Hace mucho, mucho tiempo en lo que hoy -la obscena era pornográfica del only fans, de las narrativas eróticas de Instagram o de los taxi boys al alcance de la mano en diversas redes sociales- supone una galaxia muy, muy lejana, las miradas de deseo erótico que orbitaban en torno al cuerpo de los hombres eran casi inexistentes en el cine.
Así, se dio el fenómeno de que, dejando de lado las clásicas películas de aventuras (¡oh bello y estúpido Kerwin Matthews interpretando a Simbad el marino!), pocos actores masculinos exhibían sus torsos desnudos, mostraban sus físicos musculados frente a cámara o le daban importancia a construir su imagen física. Para los varones que deseaban a otros varones, eso dio lugar a una búsqueda exhaustiva y minuciosa de fugaces y esporádicas imágenes -un hermoso muchacho saliendo de la piscina que inmediatamente se cubría con un albornoz o una toalla; la camisa más o menos entreabierta que dejara ver algo del pecho de un atractivo actor; las prendas ajustadas de algun deportista...- que permitiera construir un archivo íntimo concupiscente donde alojar y alimentar las fantasías voluptuosas.
En ese sentido, históricamente el deseo homoerótico fue prohibido, escurridizo, inalcanzable, interiorizado, vergonzante y contemplativo. El cine, esa máquina de construir subjetividades, deseos y formas de ser varón y mujer fue frecuentemente esquivo y represivo para las disidencias sexuales e identidades alternativas a la heteronorma. Por ello durante generaciones de gays, cada cual tuvo que construir su propia narrativa erótica como pudiera, a través de escenas sueltas o fragmentos cinematográficos.
En “Entre la cámara y la carne. El cine homoerótico en 25 películas” (Egales Editorial), el prestigioso académico Alberto Mira selecciona veinticinco filmes y referencia otros tantos, que dan cuenta de su catálogo personal -que, como ninguna experiencia es solipsista, deviene catálogo social- de imágenes de la sensualidad masculina. A su vez, al tratarse de uno de los referentes insoslayables de la cultura LGTBIQ, el resultado es una brillante historización de las maneras en que se fue construyendo la imaginería homoerótica en el cine durante el siglo XX y en lo que va del siglo XXI.
Manifiesto erótico
Según la declaración de principios de Mira, lo homoerótico no reside en los cuerpos de los hombres y lo erótico no es lo sexual. Tal como afirma el autor “lo erótico ocupa un espacio imaginario, ficticio entre el deseo -que puede ser o no sexual- y lo sexual -que puede no implicar deseo- con sus placeres y frustraciones”. En definitiva, “lo erótico es una estética visual y narrativa; se basa en la tensión que crean ciertas miradas y existe en la imaginación”. Mira parte del presupuesto de que, entre la cámara y la carne, entre el ojo que contempla y la materialidad de los cuerpos, se ubica la fantasía. Así, los veinticinco ejemplos de miradas eróticas dirigidas a los cuerpos de los hombres tal cómo se ofrecen en narrativas cinematográficas que presenta suponen una particular relación libidinal -frecuentemente contemplativa- de la cámara sobre la carne.
La selección de Mira deja de lado las películas de peplum que, aprovechaban la mitología griega o la época de los gladiadores romanos para exhibir cuerpos musculosos a lo Steve Reeves (que fueron la delicia onanista de generaciones de gays) y prefiere situarse en tres ejes. El primer eje habla de una relación de deseo entre un espectador masculino y un objeto de deseo masculino, un cuerpo real convertido en objeto de recreación estética por la cámara. Así, en 1960, gracias a la lente de René Clément en “A pleno sol” el rostro de ojos azules y labios carnosos y el atlético cuerpo de Alain Delon metamorfosea a un estafador, mentiroso y asesino llamado Ripley en un hombre irresistiblemente hermoso. De esa manera, un cuerpo que para muchos significaba la encarnación de la belleza, es captado por la cámara con esa misma perspectiva.
El segundo eje es el que se constituye entre dos personajes en torno de la trama. Es decir, un personaje contempla a otro personaje y la narrativa no deja lugar a dudas sobre el impacto erótico que el segundo tiene sobre el primero. Así en “Un tranvía llamado deseo”, Blanche (Vivien Leigh) mira el pecho desnudo de Stanley Kowalski (Marlon Brando). El torso ancho y musculado de Brando existía realmente, pero es la mirada de Blanche la que lo convierte en erótico dentro de la trama. Puede haber gente (yo no conozco) a la que ese Marlon Brando pueda resultarle indiferente, pero la elaboración del objeto de deseo y belleza forma parte interna de la trama. O, la escena de “Dolor y gloria” en la que un niño de nueve años contempla el cuerpo macizo y sudoroso de un albañil (interpretado por César Vicente) mientras se baña. No es solo el cuerpo de proporciones clásicas, los hombros anchos, la musculatura o el pene de Vicente, sino la forma en que el niño lo mira lo que eleva a este cuerpo al estatus de belleza deseante.
Finalmente, el tercer eje es el que se establece entre un autor y un objeto de la mirada para generar fantasía erótica en el espectador. Así, en 1932, el fotógrafo gay Cecil Beaton retrató al deportista olímpico Johnny Weissmuller caracterizado como Tarzán y exhibiendo sus carnes olímpicas entre la vegetación selvática de la Metro-Goldwyn-Mayer e inventó una tradición homoerótica en torno al personaje creado por Edgar Rice Burroughs. De manera análoga, el modo en el que Luchino Visconti representa a Delon bañándose en “Rocco y sus hermanos” (Visconti, 1960) es un buen ejemplo de esta intervención erótica de autoría.
Espacios y tipos ideales homoeróticos
El otro criterio de selección de Mira fue intentar cubrir la mayor cantidad posible de escenarios, espacios y tópicos de la fantasía homoerótica construidos principalmente durante el siglo XX. Así, su espectro va desde tramas que se desarrollan en las cárceles (“Un chant d´amour” de 1950 en donde Jean Genet lleva a la pantalla grande su ideal ético y estético de asesinos y delincuentes hermosos y malditos) o playas (desde los duros surfistas encabezados por Patrick Swayze en “Point Break” hasta los cuerpos musculados y estéticos de “Beach Rats”).
O esos escenarios prototícos de las relaciones homosociales, es decir, esos espacios de varones sin mujeres (de deportes, competencia, duelos o guerra) donde suelen florecer las amistades intensas masculinas al estilo de “Alas” (Wellman, 1927), y que tienen su continuidad en los fálicos aviones y los vestuarios de “Top Gun” (Scott, 1986) por donde desfilan en Calvin Klein Tom Cruise y sus apasionados amigos interpretados por Val Kilmer y Anthony Edwards. También encuentran su lugar en el libro los escenarios de la arcadia homoerótica (el clásico de la pornografía “The boys in the sand” de 1971); de la Antigüedad (“Sebastiane” de Derek Jarman en 1976 “300” de Snyder en 2007 ); del homoerotismo asociado a ideologías exotizantes (las tribus de Bora Bora en "Tabú" de Murnau, 1931) o de clase ( los proletarios de “Navajeros” de Eloy de la Iglesia en 1980 o los chongos duros y los muchachos de la calle de las películas de Pier Paolo Pasolini de la década del sesenta y del setenta). A su vez, una película como “Querelle” (Fassbinder, 1982) sirve para ejemplicar la construcción artificial de un escenario erótico- tanático y el viejo tópico de los hombres que matan lo que aman.
Según Mira, prevalecen dos tipos ideales en la mirada homerótica: el del efebo al estilo Tadzio en la clásica “Muerte en Venecia” (Visconti, 1971) que actualmente encuentra su versión en el Timothée Chalamet de “Call Me by Your Name” (Guadagnino, 2017); y la del atleta maduro al estilo Burt Lancaster (“El nadador”, Perry, 1968 o “Trapecio”, Reed, 1956) o William Holden (“Picnic”, Logan, 1956) que encuentran su sucedáneo contemporáneo en papeles interpretados por figuras que llevan el nombre de Brendan Fraser, Henry Cavill o Channing Tatum.
Una vez más -como en “Para entendernos” (1999), “De Sodoma a Chueca” (2004) o “Miradas insumisas” (2008)- Mira brinda un libro ejemplar, académico y divertido que logra cautivar tanto a publico académico como lego. Más allá de sus siempre oportunas y en ocasiones geniales interpretaciones, flota en el libro un placer ¿erótico? y un amor al séptimo arte de tal intensidad que tiene la magia de transmitir a lxs lectores.
Hacia el final de su ensayo, Mira se pregunta si ese homoerotismo que naciera con el placer de lo prohibido y que pudo significarse luego de Stonewall encontrará nuevos caminos y resignificaciones en los tiempos contemporáneos de la creciente pornografía digital. Es decir, ¿qué nuevas formas de homoerotismo prevalecerán frente al acceso universal a los cuerpos masculinos a través de las redes? Sea como sea, la mirada homoerótica tal como existió durante la mayor parte del siglo XX legó imágenes perdurables que dejaron marcas en la historia del cine.
Siempre nos quedará Johnny Weissmuller exhibiendo su cuerpo olímpico en la selva, nadando como Dios lo trajo al mundo con Jane o dando el clásico grito de guerra de Tarzán (Van Dyke, 1932). Los soldados aviadores de “Alas” dándose aquel beso final que, según Raymond Murray fue el “gran sueño húmedo gay de los años veinte”.
Un palillo acariciando y demorándose en un plano de detalle sobre el pezón de Bobby Kendall en “Pink Narcisus” (Bidgood, 1971). Marlon Brando quitándose la camisa perlada de sudor antes los ojos deseantes de Vivien Leigh en “Un tranvía llamado deseo”. La cámara fija sobre el cuerpo dormido de Joe Dallesandro y destacando los contornos perfectos de sus nalgas en “Flesh” (Morrisey-Warhol, 1968).
La escena de los atletas indiferentes a la seducción de Jane Russel en “Los caballeros las prefieren rubias” (Hawks, 1953). Terence Stamp copulando con todas y todos en “Teorema” (Pasolini, 1968).
Los genitales de Christopher Atkins colgando inocente y alegremente en “La Laguna azul” (Kleiser, 1980). Keannu Reeves abrazando tiernamente al vulnerable River Phoenix en “Mi mundo privado” (Van Sant, 1993).
El cuerpo pletórico y sudoroso de Patrick Swayze en “Dirty dancing” (Ardolino, 1987). La espalda punteada de hoyuelos de Matt Lanzani en “Ricas y famosas”. La mirada del guapo Brad Davis en el momento justo a ser sodomizado por el brutal Nono en “Querelle”.
Los jóvenes isleños nativos posando desnudos en “Tabú” (Murnau, 1931). Dos muchachos en un mingitorio vistos en contrapicado en “Rabioso sol, rabioso cielo” (Hernández, 2009). Una mujer madura arrancando la camisa del musculoso William Holden en “Picnic”. La cámara recreándose en Richard Gere mientras hace ejercicio desnudo en su habitación en “American gigolo” (Schrader, 1980). José Luis Manzano en una bañera observado por la cámara de su amante en “Navajeros”. El porno Casey Donovan emergiendo rubio y luminoso de las aguas de Fire Island en “Boys in the sand”. Gael García Bernal dudando si quitarse o no el calzoncillo en “La mala educación” (Almodovar, 2004). Gabriel Epstein lanzando una mirada infinitesimal hacia los atributos de Juan Manuel Martino en “Taekwondo” (Berger, 2016). De aquel amor, de música y erotismo ligero, quizás nada más queda.
Alberto Mira "Entre la cámara y la carne. El cine homoerótico en 25 películas", Editorial Egales