El destino es un gran juerguista, dijo Miguel, podés llegar a divertirte mucho si las bromas se las hace a otro, o acaso afligirte, depende. Imaginate a un velocista de cien metros llanos, con los planos musculares propios del atleta, pero al que el destino dotó de una índole predominantemente contemplativa, confuciana. ¡Una catástrofe! O a un bombero dubitativo, un escolaseador con sentido de la responsabilidad, un vendedor de autos usados sincero, un sepulturero locuaz. Es que el destino es un gran jodón, un calavera. Pensá si le da a un centrodelantero un inflexible sentido de la justicia, y cuando el tipo está por marcar el gol la tira afuera porque considera que su equipo no merece empatar, o si a un liquidador de impuestos lo dota de un espíritu aventurero, y entonces el tipo te hace los números y te llena las planillas como si fuera Ray Bradbury escribiendo un relato de ciencia ficción, o un mercenario a los tiros en Faluya...
Al que el destino le hizo una gran joda, agregó Miguel, fue a Osvaldito Aisenstein. En aquella época no existía la tecnología de hoy, pero es como si el neonatólogo le hubiese dicho a la madre que después de haber obtenido imágenes multiplanares, de haber hecho pruebas sobre el ácido nuclei-co del feto, de haberlo sometido a la espectrometría de masa y a la amplificación de la reacción en cadena de polimerasa en tiempo real, no cabía ninguna duda de que su hijo tenía condiciones excepcionales para el deporte.
Y Osvaldito las tuvo, cómo que no, gesticuló. Fue el me-jor jugador de fútbol que vi en mi vida. Alto, fibroso, con los muslos como dos reactores nucleares de potencia, nunca, te lo juro, nunca conocí a nadie que para empezar un partido le pegara a la pelota tan fuerte.
Me acuerdo de un día en que jugamos en la cancha de la Sociedad Hebraica Argentina contra el Club Universitario de Buenos Aires (Miguel alzó los ojos hacia los tubos fluorescentes). Llovía como si cayeran medianeras de agua, los chorros te pegaban en la cabeza como chicotazos y la pelota estaba tan pesada que nuestro arquero, Eliel Pieniazek, le pegó de aire y la dejó en el punto del penal de nuestra área. No fue gol de milagro, porque la pelota también estaba enjabonada para los rivales.
Esa tarde Osvaldito hizo dos, y los dos de media distancia –aclaró, abriendo los brazos–. Nunca entendí de qué manera le entraba, pero aquel día parecía como si la pelota fuera un barco de papel rabioso navegando sobre las estrías de la lluvia hasta clavarse en los ángulos del arquero del CUBA.
En otra ocasión, continuó Miguel, estábamos jugando un torneo de verano en Avellaneda, contra el Centro Hebreo Ioná. Como era un torneo interno, yo jugaba en contra de Osvaldito. Te juro que estaba físicamente como nunca, nadaba todo el día, hacía ciclismo, mucho fondo. Me le pegué como una estampilla, decidido a seguirlo hasta su casa.
Recibió tres pelotas. Una de espaldas: no sé cómo hizo, pero se dio vuelta, la puso bajo la suela, la escondió como si fuera el mago René Lavand con un naipe, y cuando lo volví a ver estaba gambeteando a nuestro arquero, que era Daniel Camdepadros y había jugado en Estudiantes. Golazo. A la segunda, un cambio de frente, la mató con la punta del botín, pasó por el medio de dos defensores y se paró de repente. ¡Fue como si se hubiese detenido la estación del año! Junto con él lo hicieron los defensores, y los otros veinte jugadores. Estaría a siete u ocho metros de la medialuna de nuestra área, un poco corrido hacia la derecha. Desde allí trazó una línea, como un hilo transparente de una tela de araña, que cayó junto con la pelota a espaldas de Camdepadros.
Por lo general Osvaldito no festejaba los goles, detalló, bajaba la cabeza y arqueaba la espalda, y esa no fue la excepción. Los que aplaudimos fuimos los otros veintiuno, incluido Camdepadros. La tercera me persigue hasta hoy como un remordimiento. La recibió con alguna comodidad y me le fui al humo. Como si en vez de esas piernas largas tuviera un compás, trazó con la pelota un semicírculo de derecha a izquierda y enseguida otro de izquierda a derecha, se la olvidó, y enganchándola con el empeine de su pierna diestra contra el taco de la izquierda me tiró un sombrero, que en aquella época le decíamos la bicicleta. Salió limpito y desde allí lo sacudió a Camdepadros. Daniel la sacó al córner tras una estirada interminable. Yo creí que no llegaba. Por eso es apenas un remordimiento; si entraba, habría sido un estigma.
Pero aunque no lo crean, el recuerdo más glorioso es una derrota, dijo Miguel. Fue cuando jugamos con Náutico Ha-coaj, en las Macabeadas. Habíamos formado un equipo muy fuerte, un combinado entre los mejores de Hebraica de Ave-llaneda, que éramos nosotros, con los mejores de Hebraica de Lanús. Llegamos a la final contra el Náutico, el favorito.
Yo jugaba de tres y Osvaldito de diez. Para ellos jugaba el Piñe Daniel Alberto Brailovsky, que era su verdadero apodo, porque lo de Ruso se lo pusieron cuando empezó a ser conocido. Después del amateurismo, arrancó en Peñarol de Montevideo, fue integrante del juvenil uruguayo, jugó en All Boys y debutó en Independiente el 7 de septiembre de 1980, reemplazando al Beto Outes contra Ferro, que ganó 1 a 0. Después se fue a México y a Israel, pero a pesar de haber dicho que sólo allí se sintió en casa, volvió a México, aunque su mujer le tenía terror a los terremotos.
La cuestión es que el Piñe era la figura de ellos, pero Osvaldito se comió el partido. Las hizo todas: cambios de frente, asistencias, gambetas cortas, largas, jueguito, la boba, tacos, combas, lo que quieran. Fue un partido cerra-do; a los 92 minutos del segundo tiempo ganábamos 1 a 0 y éramos campeones. Al segundo minuto de descuento, llega una pelota al área nuestra y el seis, Gaby Spinner, la para con el pecho, la rechaza sin dejarla picar y el árbitro da un penal disparatado. Se armó un lío de aquellos, el penal lo pateó el Piñe y empató el partido. En tiempo suplementario, otro gol de Brailovsky. Cuando faltaban pocos minutos para el final, remarcó Miguel, y estábamos muertos, después de un rebote le cae la pelota a Osvaldito. Miren, fue tal cual como se los cuento.
Levantó la cabeza y con un cimbreo de cintura desairó al primero. Al segundo se la tocó por la izquierda y la fue a buscar por la derecha, al tercero y al cuarto los dejó atrás pisando la pelota entre ellos mientras él daba un giro sobre sí mismo, y quedó mano a mano con el arquero. Y ahí sucedió lo increíble. Osvaldito se dio vuelta, lo miró fijo al Piñe, que estaba como a sesenta metros y metió un balinazo tremendo, a veinte pasos de la línea de gol, que rebotó en el palo derecho del arquero y salió por un lateral. Nunca supimos si fue mala suerte, y siempre mantuvimos que lo había sido, pero yo te puedo asegurar que la tiró al palo a propósito, como diciendo “... róbense nomás el partido, pero nosotros somos los mejores”. Al final, me acuerdo que el ocho nuestro, Mote, lo corrió al referí que se llamaba Abete con el banderín que le había arrebatado a un línea.
Hace poco lo vi, dijo Miguel. Está casi igual, y estaría igual si no fuera porque tiene una panza como un globo aerostático. Piolín con nudo, habría dicho mi vieja. Trabaja de corredor de seguros, tiene dos hijos, habla hasta por los codos, con lo callado que era de adolescente, y no para de contar chistes y de reírse.
Yo creo que el destino le jugó una broma, porque puso las condiciones del Diez en el espíritu de un indolente. ¡Si hubiese tenido la perseverancia de Guillermo Vilas, me lamenté muchas veces, o el fuego sagrado de Juan Carlos Milonguita Heredia, que jugó en Belgrano, en Central y en el Barcelona, un extremo derecho al que todavía recuerdan con admiración en España, o la obstinación y la inteligencia de Jorge Valdano!
Pero es posible que no sean más que boludeces mías, muchachos, redondeó Miguel. Ahora que lo pienso mejor, tal vez a Osvaldito nunca le gustó el fútbol. Él, lo único que quería era jugar a la pelota.