Podía elegir ser de color kaki, la quintaesencia del camuflaje, y podía hacerlo porque sabía confundir, sabía perderse en el personaje y hacerle creer a todxs que era mala, oscura, rigurosa en el desprecio y en la envidia. Blanca Lagrotta era el ama de llaves imposible de evitar en las telenovelas de Migré, la vecina solterona rencorosa envalentonada detrás del miedo y el recelo íntimo de las pupilas evasivas que encuadran las ojeras. Pero el camuflaje se volvía como su nombre cuando en el último capítulo de la telenovela Eulalia, Flavia o la Sra Matienzo –la lista de nombres es larga, Lagrotta siempre era parte del plan, elenco estable y rumor de la cocina– aparecía sentada en uno de los sillones del decorado con todo el elenco emocionado riéndose tímida de los comentarios que Migré le hacía en aquel living de despedida, antesala romántica de los comentarios de cualquier red social futura. Ahí estaba Blanca explicando las razones macabras de su personaje y diciendo gracias a su autor favorito con una voz que esa noche no daba miedo y se oía suave, tibia. Desde su Frida en la innovadora Mujeres en presidio (1967) que Migré escribió para el Canal 9 de Romay, con manguerazos de agua sobre el cuerpo de las protagonistas, gritos y pelos despeinados, Lagrotta acompañó al maestro de la ficción nocturna.
Esa actriz secundaria, alta, delgada y de melena corta que aquella noche dejaba de ser la tía mala para convertirse en una favorita a la que dan ganas de ir a visitar era, como muchas de las siempre secundarias que la televisión nos legó, una actriz de teatro. Pigmalión, El herrero y el diablo, Macbeth, Hedda Gabler, voz y presencia de escenario sin artilugios de micrófonos ni cámaras, solo cuerpo. Un cuerpo propio dedicado a evocar linfáticamente al cuerpo alusivo, sin sobresaltos ni quemaduras repentinas, un tirón de hondura que lo muestra natural siendo otro por un rato, siendo otro en la comunión puntual de salir a escena vestido para la ocasión. Como la mayoría de las actrices de “rostro personal” de su generación –el otro rostro era el rostro de las heroínas del teléfono blanco– el primer amor siempre era el radioteatro, el teatro leído (el eterno programa Las dos caratulas) y algo –poco, muy poco– de cine. Debutó en El nieto de Congreve (1949) de Leopoldo Torres Ríos, Setenta veces siete de Torre Nilsson (1962) y dejó el set y los camarines itinerantes en El fantástico mundo de María Montiel (1978) de Jorge Zuhair Jury estrenada unos meses antes de su muerte. “–Y, señora, quién gana la pelea? –A mí no me pregunte, para mí pierden todos” responde con voz dura Pilar mientras sigue bordando con bastidor el detalle que después le aplicará a un mantel o quizás a una sábana. La conversación quebrada que transcurre en una casa de suburbios con un café que traga la tención de la noche es una de las primeras escenas de Operación masacre (1973) la película de Cedrón. Blanca es Pilar de Di Chiano, la mujer de Horacio. Es una escena breve pero la voz y la mirada de Blanca destruyen el límite del tiempo y se quedan flotando en un agüero que nadie quiere ver cumplir. Sabiduría de tablas pisadas y de acento.