Algo horrible debía haber hecho Clemente Higgins para que esa mañana todo los vecinos de Lereré estuvieran arrojando piedras desde temprano al umbral de su puerta. Recuerdo que la manifestación se propagó rápidamente en unas pocas horas y a todos aquellos que no nos habíamos enterado durante la noche nos alertaron nuestros propios vecinos. Si bien al principio se trató de una reacción espontánea e impulsiva de enojo colectivo, después del segundo día empezaron a organizarse en patrullas más o menos coordinadas, que vigilaban día tras día las salidas de la casa Higgins. Sin embargo, fueron contadas las ocasiones en las que percibimos algún movimiento en las ventanas o sentimos algún sonido desde el interior de la residencia.
Para mediados de la segunda semana de vigilancia, el aburrimiento y el casancio empezaron a sobrevenir, había que volver a la vida corriente, y entre los líderes de los indignados (que habían aparecido naturalmente, sin que nadie tuviera que elegirlos) se discutía qué hacer con el viejo. La opinión que tenía mayor aceptación entre la gente era la de tirar abajo la puerta y sacar a Clemente Higgins por la fuerza. Había otros que sostenían que era preferible continuar con la vigilancia, alegando que traspasar la propiedad sería ir demasiado lejos y que el viejo no tardarían mucho más de un día en entregarse. Por supuesto que también había una tercer postura, la más polémica, que pretendía terminar con la vigilancia y perdonar a Clemente, pero esa última casi no contaba con seguidores entre los vecinos.
No sé cuál de los líderes fue que vino con la idea que finalmente aplicamos. Es cierto que al principio nos pareció a todos un chiste, y no solamente nos negamos, sino que también nos burlamos del ideólogo y amenazamos con sacarlo de su cargo de líder. Incluso más tarde, cuando habíamos decido aplicar su método, varias veces nos miramos con desconfianza y estuvimos a punto de volcarnos a una acción más inmediata y directa, pero no lo hicimos. Supongo que nos convenció apelando a casos similares que habían tenido éxito en otras ciudades, además de que prometió entregarse él mismo y aceptar cualquier castigo que Clemente mereciera si su estrategia fallaba.
Recién después de varios meses supimos que nuestra acción empezaba a surtir efecto. Hasta entonces nadie había desobedecido ni en un mínimo detalle el plan de ignorar a Higgins hasta las últimas consecuencias. Esto no sólo significaba abstenerse de hablar con él o sobre él, sino que también era preciso borrar cualquier registro que hubiera de su existencia en cualquier soporte. Es una suerte que todos en la ciudad estuvieramos del mismo lado a la hora de castigar al viejo y nadie negó su ayuda a la causa común. Así sucedió que el verdadero nombre de Higgins desapareció de todos los archivos y documentos oficiales, y se quemó toda fotografía en la que aquel estuviera representado, todo gracias a la colaboración desinteresada de escribanos, secretarios, bibliotecarios y administrativos de todo tipo. De a poco, nosotros también empezamos a olvidarnos de su nombre y su imagen (más tarde inventamos el seudónimo Clemente Higgins para referirnos a él).
El hecho de que el viejo se mantuviera aislado de la vida pública, incluso después de que empezáramos con el procedimiento, fue de gran utilidad para nuestros propósitos. Cuando finalmente, por falta de víveres o quién sabe, tuvo que dejar su trinchera, ya su nitidez se estaba deteriorando. Muchos de sus rasgos eran ahora ininteligibles y estaban como fuera de foco, y poco a poco, en los sucesivos avistamientos, su silueta fue disminuyendo en difinición, y fue aumentando su transparencia. Cerca del final, su presencia únicamente consistía en una sucesión de manchas de distintos colores suspendidas en el aire, cada vez más tenues e imperceptibles.
Llego el día en la existencia de Clemente Higgins fue anulada por completo. Quien lo vio por última vez aseguró que apenas había podido distinguirlo como una franja anaranjada sobre el vidrio de una ventana. El último paso para que la anulación estuviera completa fue incendiar su casa con todas sus posesiones adentro. Entonces hubo un acto público en el que aplaudimos al ideólogo de la venganza y decidimos instaurar ese día como el Día de la Comunidad.
De hecho, el caso de Clemente Higgins marcó un antes y después en el pueblo Lerereliano, que nos permitió tomar consciencia de que hay entre nosotros fuertes lazos de solidaridad. Incluso, me atrevería a decir lazos telepáticos. Es cierto que por fortuna nunca más tuvimos que volver a utilizar nuestro poder para anular a ningún otro vecino, pero sí fue necesario aplicarlo para atenuar a algunos que amenazaban con perturbar nuestra convivencia armónica. En los casos más complicados hubo que conducirlos a la locura. En los otros, simplemente bastó con desenfocarlos un poco para que su credibilidad se desvaneciera y dejaran de remover la perpetua calma en la que normalmente vivimos. Porque, eso sí, ante todo somos una comunidad pacífica.