Una y otra vez se revive el discurso que cuestiona el desarrollo industrial en Argentina. Esta vez, fue el presidente Javier Milei cuando habló el 2 de septiembre ante la Unión Industrial Argentina. Sin demagogias, les dijo a los industriales que no habría política industrial, sino una apertura de la economía, que afirmó que habría de favorecerlos. El eje de las acciones públicas – prometió, como tantas otras veces, – pasará por desmontar regulaciones y por el sostenimiento de una posición superavitaria del sector público, a toda costa. Y, desde ya, por la desregulación laboral.

Las políticas proteccionistas implementadas desde el Estado no habrían encontrado una explicación racional, en la visión de muchos: la clase política se tornó proteccionista por mera perversión o afán de lograr algún beneficio personal. Se habría generado así una industria dependiente del Estado. La afirmación más directa para la Unión Industrial Argentina en esa alocución presidencial fue que “para proteger a la industria se le robó al campo”. O sea, los industriales fueron beneficiarios de un robo.

Como dijimos, nada nuevo. Es la vieja canción acerca de la decadencia argentina cuando abandona su “natural” vocación por el desarrollo primario exportador, que fue lo que “hizo grande este país”. Fue en ese tenor que Milei sostuvo que “ningún país quebró por abrirse al comercio internacional, de hecho, todos los que lo hicieron progresaron”. A esto agregó el presidente que la industria se expandió más durante el ciclo agro-exportador que en el período de industrialización. Esto demostraría que crecimiento agro-exportador e industrialización van de la mano.

Nada nuevo, pero nada más falso. Todos los países que encararon el desarrollo industrial, lo hicieron bajo regímenes proteccionistas (con la excepción quizá de Gran Bretaña, por haber sido el primero).

Basta citar el proteccionismo alemán, que le permitió a esa Nación ingresar tardíamente al capitalismo industrial, siguiendo la doctrina de Friedrich List. O el proteccionismo “oculto” del que abusó Japón luego de la Segunda Guerra Mundial. O el que practicó el Sudeste Asiático, junto a otras políticas industriales, tal como lo reconoció el Banco Mundial en un informe de 1993 (“El Milagro del Este Asiático”). Sí, una vez logrado cierto nivel de desarrollo, esas barreras fueron cayendo; pero eso ocurrió después.

También la historia argentina de la posguerra brinda lecciones. No fue un milagro al estilo coreano; pero entre 1946 y 1974, el crecimiento anual fue 3,7 por ciento, bajo las odiosas políticas industriales y el proteccionismo (demás está decir que la industria creció más que eso). Vino luego una seguidilla de ensayos de signo contrario, entre los que se destaca el período 1989-2001, en el que la Argentina avanzó en las políticas supuestamente deseables como muy pocos países de América Latina (más que Brasil e incluso que Chile). La tasa de crecimiento cayó a 1,4 por ciento anual: fue así que el Producto per cápita de 2002 era inferior al de 1974. Un catástrofe que nunca había ocurrido antes en Argentina, desde la posguerra.

Los doce años de gobiernos kirchneristas no fueron ejemplares en términos de políticas industriales; pero sí mostraron vocación por abandonar el patrón neo-liberal antes imperante. Esto situó a la Argentina en una meseta más elevada con relación a los mejores años de la década anterior (en promedio, un Producto Interno Bruto 25 por ciento superior), posición de la que no ha logrado salir, por razones que no examinamos aquí.

Si, cuando se toma el período anterior a 1930, aparecen cifras de crecimiento no superadas después; pero ése era un país muy diferente, porque había todavía una amplia frontera agrícola en expansión. Este proceso estaba en camino de agotarse no en vísperas de la Primera Guerra Mundial (como sostiene una tesis bastante difundida, sobre bases erróneas) sino dos décadas más tarde. Por otro lado, es verdad que la actividad industrial tuvo dinamismo importante antes de 1930; pero el punto de partida era muy bajo: a principio de siglo, solo representaba cerca de un 10% del PIB. Era la época en que la Argentina importaba la virtual totalidad de los productos derivados de la leche, por ejemplo.

Por otro lado, es un auténtico “avestrucismo” negar la crisis de 1930, que llevó al derrumbe del comercio internacional; cuando éste se estaba reponiendo, el estallido de la Segunda Guerra Mundial puso un nuevo y prolongado freno. Y desde allí el mundo sería otro. Seguramente, la Argentina no fue el único país en aplicar esas políticas supuestamente perversas, luego del conflicto bélico.

Considerar que los males económicos de la Argentina son el mero producto de la perversidad de su dirigencia política es una tesis que va muy a tono con un gobierno que se asume como recién llegado (más allá de lo que puedan sugerir varios de sus miembros, oriundos de castas pre-existentes). Un gobierno que enarbola utensilios diversos, como escobas, motosierras o licuadoras, porque no hay otra forma – parece – de acabar con lo perverso.

La tesis es falsa, porque no explica esas supuestas perversidades; y viendo la historia, ellas no parecen ser tales. Pero nada más fácil que acusar al adversario de ser malo porque sí, sin fundamento; esto moviliza apoyos poco razonados, enraizados en resentimientos y agresividades, todo esto muy rentable en términos electorales, cuando las otras dirigencias fallan.

Pero hay algo que sí debemos retener de ese discurso presidencial: el auditorio que lo escuchó y le dio marco probablemente lo comparte, y desde antes de la llegada de Milei. Por lo menos, es el caso de la dirigencia de la Unión Industrial Argentina, que ha fallado una y otra vez en mostrar capacidad para construir y justificar un proyecto de desarrollo industrial para la Argentina. No por nada, el principal grupo empresario que comanda la Unión Industrial Argentina ha apostado a este gobierno, pero apuntando a negocios extractivos, no a la industria.

Sin industria no hay Nación, se dijo alguna vez; y seguramente, Argentina no puede vivir solamente de sus recursos naturales. Pero sin un empresariado con auténtica vocación industrialista, no hay industria.

Una última nota: si el desarrollo industrial demanda renta originada en producción primaria, esto no es un robo u otro delito similar. Es doctrina pacífica que esa renta es patrimonio de toda la sociedad, porque se trata de un ingreso que deviene de recursos que no son replicables. Por ejemplo, el propio Federico Sturzenegger, ministro de este gobierno, reconoció días atrás que la pesca afecta un “recurso natural de todos los argentinos”. Por eso Noruega ha creado el fondo soberano para capitalizar renta petrolera; por eso Australia no duda en diversificar su economía a partir de la renta primaria. Transferir esa renta para financiar el desarrollo de una economía y una sociedad no es en sí un robo, es un uso virtuoso de un recurso del colectivo social. 

*CESPA-FCE-UBA