Quienes escriben ficción saben, quienes leen ficción saben, que suspender la incredulidad es condición de lectura, muy en particular si se trata de historias fantásticas o de terror. Hay géneros literarios que nos exigen más aún sostener ese pacto que nos desposee de incredulidad. Necesitamos creer a condición de que la historia no se vuelva ridícula. La ficción debe llegar a ser verdadera, no necesita ser cierta para serlo, pero sí necesita ser verosímil.

Ese mismo pacto es el que nos convierte en espectadores en salas de cine y de teatro. Suspendemos la incredulidad porque creemos que la ficción también encierra verdades. A veces es gracias a la ficción que podemos asumirlas, o conocerlas, mucho más que si nos dedicáramos a investigar y coleccionar informaciones o datos "puros". Los números cuando se sostienen en ficciones se vuelven historias. Una ficción puede ser --entonces-- más verdadera que una estadística.

Para la ficción necesitamos suspender la incredulidad, tal como proclamó Samuel Taylor Coleridge en el año 1817. Los siglos siguen su curso, al menos por ahora, el fin de la historia hace rato que se reveló como un puro cuento y hoy tenemos que decidir si vamos a entregar nuestra incredulidad: tal vez el último bastión con el que contamos frente al bombardeo diario de sinsentido.

Las cosas que solían pertenecer al mundo de lo imposible: que una vicepresidenta sea casi ejecutada en la calle, a la vista de todos, y que no suceda nada, que un presidente pueda bromear con la pedofilia y gasear a jubilados, mientras permite que se hable de genocidas probados como víctimas de tortura: la "tortura" de tener que cumplir una condena. Que sea aceptable que los niños sean carne para el comercio de órganos o de sexo. Cosas que nos resultaban inconcebibles e inverosímiles, aun si nos las hubieran narrado como ficción.

La inteligencia artificial crece exponencial e irremediablemente como un recurso "humano", mientras nuestra propia inteligencia, nuestra propia capacidad de sostener un pensamiento crítico se rinde ante el imperio de la posverdad y el artificio como moral suprema. Todo es posible y todo vale. Esa es la libertad con la que estamos por estos días tan intoxicados.

Si para escribir y leer precisamos suspender la incredulidad, para vivir necesitamos exactamente de lo contrario. Necesitamos cuidarla porque es el tesoro que preserva nuestra condición ética (esa condición con la que trabajamos cada día) como piso irrenunciable de existencia.

Hacer de nuestra sana incredulidad una herramienta política es vital para nuestra preservación. Que la vida singular de cada uno y que la vida colectiva tengan sentido es clave para la supervivencia psíquica. El sentido es vital, indispensable recurso para poder vivir vidas "verdaderas".

La credulidad es un elemento que permite trazar la diferencia entre esperanza de optimismo. La única esperanza es la que podrá fundarse y forjarse en una lectura nada optimista y nada crédula. En eso estamos, frente al trabajo de construir una no ingenua esperanza.

Ahora bien, los sueños, ese cimiento de la esperanza, también se construyen con saberes enigmáticos. Jorge Luis Borges escribió un maravilloso ensayo llamado “El sueño de Coleridge” (el mismo Coleridge que postuló la suspensión de la incredulidad), en el que despliega el alcance de la potencia del sueño, capaz de atravesar siglos y océanos, y permitir que lo humano sea capaz de forjar ficciones y realidades. En aquel ensayo, Borges sostiene que un sueño agregó a la realidad un palacio. Otro sueño, cinco siglos después, agregó a la realidad un poema. Ambos sueños, soñados por humanos distintos por supuesto, se ligan con un muy singular hilo. Entonces, los sueños humanos (no hay sueños no humanos, la inteligencia artificial no doblega esa arma) admiten curiosos, muy curiosos, enlaces. De los sueños despertamos con ruinas, ruinas vivas, que luego llegarán a ser enormes realidades. De los sueños despertamos en estado de nebulosa, incrédulos muchas veces de ser nosotros los autores de esas extrañas e inspiradoras obras.

Me quedo pensando en la credulidad que los sueños merecen, la confianza que merecen, porque sin esos sueños también estamos muertos. Tal vez la credulidad que nos toca revisar es la que nos condena a ser lectores inertes, obedientes y pasivos; y la incredulidad a suspender --eso que Coleridge, soñador y poeta, nos propuso-- sea la que nos permita confiar en las obras que aún no escribimos pero que laten, con esa fibra humana, tan humana, que recorre la historia y engendra imprevisibles sueños emancipatorios.

Salud mental es no acostumbrarnos.