Aunque sabemos que ningún lugar es “seguro”, impoluto y completamente libre de violencia machista, por una cuestión de sentido común, básicamente esperamos, como activistas, que las organizaciones del tercer sector sean al menos coherentes con los valores que promulgan. Sin embargo, sabemos que eso no siempre es así: estos espacios no se gestan en el vacío, sino que son parte de una sociedad inherentemente patriarcal, donde la violencia sexista está cada vez más legitimada, incluso dentro de espacios que dicen combatirla. Por eso, no sorprende que actualmente las ONGs y espacios de activismo enfrentan, a nivel global, un grave problema de avance de la violencia sexual hacia adentro de las organizaciones.

Esta situación se perpetúa porque las víctimas, que en la mayoría de los casos recién están empezando sus carreras, saben que, de hacer una denuncia, la lupa va a caer sobre ellas. Están al tanto de que el mundo de las ONGs es chico y “se conocen entre todos”, y abrir la puerta de un posible “escándalo” puede significarles no volver a conseguir un trabajo en este ámbito y tener un prontuario manchado. Y, por otro lado, también describen otra problemática: las ONGs chicas y medianas se manejan como PyMES, con protocolos poco claros acerca de cómo abordar casos de violencia de género.

Consideran, a su vez, que alzar la voz puede deslegitimar a la agrupación entera y no quieren “desmoralizar” a quienes valoran esa ONG o causa social, dando a entender para el afuera que sus líderes son igual de violentos que cualquier otro referente. Por eso, deciden no hacer trascender estos hechos. Sin embargo, siempre por algún lado terminan emergiendo.

Esma Gün posa como modelo para una campaña por los derechos humanos de las mujeres Uyghur


En los últimos meses, varios casos ocuparon los titulares internacionales, poniendo de manifiesto esta dinámica de abuso creciente. Uno de los más significativos fue el que involucra a Dolkun Isa (53), presidente del World Uyghur Congress (organización que defiende los derechos humanos de los uigures en China) y a la joven activista de 22 años, Esma Gün.

Gün reveló que su lugar de trabajo se convirtió en un infierno cuando su jefe, un destacado defensor de los derechos humanos uigures, comenzó a acosarla de manera sistemática. A través de las redes sociales, la asediaba con insinuaciones y presiones constantes para mantener encuentros sexuales. A pesar de sus repetidos rechazos, el acosador, amparado en su posición de poder dentro de la organización, intensificó sus ataques, llegando a amenazarla para silenciarla. El miedo a las represalias la obligó a callar, convirtiéndola en una víctima más de este tipo de violencia.

Gün rompió el silencio y fue la primera en denunciar públicamente el acoso sexual sufrido a manos de Isa. Su valentía inspiró a otras dos jóvenes a presentar denuncias anónimas, temerosas de las represalias. Sin embargo, en lugar de encontrar apoyo y protección, las tres mujeres se convirtieron en blanco de una campaña de difamación orquestada por la propia organización, donde fueron acusadas falsamente de ser espías del gobierno chino. Hostigadas y perseguidas, finalmente fueron obligadas a abandonar su activismo.

La disculpa superficial de Isa fue suficiente para que la comunidad internacional continuara respaldándolo (aunque, para la justicia argentina, su ONG carece de credibilidad). Sin embargo, este caso nos obliga a cuestionar la efectividad de los mecanismos de rendición de cuentas y la necesidad de implementar medidas más rigurosas para prevenir y sancionar el acoso sexual dentro de las organizaciones.

Esta violencia institucional, lejos de ser un hecho aislado, revela una profunda crisis de credibilidad dentro de organizaciones que se presentan como defensoras de los derechos humanos. La falta de protocolos claros para abordar el acoso sexual, sumada a la impunidad de los agresores, convierte a estos espacios en entornos hostiles para las compañeras hacia adentro de las organizaciones, mientras que hacia afuera, deslegitiman las causas que defienden.