Celina tenía menos de cuarenta años cuando la internaron en una clínica psiquiátrica por matar a sus hijos. Ambos, con pocos años de diferencia, nacieron con una discapacidad tan severa que Celina, madre joven, ocupó más de quince años en cuidarlos. Los alimentaba, los higienizaba, los vestía y acostaba, los trasladaba en sillas de ruedas, vigilaba el oxígeno cuando la saturación no era buena, en síntesis, respiraban gracias a ella.
Cuando se separó de su esposo se quedó sola. Seis meses después la encontraron vestida con tules junto a los cadáveres; habían muerto de inanición. Le imputaron homicidio calificado y la exculparon por inimputable. La hipótesis se redujo a una premisa sencilla: ella era la cuidadora, la encargada de alimentarlos. No era culpable porque se volvió loca.
Durante la investigación judicial el análisis sobre las funciones de cuidado como tarea exclusiva de quienes ejercen el rol materno se convirtió en una presencia invisible, una pregunta ausente. Celina era la garante, la que omitió la protección necesaria; el resto, no más que meros espectadores horrorizados. Y es que “Celi era tan buena y dedicada” “¿Cómo pudo pasarle semejante cosa?”.
Nadie se preocupó por trazar siquiera esa delgada línea que bordea el límite entre razón y cordura. Como si delirio, amor y trabajo fueran sinónimos, términos intercambiables de la misma oración.
Romina es madre soltera. Cuando quedó embarazada de Nahuel supo que su pareja iba a tomar distancia. La distancia se transformó en un continente y del otro lado del mundo le llegaron ofertas precarias para solventar la crianza de Nahuel. “Agarrá eso o hay nada”, le dijo su abogada, y después le aconsejó: "no insistas, estás sola, ningún juez va a empatizar con vos". Romina es escritora y artista, lleva puesto un estilo que el ojo judicial mira con sospecha, tanto, que pierde incluso frente a un padre que solo la biología define como tal.
Es ella, como le dijo su abogada, la que está sola. El que viajó varios kilómetros para negar la progenie, está más acompañado que nunca.
No es necesario que lo diga, pero lo digo, los nombres y algunas características de estas historias han sido modificados. No debería ser necesario que lo diga, pero lo voy a decir, los nombres y demás detalles no importan. Historias como estas sobran, “justicia” es una palabra ancha y ambigua, sabe conjugar prefijos, conoce los métodos para maximar el cultivo de su noble huerto patriarcal.
Incluso al margen de las asignaciones que igualan justicia con la labor del Poder Judicial, las variantes informales también pescan el sistema de códigos machos que su hermana instituida -la formal-, administra con tanta holgura.
Leí hace poco una autoficción escrita por una mujer que, entre tantas cosas, narra un abuso sexual sufrido durante la adolescencia. Los abusos no eran centrales en la historia, pero la contacté para preguntarle. Me dijo que esa escritura, así la llamó, había sido una manera cuidada de ejercer una reparación imposible por otras vías: los procedimientos clásicos ya sabemos cómo son. Recordé cuando la oí las novelas de Belén López Peiró.
Me dijo también que después de muy buenas conversaciones con el editor, tras la publicación del texto su circulación se convirtió en una promesa incumplida, como si la misma tierra se hubiera tragado todo rastro de aquello, como si lo “cuidado” hubiera estado únicamente de su lado. Ella buscaba transformar su experiencia íntima en un gesto sincero de literatura política, de, digámoslo, justicia. Es que claro, “cuidar” es un término con costura femenina, y la justicia solo en la letra se dice con “a”.
Pero a todo esto ya lo sabemos, las mujeres, no todas, y de ahí en más, cualquier identidad que se aleja de los marcos hegemónicos de legibilidad, no podemos esperar demasiado de los espacios en los que la justicia se prepara, leuda, entra al horno y se ofrece en la mesa como una alimento apetitoso pero escaso. Alguien tiene el chuchillo y corta la torta, no somos nosotras.
Pienso que quizá se trata de abandonar las poses, dejar de esperar la porción tan preciada, miguitas apenas. Reemplazar “justicia” por otra palabra.
Vuelvo a Celina y me pregunto ¿Cuáles fueron los lazos para ayudarla a maternar? ¿Por qué ser madre debe reducirse a una experiencia individual?
¿Y Romina? Si sabemos que la biología no es nada más que un instrumento de dominación -no olvidemos que Charcot inventó la histeria para justificar la violación de mujeres en masa-, si lo sabemos ¿Qué estrategias colectivas vamos a diseñar para dejar de suplicar una suma miserable a la que se le pone el nombre de “cuota alimentaria”? ¿Qué tácticas de rescate? El que reparte el dinero es el mismo que maneja el cuchillo, si es mezquino con un pastel, cuánto más con esto otro.
La autora de la autoficción me confió, casi al final de nuestra conversación, que después de su experiencia con el editor otras mujeres se acercaron a contarle sus vivencias. El mecanismo era semejante o parecido; una serie de juegos torpes para violentar -y violentar es un término ubicuo- a quienes parecen llevar escrita en la piel la leyenda que dice: dale, avanzá nomás.
Si la historia era conocida y repetida ¿Qué fracasa en la comunicación, en la potencia del chisme, para que un varón instituido pueda replicar sus prácticas misóginas sin otra consecuencia que el éxito?
Tal vez la palabra que reemplaza a “justicia” sea “cuidado” o su verbo ¿A quiénes cuidamos nosotras, las marginadas del reparto? ¿Quién nos cuida a nosotras, las que cuidamos?
La cosecha feminista está en peligro si continúa acumulándose en los mismos silos.
Y porque siempre escribo sobre estos temas, y porque creo que todo tiene relación con eso, es nuestra salud mental la que se pone en riesgo cuando, una y otra vez, se repiten las mismas lógicas de (in)justicia patriarcal.