Uno

Se lo veía aturdido por su apariencia tambaleante. Las manos como ramas de sauces, colgaban inertes. Su cabeza rapada se asemejaba a un planeta flotando en dimensiones desconocidas. Sus ojos, dos lagunas desérticas, donde anidaban cuatíes deformes. Sus piernas, como columnas de la antigua Roma, a punto de colapsar. Se podía sentir el latido certero de su corazón, palpitando, como el galope de una yegua desbocada en una meseta carbonizada.

Avanzo decidido hacia la puerta que resguardaba su corporeidad. Se trataba de una pocilga en medio de la colina de Montmartre. Los cuadros, apilados como ladrillos de barro, formaban un edificio ficticio de imágenes, colores, sensaciones, impulsos, magia, morían tenuemente en aquel hospicio urbano.

Con una sed tóxica, avanzo hacia la ciudad relamiéndose las heridas, que supuraban tanta infección nunca atendida. La primera parada obligada, un tugurio a orillas del Sena, donde desayunaba tres copas de ginebra con limón. Con su organismo vulnerable y en el aire, luego de compartir con los comensales acostumbrados, partió hacia “ningún lugar”.

Hacía años que “ningún lugar” definido era su destino. Un destino que había dejado de serlo para transformarse solo en recorrido. Cuando no hay motivación diaria, prioridades, objetivos, ideas, la autoestima se esfuma y el destino se desvanece. La vida representaba la agonía de existir. De ir pereciendo, de acumular frustraciones, bronca. De vivir el día, sin importar el pasado, el futuro, ni mucho menos, el hoy, con su resplandeciente significancia. Una posición forzadamente romántica, de cierto despojo anárquico. De un abandono propio y social.

Dos

Un abrelatas oxidado podía funcionar para lastimar, hasta cortar las venas de sus muñecas y verlas sangrar, como llantos de niñas creadas por algoritmos macabros de mentes totalitarias. El intento de dañarse habría sido el último recurso de su mente dislocada al agotarse la posibilidad real de llegar hacia una orilla humana de cierta armonía ingenua. Quedaba el infligirse dolor para irse, para reaccionar o para mostrar a los vínculos desechos, la podredumbre acumulada que nunca salió de su guarida íntima, ni nadie vislumbro su estancia funesta.

Los intentos de sucumbir frente a la existencia hostil y arbitraria nunca deberían caer en la agonía de la desesperación. La desesperación, como flujo nocivo circulante en lo cotidiano. Como una daga punzante en una mente recalentada. El obstáculo prominente se manifestaba en la caída abrupta de la voluntad. En ese adormecimiento tóxico. En esa caverna tan primitiva como íntima, donde los seres deberían encontrar todas las incertidumbres y ninguna certeza.

En ese camino existencial, filosófico, psicológico, poético, de poder descifrar las vacilaciones hacia alguna certeza, está el verdadero desafío de la humanidad. Ese puente plagado de vicios, impulsos, desordenes, apatía, fabulaciones, será el tubo de ensayo donde fluctuaran los deseos y la interpretación, para arribar hacia alguna sensación que irradie el legado de lo auténtico.