En noviembre de 2020, Gisèle Pélicot se enteró de que, durante una década, había sido sometida a sumisión química por el que fuera su marido y violada durante diez años por hasta setenta hombres. Ella, que acudió a la comisaría convocada por la Policía pensando inicialmente que le iban a pedir declaración por unos videos que su exesposo había grabado a otras mujeres en un supermercado sin su consentimiento, se descubrió también como víctima de una "barbarie". Luego vino todo lo demás: la denuncia, el juicio −en el que ha decidido dar la cara a fin de que la vergüenza cambie de bando−, la visualización de unas imágenes atroces donde ha podido ver su cuerpo "inerte" siendo agredido, las preguntas de la judicatura, las opiniones en redes sociales y los medios de comunicación... Y, entre tanto ruido, su propio proceso de estructuración de lo ocurrido.
Cómo y bajo qué términos estará teniendo lugar esta negociación interna, la profundidad del daño y el malestar, la culpa y la restauración es algo que solo ella puede saber. No es sencillo mediar con la palabra un acontecimiento al que la persona no encuentra significado, y hasta hace muy poco sus problemas ginecológicos, las pérdidas de memoria o las caídas de cabello no lo tenían. Algo hacia lo que sí se puede hacer una aproximación es con qué mirada enfrentan estas situaciones las víctimas −no Gisèle Pélicot, sino cualquier mujer que haya sido testigo de la vulneración de su integridad sexual y física−, una vez que han sobrevivido a la violencia. ¿Cómo se rompe el silencio, el espacio de inseguridad, la sospecha y la sensación de indefensión que emerge bajo la lupa de la mirada patriarcal? ¿Cómo salvar la percepción de una misma después de haber sido cosificada y deshumanizada?
Hace unos días, la abogada experta en VioGén Amparo Díaz reflexionaba en un reportaje de Público sobre lo que ella consideraba uno de los factores clave para comprender la violencia sexual, esto es, "la falta de respeto hacia las mujeres como sujeto de derechos". La anulación total de su capacidad de agencia, de su capacidad de decidir, que es al fin y a la postre "eso que nos hace humanos", apunta Norma Ageitos, sexóloga y docente en la Escuela Sexológica. Por eso, ser reconocidas, escuchadas como "ciudadanas corrientes", resulta un paso ineludible en el camino hacia la reparación de las víctimas. Del mismo modo, también es fundamental acercarnos "a estos sucesos desde una perspectiva no punitiva", insiste Ageitos.
Es común escuchar cuestiones del estilo "¿Qué pasó exactamente?", "¿Qué pruebas tienes?" o "¿Es creíble lo que me cuentas?"; esa carga de tener que demostrar que no solo son víctimas, sino que son suficientemente víctimas como para ser reconocidas e indemnizadas por los mecanismos judiciales que tenemos, de alguna manera, "les termina responsabilizando de las violencias a las que sobreviven", señala la experta en sexología.
Este es el contexto. Si reconocerse como víctima de violencia sexual cuesta porque es una forma de aceptar que no dependía de una el frenar la agresión −menos en el caso de Gisèle Pélicot, que caía inconsciente tras ser drogada por su exmarido, Dominique Pélicot−, hacerlo cuando "nos encontramos en esta casuística, con un imaginario social en el que seguimos emulando, aunque sea de forma involuntaria, a la víctima ideal −y, con ella, a todos sus prejuicios−", dificulta significativamente que las mujeres dejen de sentirse cuestionadas.
Las condiciones para que la víctima asimile la agresión
Se habla de la importancia de nombrar las cosas y la dificultad que entraña el poder reconocer que has sido victimizada, si no existen las palabras que especifiquen una experiencia tan terrible; pero lo "fundamental", advierte Norma Ageitos, es ante todo generar las condiciones para que esa toma de conciencia y asimilación pueda desarrollarse. "Si no se cambia el marco, cuando alguien no nos encaje ahí −y, siendo mujer víctima de violencia sexual, es muy fácil que nos deje de encajar−, enseguida se terminará poniendo en duda su relato", continúa la experta. Lejos de la idea popular de que las mujeres somos malas entre nosotras, preguntas como qué daños tienes, qué necesitas y qué te podemos facilitar han aparecido históricamente en las conversaciones entre amigas, entre madres e hijas, y quizá la reparación tiene mucho que ver con esto.
Otra noticia, aparte la brutalidad del caso Pélicot, ha puesto de relieve las mismas reflexiones estas semanas. Se trata de la denuncia por agresión sexual contra el futbolista Rafa Mir por parte de dos mujeres. Para variar, los platós de televisión y las barras de bar se han llenado de comentarios y valoraciones sobre la conducta de las denunciantes, sobre a quién se le ocurre ir a las 5.00 de la madrugada a casa de "un tío al que no conoces de nada", volviendo a poner el foco en ellas, quienes afirman ser agredidas. Aparece, de nuevo, la idea de que las mujeres "tenemos que ser capaces de prever los riesgos, el sabías a lo que ibas. La violencia parece presentarse como una especie de penitencia a pagar por haber explorado más allá de lo de lo que una buena mujer debería", critica Norma Ageitos.
Se piensa un escenario en el que hay toda una presunción de que todos los actos que van a suceder en un acercamiento sexual no dependen de la voluntad de quienes están ahí o, lo que es "peor", se respalda "un argumentario que nos dice, en cierto sentido, que es lógico que suceda eso y que, si no queremos que suceda, no nos tenemos que exponer a esos riesgos", incide la sexóloga. Se pone en cuestión justamente la agencia de las mujeres, esa que tantos esfuerzos cuesta hacer prevalecer, esta vez, apelando a su deseabilidad. "Algo contraproducente, cuando en realidad para la reparación es esencial que la culpa desaparezca de la ecuación", remarca la experta. Tanto Ageitos como aquellas feministas que se intentan alejar del pánico moral están de acuerdo en que este tipo de discursos que "nos invitan a caminar por el mundo acorazadas", dificultan incluso el poder abrir la puerta algo satisfactoria y recíproco.
"No es el deseo, es la voluntad lo que nos define"
En este sentido, voces y teóricas expertas como Katherine Angel han advertido desde diferentes áreas que igual que no conviene seguir fortaleciendo el doble rasero sobre la sexualidad femenina, tampoco favorece nada pensar que esto tiene que ver con determinados deseos, preferencias, tendencias o fantasías sexuales. De hecho, un deseo o una fantasía "los podemos tener de miles de maneras y de miles de formas, y eso no implica una planificación de una acción", expresa Norma Ageitos. La gran diferencia entre la fantasía y la materialización de la fantasía es que en ese plano simbólico se tiene el control de lo que ocurre, no se ha de negociar con el deseo de otros, como ha argumentado el filósofo Paul B. Preciado.
"La mayoría de la población es bien consciente del límite entre tener deseos y ejecutarlos a toda costa. Desde la mirada profesional es importante que no nos pensemos que la violencia sexual tiene lugar porque a alguien le gustan cosas raras. No es el deseo, es la voluntad lo que nos define. Si seguimos hablando en términos de que el peligro es el deseo, seguimos alimentando también la noción de que la sexualidad masculina es esta cosa irrefrenable e incontrolable", relaciona Ageitos.
Reconocer esto, además, será lo único que permitirá exigir responsabilidades. De ahí que la propia Gisèle Pélicot haya salido a pedir públicamente que se ponga fin al ambiente de violencia y acoso contra sus propios victimarios, que se mantenga una mirada que rechace su impunidad, pero que no caiga en su deshumanización. "Si hacemos este discurso y les tratamos como un monstruo que puede aparecer en cualquier momento, parece que casi les eximimos de sus responsabilidades, como si no fuesen seres humanos que han cometido delitos y que han dañado de manera medida a las mujeres por el hecho de serlo. No son una olla exprés llena de deseo, son hombres tomando decisiones", anima a considerar la sexóloga.