Didier Eribon es un intelectual francés y, sobre todo, un intelectual sobresaliente del presente, que se toma el trabajo de comprender el mundo de hoy perforando los estratos sociales y teóricos que lo conforman. Didier Eribon es un pensador que ha prestado atención -y sigue haciéndolo- al giro hacia la derecha y extrema derecha de las clases populares francesas que han destinado su voto a versiones políticas que han propuesto una idea posible de colectivo ahí donde la izquierda ha dejado de hacerlo con eficacia. 

Didier Eribon es un filósofo que nació en Reims, una ciudad del norte de Francia, bombardeada durante la primera guerra mundial por los alemanes y cuya catedral gótica fue especialmente castigada con el fin de poner de rodillas a los franceses; con el tiempo, fue restaurada. Allí va Eribon el día que interna, junto a sus hermanos, a su madre en un geriátrico público de Fismes, una ciudad a media hora de Reims. Eribon va a dormir a Reims y pasa por la catedral a ver el Ángel de la sonrisa, los vitrales de Knoebel y los de Chagall, reliquias colocadas o restauradas tras el bombardeo. 

Eribon combate el desastre con belleza, lubrica el ojo con grandeza artística. En el fondo, esta anécdota ínfima podría ser un resumen de su trayectoria social. Eribon fue un chico gay en un ambiente familiar y pueblerino cerrado y homofóbico. Eribon fue hijo de obreros, fue el milagro -tal como alguna vez él mismo se definió- que lo hizo salir de la serialidad asignada a una clase social a la que más pronto que tarde le esperaba la fábrica, el trabajo pesado como destino común. 

Sus grandes trabajos, más allá de esa monumental biografía de Foucault, más allá de Una moral de lo minoritario, más allá de La sociedad como veredicto, forman un triángulo con Reflexiones sobre la cuestión gay, Regreso a Reims y, finalmente, Vida, vejez y muerte de una mujer del pueblo (recientemente publicado en Argentina por El cuenco de plata), su último libro donde retorna a su pasado, esta vez como consecuencia de la ancianidad invalidante de su madre, de su incipiente trastorno corporal y cognitivo que resulta en su internación en una residencia para ancianos. Decía que estas tres obras son un triángulo, y un triángulo podría ser la versión familiar/terrenal de la santísima trinidad (padre, madre, hijo), así como también podría ser un mecanismo expulsivo, ese uno que queda afuera del par, que sobresale de la base, la punta de arriba de ese polígono.

 

 

 

 

Hace poco, en una entrevista, Eribon definía el género soterrado en esos tres libros como sociobiografía, una narración personal y filial que se despliega hacia la dimensión social. Regreso a Reims es sobre su padre y sobre su familia, pero es también sobre un obrero típico y sobre una clase social. La misma operación de traslado realiza en Vida, vejez y muerte de una mujer del pueblo: es una narración sobre su madre, una persona con nombre y apellido, con una fecha de nacimiento, con una trayectoria personal, pero que se despliega hacia una narración de la clase obrera francesa y válida, muy válida para otros países.

Y en Reflexiones sobre la cuestión gay, especialmente en la primera parte, “Un mundo de injurias”, aunque no hay un yo envalentonado, el relevamiento y el despliegue teórico de la estructura de inferiorización de la identidad gay y el diferido proceso de subjetivación del sujeto, su ascesis, funciona como una flor de loto que sale del barro personal, y que en Regreso y Vida, vejez y muerte ya no oculta: Eribon usa el yo sin velos. De hecho, lo que tematiza con algo de distancia en Reflexiones lo vuelve personal en los dos libros siguientes: el gay y la huida a la ciudad; la familia, la traición y la melancolía; la sexualidad y las profesiones; la amistad como modo de vida y los modelos literarios que autorizan realmente al homosexual a ser quien es. 

Pero este recurso del yo, este anclaje en la biografía no es más ni menos que la transformación de los acontecimientos personales en material social, en material universal. En este sentido, Didier Eribon es un intelectual generoso porque discutiendo teóricamente su vida, (nos) ha ayudado a entender lo que discutimos (en la nuestra). Y así como es generoso en su exposición, es generoso en la cita y en el debate de conceptos con autores admirados a los que retrabaja conceptualmente, Sartre, Foucault, Bourdieu y de Beauvoir entre los fundamentales. Y es generoso porque conecta teorías dispersas o poco vinculadas entre sí y sobre todo porque ubica a la literatura en un papel vital y teórico fundamental para comprender ciertos asuntos a los que la teoría no llega o no le interesa demasiado llegar: en el libro que nos convoca, Vida, vejez y muerte de una mujer del pueblo, dice Eribon, la literatura ha abordado el asunto de la vejez y el asunto del desvencijamiento del cuerpo, mientras que, así como la vejez se encuentra socialmente relegada, casi tampoco encuentra su lugar en el campo de la reflexión teórica.

 

 

 

En Reflexiones sobre la cuestión gay, Eribon tematizó la inferiorización de la homosexualidad, sostuvo que lo primero es la injuria, el menosprecio verbal que tiene la fuerza de una cita, en el sentido de algo que viene de lejos, que ya fue dicho, que se retoma; pero que al mismo tiempo tiene un efecto a futuro, es un veredicto que dice tu vida va a ser así y asá, que impacta en el cuerpo y moldea las relaciones con los demás. Por eso el homosexual huye a la ciudad, donde el anonimato y la conformación de lazos de amistad afines redundan en un clima más benigno. Asimismo, en esta huida puede haber una renuncia a la familia, una renuncia que en realidad está forzada. Esa vergüenza sexual a la que alude Eribon, producto de la dominación y de la inferiorización hacia la homosexualidad, es el tema de este libro. Ahora bien, en Regreso a Reims, escrito diez años después, Eribon, como consecuencia de la enfermedad y muerte de su padre, a quien no visitó pero sí retomó contacto con su madre, se pregunta por qué él, que tanto pensó y escribió sobre la vergüenza sexual, sobre esa modalidad específica de dominación, por qué nunca escribió sobre la vergüenza social, sobre la vergüenza que le daban sus orígenes, el entorno del que había salido, tanto que lo ocultaba o mentía o bien se sentía incomodísimo al tener que responder sobre eso a un entorno social diferente al suyo, un entorno culto, intelectual, cultivado y socialmente más holgado. 

Eribon asume que al irse de Reims pudo darle aire a su sexualidad pero que entró en otra forma de disimulación, la disimulación social, creyendo que rompía con su familia por razones sexuales y no por razones de clase: acá, con esta creencia puesta en duda, empieza Regreso a Reims. Dicho brutalmente, cuando sus razones fueron que cortó con su familia por homofóbica, no había llegado a la noción de que también cortó por ser obrera y con valores incompatibles con los suyos. Al contrario, portador de dos veredictos sociales, homosexual y pobre, eligió poner a luchar a uno contra el otro.

Eribon pinta un fresco de los geriátricos públicos y privados. Un minucioso análisis de lo que implica para una anciana ir a un lugar del que nunca va a salir.

Didier Eribon es un escritor brillante y lacerante, porque esta admisión no es el inicio de un relato compensatorio, un relato que enmienda a su familia y a la clase de la que salió corriendo. Y digo lacerante porque es todavía más conmovedor el gesto de no enaltecer la vida de una familia obrera. Se suele entender que reponer una dignidad significa glorificar a quien se la ha negado. No, reponer una dignidad, un sentimiento frágil e inseguro, como dice Eribon, es otorgar garantías y señales de que no se es considerado un objeto mudo, una hoja con estadísticas en la decisión política. En Regreso a Reims puede entender o acepta entender, aún no habiéndolo amado, que su padre fue un hombre modelado por la violencia social hacia su clase y que las sentencias sociales están grabadas a fuego desde temprano, las cartas están marcadas mucho antes de que sepamos cómo nos llamamos.

En Vida, vejez y muerte de una mujer del pueblo, Eribon profundiza el camino de Regreso a Reims y a partir del ingreso de su madre a un geriátrico explora su vida, desde su crianza en un orfanato, sus trabajos como mucama y sus años trabajando en una fábrica, ubicándola en toda su complejidad, mencionando las huelgas de las que formó parte, pero también sus ataques de ira y su racismo, esa forma de conservación de la violencia del humillado que, con el resto que le queda, humilla a quien puede. 

¿Por qué una humillada a su vez humillaba? se pregunta Eribon. No parece ser socialmente complicada la respuesta: como había sido inferiorizada se concedía a sí misma el único sentimiento de superioridad que le estaba permitido. Pero también, además de remontar río arriba desde el momento en que niño, su madre empezaba a reconocer en su hijo esa rareza que ni podía nombrar, esa rareza que los fue alejando, Eribon pinta un fresco de los geriátricos públicos y privados, realiza un minucioso análisis de lo que implica para una anciana ir a vivir a un lugar del que nunca va a salir e invita, a través de las citas a Annie Ernaux, a J.M. Coetzee, Norbert Elias y especialmente a Simone de Beauvoir y su libro La vejez, a reflexionar sobre la vida de las personas ancianas dependientes. Pero también, como obsesivamente lo viene haciendo desde al menos el preludio de cambio de siglo, Eribon reflexiona sobre el crecimiento de la extrema derecha en Francia, tomando como laboratorio precisamente a ese medio - esa familia, ese entorno - que negó tanto como conoció.

A su madre deja de funcionarle progresivamente el cuerpo. También entra en brumas psíquicas, en pausas mentales como trenes descarrilados. Sus hijos la encontraron varias veces tirada en su casa y después de demorarlo un tiempo, deciden internarla. Ella se resiste, dice que todavía puede, hasta que tira la toalla. 

El ingreso a un asilo de ancianos, dice Eribon, indica una ruptura radical de un individuo: ya no se trata de una simple mudanza, de un cambio de hábitat, de lugar de vida, de entorno, sino de una sustracción total del pasado y del presente, de un trastorno total que provoca un shock emocional del que es difícil escapar y del que es difícil reponerse, tanto más en la medida en que cualquier anciano sabe que ese será su último lugar de residencia y que ese lugar de residencia es un desierto de soledad, de ruptura total con los antiguos lazos afectivos, que trae una sociabilidad forzosa, como de jardín de infantes pero sin futuro. 

En tres semanas su madre se desmorona en esa inmovilidad programada, propia de los geriátricos y una médica le advierte a los hijos que los dos primeros meses son de altísimo riesgo. Su madre muere al mes y medio, víctima de lo que Eribon menciona que se conoce como síndrome de desplazamiento: una renuncia a luchar y a desplegar toda la energía para sobrevivir. El alojarse en un hogar de ancianos pica en punta para activarlo. Un hermano lo confronta, el mismo hermano que lo amenazó con iniciarle juicio por calumnias por Regreso a Reims; su hermano le dice “lo bueno es que tenés un nuevo libro para escribir” y Eribon lo hace. Por supuesto que lo hace.

Eribon reflexiona sobre el crecimiento de la extrema derecha en Francia, tomando como laboratorio precisamente a ese medio - esa familia, ese entorno - que negó tanto como conoció.

En esa pérdida de rol total de hijo, va hacia los recuerdos con su madre, a sus duros trabajos, recuerda cómo ella hubiera querido estudiar y no pudo, cómo ella ayudó a su hijo a que pudiera hacerlo “repartía folletos para que yo pudiera alejarme de ella” pero al mismo tiempo le generaba ira que su hijo hiciera lo que ella no pudo, y acá es inevitable recordar esa frase dolorosa de Annie Ernaux, cuando en El lugar se refiere a su padre: “Quizá su mayor orgullo, o puede que hasta la justificación de su existencia: que yo pertenezca a un mundo que lo había despreciado a él”. De alguna manera Ernaux y Eribon cuentan la misma historia, su programa es similar: balancearse entre la contradicción que implica dignificar un modo de vida considerado inferior y denunciar la alienación que ese modo de vida conlleva. 

Dos escritores que llegaron a serlo por su familia y contra su familia; por su clase y contra su clase. Ambos dejan constancia de que desertar de clase implica aprender a hablar de nuevo, dejar atrás el acento, sustituir palabras, reprimir frases, pues cambiar de medio exige reaprender a hablar, ya que la lengua de los dominadores es la lengua legítima. Esta ambivalencia del acceso a la educación es un registro constante en Ernaux y Eribon: para ambos es una forma de vengar a su clase, pero también es la paradoja de que resistirse es perder y someterse es ganar.

Pero Eribon también recuerda el racismo de su madre, y esta es una de sus operaciones esenciales, la de no glorificar a la clase obrera. Y puede hacerlo ya que no es un infiltrado, es apenas un desertor de clase. Al no querer pintar un retrato edificante puede decir que su madre, como trabajadora de una fábrica, hacía huelga pero también era racista. Incluso puede decir que hay que abandonar la mitología obrerista - de izquierda o de derecha - sobre el “buen pueblo” ese pueblo “sano” y “decente”. 

Hablar de la existencia de racismo y de homofobia en las clases populares es tabú, pero Eribon puede hacerlo. Aunque también lo hizo Sartre, al decir que antes de la huelga y de la movilización, el obrero es racista, antiinmigrante, pero que una vez que la acción ocurre, prima la solidaridad. Entonces, lo que asordina el racismo es la percepción del trabajador como formando parte de algo más grande. La movilización promueve solidaridad, la inmovilización genera desconfianza del otro; un análisis más vigente que nunca, donde la extrema derecha ha logrado consolidarse como opción política reconfigurando un yo colectivo, un nosotros, al sustituir obreros versus burgueses por nacionalismos versus inmigrantes. 

La izquierda no es inimputable en este punto, dice Eribon, como parte de una familia comunista que, espejo de una clase, empezó a sentirse abandonada por la izquierda y votar a la derecha fue el último recurso con el que contaron para defender su identidad colectiva. Ese espectáculo de desmoronamiento de la conciencia de pertenecer a una clase olvidada se corresponde con una escena triste en la que Eribon visita la fábrica cerrada y abandonada en donde había trabajado su madre: “las paredes estaban cubiertas de grafitis y afiches del Frente Nacional. Adentro todo daba una impresión de desolación… en ese decorado devastado, pensé en lo que había sido la existencia de mi madre, el mundo al que había pertenecido”.

 

Por último, Eribon vuelve a preguntarse si el envejecimiento es tan difícil de pensar ya que las categorías filosóficas de cuerpo y de cuerpo político suelen excluir la experiencia límite de la vejez. Y entonces cita a Norbert Elias y La soledad de los moribundos, pero especialmente a Simone de Beauvoir y su libro llamado justamente La vejez, un libro que pretende, en palabras de la misma autora, hacer lo que hizo con El segundo sexo, hablar de una categoría inferiorizada. Así como ese libro se pregunta ¿por qué no hay un nosotras?, ¿qué se necesita para que lo haya?, en La vejez se pregunta cómo construir entre los viejos un nosotros. Simone de Beauvoir, con todo el anclaje biográfico que tiene este libro - ella estaba envejeciendo, ella estaba comenzando a hablar desde ahí - dice que los viejos cognitiva y físicamente dependientes no pueden hacerlo, por eso ella quiere convertirse en su portavoz. 

Eribon, con toda la admiración que le dispensa, con todo el reconocimiento al arrojo de pensar lo que poco se había pensado, sostiene que no alcanza con llevar esta voz al espacio público, que la tematización intelectual no alcanza, y que basta con fijarse que El segundo sexo es un best seller sostenido en el tiempo y que en cambio La vejez es un libro prácticamente desconocido incluso entre sus conocidos, para afirmar que es necesario un interés social para que un tema perdure, o al menos esté latente. Un interés aguardando ser tematizado.