Algunas noches de sábado el ritual se repetía. Caminar hasta el videoclub de mi barrio, Parque Patricios –a unas seis cuadras tenía el más grande, de marca conocida–, y elegir una película para ver esa noche. Tenía veinte años y, además de elegir salir con amigos y amigas, una noche de cine en casa me parecía un gran plan. Podía hacerlo sola, con mi hermana, con mi tía, madre, primo; con quien se sumara ese día en la casa al ritual.

Extraño ese tiempo que tomaba ir a elegir una película como ir a elegir un libro. Leer las contratapas, a veces pedir consejo al vendedor, y luego sentarme en el living a disfrutar y hacer catarsis. También siempre venía la elección de la dulzura porque en este videoclub de marca yanqui te vendían todo el combo completo, claro. Había un límite de días para entregar la película, entonces si me había gustado mucho planeaba cuándo podría volver a verla en la semana antes de devolverla. Eso fue lo que hice con Eterno resplandor de una mente sin recuerdos.

Esta película fue de alguna forma el pasaje en mi vida al cine arte, a las películas de culto. De la mano de una dupla protagónica que podía ser pochoclera, el tono ya enrarecido de la trama y las imágenes surreales de la portada, me denotaban que acá había algo más. Estaba estudiando la carrera de actriz y empezaba a empaparme de películas más complejas, y en este caso la temática de las relaciones me interpelaba. Comenzaba a experimentar y a vislumbrar las vicisitudes de las relaciones vinculares adultas. Los adultos están llenos de tristeza y fobias, dice el personaje de la secretaria, alabando el trabajo que hace la empresa devolviéndole a las personas la posibilidad de volver a empezar limpios, como los niños.

Es que en la película hay una empresa que se ocupa de borrar personas del recuerdo. Y cuenta la historia de Clementine y Joel, una pareja que se separa y deciden borrarse. Como un intento de evitar el dolor, el duelo. Al comienzo de la película puede verse personas en la sala de espera, sentadas con cajas llenas de objetos asociados a la persona a olvidar. Lo material como puente al recuerdo y al olvido. Con mis veinte años esta película me dio vuelta la cabeza, mostraba muy bien la complejidad de la emocionalidad en esa etapa. Lo único constante es el cambio. Me alucinaba poder entender eso a esa edad. Desilusionaba pero a la vez tranquilizaba de alguna forma saber que lo perfecto en materia de vínculos no existía. Toda la idealización adolescente de la pareja, los amigos, caía y se transformaba en algo más real.

De todas formas, lo que me pasó con Eterno resplandor fue mucho más que eso. Me impactó artísticamente. El guión perfecto de Charlie Kaufman, cómo está contada en una narrativa no lineal, las imágenes surrealistas transportándote a la historia a través de la sensorialidad. El funcionamiento de los recuerdos y la posibilidad de poder meterse en ellos, un recorrido a la propia línea de vida como una escenografía que visitar. Me fascinaba cómo un recuerdo se superpone con el otro y va invadiendo el anterior modificándolo: el efecto de la lluvia de otro recuerdo que se aparece en medio del living, o la cama en medio de la nieve. Los personajes huyendo de la máquina que borra, escondiéndose en los recuerdos más ocultos, los más oscuros, o vergonzosos, eran escenas que me alucinaban. Es que en medio del proceso de olvido el personaje de Joel se da cuenta que quiere detener el tratamiento y empieza a tratar de salirse del mapa del recuerdo marcado para que no lo puedan encontrar.

Otro punto que me parece profundo que muestra la película, es cómo uno puede desconocerse a veces, recordando algo del pasado que ya no lo identifica en lo más mínimo: cómo ese yo del pasado es un yo-otro. Las actuaciones logran un nivel de intimidad muy verdadero y sutil. Muestran momentos cotidianos en la pareja que pueden llevar a la identificación rápidamente. Desde mi estudiante de actriz de ese entonces me fascinaba el laburo de Kate Winslet, y esa intimidad muy bien lograda que habían creado con Jim Carrey. Los personajes secundarios, los empleados freaks nerds, y el jefe, son espectaculares y cruciales luego para la trama. Es interesante que, aunque Joel y Clementine se borran, se vuelven a encontrar y nuevamente se sienten atraídos. Esa química inevitable, el rayo del que habla Cortázar.

Eterno resplandor es de esas películas que cada vez que me la cruzo en la tele o en una plataforma no puedo dejar de verla, no hay vez que no quiera verla. Tiene algo en su trama y forma que me atrapa. Ahora mismo, escribir esto fue una nueva excusa para verla otra vez.

Laura Correa es dramaturga egresada de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático. Se formó también de forma independiente, en los talleres de Mauricio Kartun, Ricardo Monti, y Ariel Farace. Es actriz y profesora de teatro, egresada de Andamio 90. Se desempeña como docente en la Universidad de Buenos Aires, dirigiendo la Compañia de Teatro del Carlos Pellegrini. En 2015 estrenó su unipersonal Bolada, drama folk, dirigida por Juan Mako, y como dramaturga y directora presentó Marchita en 2019. Publicó sus primeros relatos en el libro Aquí es bueno y fresco (2021). Actualmente se ecuentra en cartel su obra Parrandera ́s: epifanía de un rapto: en el Abasto Social Club, viernes a las 21.