La nación mapuche siempre tuvo amor por los deportes. Los había de fuerza y lucha, los había de habilidad. El loncoteo era una lucha tironeándose de los pelos para sacar al contrincante del círculo dibujado en la tierra. La esgrima con lanza era para hombres y mujeres. Por supuesto, había carreras de caballos, el levkaweltun -se pronuncia lefcahueltun-, y carreras de pie, genéricamente llamadad levlevtun, palabra que cubría corridas largas o cortas, de aguante y velocidad, y hasta de correr de espaldas, para atrás. El premio, un poncho, un caballo o un lazo trenzado, se lo llevaba el perdedor- Para el ganador quedaba, por siempre, el honor de haber ganado.
Y también había deportes con pelota, llamados pillmatún o xumpun, que era un fútbol femenino. Una variante liviana se jugaba con una vejiga inflada, otra, mucho más demandante, con un cuero relleno de paja. En este caso se hacía una cancha redonda de unos cincuenta trancos de diámetro y se armaban dos equipos de seis a diez jugadores cada uno. El objetivo era pegarle con la pelota en las piernas al contraro para sacarlo del juego, cosa que ocurría únicamente cuando el árbitro gritaba ¡Laila! ¡Muerto! Los defensores se encargaban de tirar la pelota fuera del campo.
Estas canchas redondas siguen ahí, tapadas por el pasto en tierras que hoy son propiedad privada y no comunal. Fueron escenarios de amistades y rivalidades, fueron usadas para sellar alianzas con algo de diversión. En cada uno de los tantos lugares de nuestros mapas que todavía tienen nombres mapuche hay una cancha que usaron nuestros antepasados, borrada como un fantasma.
El deporte para los antiguos era tan importante, que las canchas eran rewe, un “lugar puro”, esencial para el desarrollo del “che”, de la persona como ser. Los únicos límites eran los que se dibujaban en la tierra para delimitar una cancha que se marcaba con un lazo. Muchos lugares fueron usados como campos de deporte, otros para pastar ovejas, o simplemente la recolección de las hierbas. Nunca habían necesitado un papel o un cerco para demostrar que eran propietarios, no necesitaban siquiera tener un documento de identidad, si la tierra ya les había dado una al momento de dar su primer saludo al sol.
Mantenerse sano dependía del cuidado en la alimentación y el entrenamiento. Desde hace cinco siglos hay un deporte nacional de los mapuche llamado palín o chueca. Actualmente se practica en ambos lados de la cordillera. Requiere de un gran entrenamiento previo, los jugadores debían privarse de tomar bebidas fermentadas y de los placeres sexuales, hacían largas caminatas, practicaban diariamente por el tiempo de dos lunas, es decir, dos meses.
En tanto previo al partido, se hacían apuestas que consistían en mantas, ponchos, matras, caballos, trigo, entre otras cosas. Las mujeres embarazadas no podían asistir. Primero por los alborotos que se armaban en torno al juego, que podían dañar el ánimo del bebé, pero también por cábala. Había una creencia que su pesadez podía ser transmitida a los jugadores.
La tribu que recibía a sus contrincantes debía agasajarlos con abundantes platos y carnes. Todas las familias se ponían a cocinar exquisiteces de verduras y frutas cosechadas en los alrededores, en esos tiempos sin agroquímicos, ni fertilizantes. La cancha se señalaba con estacas y banderitas marcando un paralelogramo de cien trancos de largo por diez de ancho.
Los equipos podían ser de cuatro, seis u ocho jugadores, cada uno con un bastón de madera curvo en el extremo inferior. Se jugaba con una pelota del mismo tamaño que una de polo, construida de nudo de araucaria. En el centro de la cancha, un pocito marcaba la posición de inicio de la pelota. El tanto lo anotaba el que lograra sacarla por la cabecera defendida por el adversario. Valía sacarla por toda la cabecera, no existían arcos ni postes.
El equipo que logra sacar la pelota ganaba un tanto, un quiñetripalen. Si la pelota sale por los costados, se quema y el juego comienza de nuevo. Si un jugador sale de la cancha es falta. Cuando un equipo logra dos tantos, se cambia de lado con el adversario. Si el adversario logra a su vez marcar un tanto se rebaja uno de los dos que tenía el otro y quedan uno a cero. Así hasta que alguno lograba hacer tres tantos.
A lo largo de la cordillera, de ambos lados había lugares considerados sagrados porque no solamente eran destinados al deporte, sino que también eran rewe, lugar puro. Los ancianos recuerdan una pampa cerca del cerro La Grasa, en Neuquén, llamada Pillmawe, lugar de la pelota. Hay otros hacia el sur, bordeando las altas cumbres.
En estos eventos que congregaban miles de espectadores, las mujeres se ubicaban en las cabeceras, cantando, vivando a sus hombres, sus hijos, bailaban con sus kupang, sus mantos, golpeaban tambores de mano. Terminado el juego, los dos equipos junto a sus familias compartían un tercer tiempo donde se conversaba, se compartía la comida, se decidían acuerdos entre tribus. Si había desacuerdo en algo, a veces también se resolvía jugando un palín. El juego podía durar varios días y no había jugadores suplentes. El predio quedaba vacío por un tiempo, hasta el próximo partido. Cuando llegaba la fecha se armaban los toldos y nadie acusaba al otro de invadir la “propiedad privada”.
Tras la campaña del general Roca, quienes la financiaron recibieron su premio en tierras. Porque en aquellos tiempos la Argentina estaba en pleno auge del “modernismo” y la identidad no era algo que estuviera en la agenda de una construcción de país. Las Primeras Naciones fueron el blanco de los terratenientes que pagaban por un par de orejas, o los pechos de una mujer. Molestaba el modo de vida “salvaje” y que dentro de su religión tuvieran a los astros y cada elemento natural para adorar y proteger.
Más tarde vinieron las empresas extranjeras a comprar los minerales y el petróleo, las forestales que recorrieron de norte a sur quitando de raíz la vegetación autóctona para sembrar pino, que es más rentable que tener frutos naturales creciendo allá y acá sin que nadie saque rédito económico. Para qué dejar alimento gratuito desparramado en nuestra tierra, cuando podría ser de unos pocos y el resto que pague. Pero no alcanzó con la siembra de la madera barata, el pino que no deja que nada crezca bajo su copa: otras multinacionales cercaron con alambre olímpico las nacientes de los ríos.
Los nuevos ricos del deporte, la política, la realeza, quieren tener sus tierras verdes con aguas limpias y no les alcanza con un par de hectáreas. Deben ser miles. En mapuzungún hay una palabra para definirlos que es ruku. Una persona que no le importan las gentes ni el medio ambiente, ni el futuro de los recursos naturales. En ellos se cultiva más bien una frivolidad económica donde gana no el más talentoso sino el que más tiene.
Su deporte es perverso, juegan a ser los dueños de la pelota siempre. Los dueños del juego que deciden quien entra y quién se queda fuera del “sistema”, los que hacen trampa para que de la nada aparezcan los papeles de un campo que era fiscal, juegan a ser dioses que logran tener wifi en lugares inhóspitos, los que intervienen la naturaleza con el cemento y las maquinarias de extracción. Y de pronto donde antiguamente hubo una cancha deportiva hay una pista de aterrizaje o un helipuerto.
Quién sabe algún día entiendan que hay algo más importante que los mapuche valoran, que es el kumepiwke. El buen corazón que cuando se apaga va a parar al mismo lugar del que nacen sus raíces, bajo esa cancha de palín que es en definitiva como su vida. Porque cada punto que logra el adversario le descuenta los ya logrados y es posible que pierda todo, pero está tan acostumbrado que seguirá entrenando porque sabe que el juego, inmediatamente vuelve a empezar.
El ciclo de la vida indica que todo ser vivo en algún momento dejará su cuerpo sobre o bajo la hierba de la llanura. En la tierra lo único que perdura son los rastros de los que estuvieron, las piedras y mojones que delimitaron una cancha para hacer deporte.