preguntaba si estaba bien, y yo seguía. Hasta que vino Néstor y me dijo: ‘Yo veo un mar de estrellas pero no puedo ir. Vos que podés, andá’. ‘¿Por qué?’, le pregunté. ‘Porque vos sos guaraní’, dijo. Eso fue revelador. Fue una experiencia muy rara, pequeña. Había pasado algo que para mí no tenía explicación. Poco tiempo después volví a tomar, y la cosa cambió”.

Acevedo, Berlanda y algunos psiconautas locales conformaron lo que se llamó la Mesa Verde. Hacían tomas con protocolos que no existían. Trajeron de contrabando bidones enteros de la planta, que guardaban en el freezer. Y escribían. Todo lo que les pasaba lo volcaban al papel. “No era un grupo para hablar solamente de los extraterrestres, sino de la conciencia; había algo de lo que podíamos hablar. Qué eran los enteógenos, qué eran los psicotrópicos, qué eran los dispépticos. Pero no sintéticos. De ahí surge la Asociación Mesa Verde (hoy Fundación) y la necesidad de investigar sobre este tema. Primero, definir si tenía un potencial terapéutico, si esto devela la conciencia, si la conciencia tiene que ver con la salud, con la antropología, porque tiene que ver con los pueblos originarios. Teníamos la convicción completa y absoluta de que ahí había algo, una posibilidad de tocar una zona insospechada de la experiencia”.

Con una pata en la academia (Berlanda es médico) y otra en los pueblos originarios argentinos, Acevedo decidió apartarse de la Mesa y dedicarse al estudio pormenorizado, primero de la ayahuasca, con un maestro peruano, y luego del San Pedro, la “wachuma”, en la prepuna catamarqueña. Se lanzó en la búsqueda de maestras en pequeños pueblos de montaña, pasando tiempo con señoras (mayormente mujeres) que le enseñaron sobre sus orígenes guaraníes. Acevedo recuerda esa época con mucha felicidad; una época importante en su formación. “Ellos me decían: ‘Hay un puente, y vos estás en el medio, ni de un lado ni del otro. Andá, llevá esto para allá, que allá están más mal que nosotros’”, dice Acevedo. Y así publicó dos libros más, Plantas sagradas: El linaje secreto del chamanismo sudamericano y Plantas sagradas 2: El arte de las tejedoras de sueños.

“Le encontramos a las plantas la otredad, lo otro. Lo que nos pegó acá es que ahí adentro hay algo que es consciente, sintiente, inteligente, y no soy yo. Y ¿qué es? No sé. No tenía una forma definida. Sea lo que sea, habla; escuchemos”. Así, dice, llegaron los hongos. Y los hongos, agrega, hablan mucho más. No, no hablan. Gritan.

Juan Acevedo Peinado

LA VIDA SECRETA DEL MUNDO FUNGI

A diferencia de la escasa información que Acevedo encontró en su momento sobre la ayahuasca, sucede lo contrario con el mundo fungi: hay demasiada. Demasiada información de dudosa procedencia; todo el mundo parece tener algo para decir. Que ayudan en la depresión, que se pueden usar con adictos, que la microdosis sirve para tratar los trastornos de ansiedad que proliferan en nuestra experiencia líquida contemporánea. Sin embargo, Acevedo, contrariamente a lo que se podría pensar, no está de acuerdo en recetar macrodosis. “No son la forma,” dice, “tampoco son para cualquiera. No a cualquiera le podés dar un chutazo de DMT, ni de mescalina, ni de psilocibina. Además, tenemos un problema gigantesco: cada vez que trabajamos con una planta, estamos eliminando el recurso. Ya sabíamos que lo de la ayahuasca era irremediable, totalmente irremediable. Y con la huachuma igual. Por eso dejé de trabajar con plantas; no puedo cortar más”. Hace unos meses, salió un informe del ICEERS (International Center for Ethnobotanical Education, Research and Service) que revelaba que más de 800 mil personas tomaron ayahuasca en el último año, en todo el mundo. Se trata de un recurso que normalmente se obtiene de la selva, ya que no abundan las plantaciones fiscalizadas (o al menos, no se conocen).

Eso no ocurre con los hongos, dice Acevedo con una enorme sonrisa en la cara: “De los hongos solo tomamos las setas, cuando afloran para esporular. El micelio, lo que subyace, esa enorme masa de vida interconectada, se mantiene activo. Por eso me enamoré del reino mycota”. Hongos sagrados se presenta como un aporte a este nuevo boom de los hongos, especialmente de los psilocybes y sus potenciales terapéuticos como coadyuvantes en las terapias actuales (muchas de ellas conductuales). El libro de Acevedo se propone como un manual que expande la historia de los hongos, no solo de aquellos con propiedades alucinógenas, sino también de los utilizados en la medicina y la cocina. También ofrece un ligero recorrido por los nombres más reconocidos en este campo: desde María Sabina, la curandera de las sierras de Oaxaca, pasando por los mencionados hermanos McKenna (especialmente Terence), hasta Paul Stamets, el micólogo más cercano en tiempos recientes, conocido por su documental Hongos fantásticos, producido por Netflix.

El libro de Acevedo también es un aporte vernáculo, como él mismo lo llama, para despejar ideas erróneas y fantásticas que los seres humanos hemos mantenido sobre los hongos: “Nuestra cultura es micófoba, ¿qué nos dice ese miedo? ¿De qué nos habla? Si durante años tuve la idea de que la wachuma tiene memoria, ¿por qué no pensar en esa relación con los hongos? ¿Quiénes son? ¿Qué son? ¿Son vegetales? No son vegetales. ¿Son animales? No. Pero son más vegetales que animales. Bueno, podrías llamarlos microfauna, y estaría muy bien. Fue entonces cuando se me vino el mundo encima... todo. Ahí fue cuando pensé que muchas de las cosas que había visto finalmente se conectaban”. Señala que los primeros organismos que aparecieron en la Tierra, que desarrollaron la vida y fertilizaron el suelo para volverlo habitable, fueron hongos: desde la cianobacteria y los líquenes hasta los musgos; de las algas a los hongos de gran tamaño; y luego los helechos y los animales. La pregunta que se hace es: ¿de dónde llegó esa espora que habilitó la vida en el planeta? ¿Fue una espora creada de manera fortuita? ¿O cayó, como un color lovecraftiano, de algún lugar del espacio, trayendo consigo una historia propia, una forma de pensar que aún no podemos entender pero sí intuir?

Acevedo suscribe a la idea de Terence McKenna, un biólogo, psiconauta y autor de varios libros, que murió a los cincuenta y seis años. Una idea en cierto modo adelantada y polémica en su momento, sobre la posibilidad de que la inteligencia humana no sea otra cosa que el resultado de la ingesta de hongos, muchos de ellos alucinógenos. “Los prehomínidos no podían cazar nada. Solo podían anticipar el peligro, como una suricata. ¿Cómo podía un homínido competir con una hiena que tenía una altura de casi un metro ochenta? ¿Me quieren hacer creer que eran carnívoros? La proteína compleja la consiguieron de otro tipo de organismo. El único alimento que contenía esa proteína eran los hongos, entre ellos los hongos psilocybes. Según McKenna, fue esa sistemática ingesta de hongos lo que estimuló de manera particular un área del cerebro llamada Broca. Por eso los hongos ‘hablan’, porque estimulan el área del lenguaje. Gracias a esa ingesta obtuvimos primero la simbolización, y después el lenguaje hablado. Nos hemos estado preguntando si hay vida inteligente en otros planetas. No había que mirar más allá de nuestro propio planeta. Ahora nos toca hacerles las preguntas correctas”.