Dice el Talmud: “Los gigantes no deben casarse entre ellos, pues procrearán mástiles. Y los enanos no deben unirse, pues producirán pulgares”. Shimshon Ovitz era un lector fiel del Talmud, y a los veinte años era el joven más sabio de su aldea, en los confines de Transilvania. También tenía la estatura de un niño de cinco años. Sus padres se habían desvelado por su educación, en vista de que no podría hacer trabajo físico, y no tuvieron inconveniente en conseguirle esposa porque Shimshon ganaba buen dinero amenizando festejos: a sus dotes como cantor y cuentero le sumaba su sapiencia talmúdica. Del matrimonio nacieron dos hijas enanas como el padre. La madre murió y Shimshon volvió a casarse con otra mujer de altura promedio. Tuvo con ella ocho hijos más: tres de altura convencional y cinco enanos, la menor de las cuales fue llamada Perla, por su tamaño y belleza. La casa de los Ovitz era un hogar feliz; el padre inició a los hijos en la ejecución musical y en el oficio de sastre (para que pudieran confeccionarse su propia ropa) y formó con ellos una troupe de música klezmer. A la muerte del padre, su lugar fue ocupado por el mayor de los hijos varones, quien siguió iniciando cada espectáculo con las mismas palabras que el sabio Shimshon: “Bendito sea Dios, que a todos nos hace distintos”.
Desde los años ‘20 hasta entrados los ‘40, los Ovitz recorrieron todas las aldeas y ciudades de la región con éxito. Se los conocía como “La Troupe Lilliput”. Tuvieron el primer automóvil de la región y chofer propio, que se ocupaba de las tareas físicas junto con los hermanos de altura normal. Había treinta años de diferencia entre los hermanos, pero se mantenían unidos como una sola entidad, obedeciendo el consejo de su madre: “Nunca se separen; su única fortaleza radica en su número”. A pesar de su éxito no se mudaron a la ciudad: seguían viviendo todos juntos en la misma casa de la aldea de Rozavlea. Hablaban a la perfección idish, alemán, rumano y húngaro. A cada lugar al que llegaban repartían tarjetas con la foto de la troupe. Del teatro volvían directo al hotel y de ahí a Rozavlea. Los vecinos los querían porque no hacían ostentación de riqueza; lo que ganaban lo gastaban en instrumentos, partituras, telas para confeccionar su vestuario y cosméticos. Lo que pasaba en Alemania no los tocaba todavía; ni siquiera las leyes raciales y el inicio de guerra: en sus documentos figuraban como músicos, sin mención de su origen judío.
Los nazis comenzaron a aplicar la Solución Final en 1942 pero los húngaros se demoraron en enviar su población de origen semita hasta que Alemania ocupó Hungría en 1944 y dejó el territorio “Judenrein”: libre de judíos. La familia Ovitz fue arreada en su totalidad a los trenes que partían a los campos: iban con tres mudas de ropa una encima de la otra; los de altura promedio (incluyendo a la familia del chofer) ayudaban a los enanos. Llegaron a Auschwitz una noche de mayo de 1944. Los guardias que los vieron descender a la rampa y fueron a despertar de inmediato al Doctor Mengele, amo y señor del campo: “¡Ha llegado una familia de enanos!” Mengele estaba montando un laboratorio de experimentos humanos en Auschwitz: le interesaban todas las rarezas genéticas, en particular los gemelos y mellizos. Los Ovitz no sólo parecían todos de la misma familia, sino de la misma edad también: eso fue lo que los salvó (de los 3500 que llegaron en ese tren sólo sobrevivieron cuatrocientos a la primera noche).
Los Ovitz creyeron que los estaban gaseando cuando los encerraron en una cámara, pero los estaban desinfectando. Luego los tatuaron a todos, hasta al bebé de quince meses (hijo de Leah, una de las enanas). Los aislaron en una barraca (para que no se contaminaran). No tenían que presentarse como los demás prisioneros al toque de diana y se les permitió conservar su propia ropa (no resistían el frío). No se les cortó el pelo, no sufrieron castigos corporales. Para todos los guardias eran las mascotas de Mengele. Para Mengele eran su pasaporte de ingreso a la Academia de Ciencias. Les extraía sangre día por medio (luego les daba un terrón de azúcar), los sometía a rayos X y punciones raquídeas, los fotografiaba desnudos, los interrogaba sobre su vida sexual, los medía todo el tiempo a ver si crecían. Les inoculaba agua hirviendo y luego helada en los oídos. Les sacaba dientes, pelo, hasta pestañas. Comparaba las cifras de los enanos con la de miembros de la familia de altura promedio (incluía al chofer y a los hijos como integrantes de la familia). Su obsesión era descifrar las diferencias genéticas entre judíos y arios, demostrar que los judíos involucionaban como raza y tendían a la deformación.
Había eminencias médicas judías en el campo y Mengele los había recolectado a todos: tenía neurólogos, cirujanos, psiquiatras, oftalmólogos, urólogos, dermatólogos. A ninguno le decía qué buscaba: los que sobrevivieron coincidieron en definirlo como pseudociencia. También había en el campo muchos prisioneros que habían visto actuar a La Troupe de Lilliput antes de la guerra; al verlos ahora al otro lado de las alambradas creían estar alucinando: vestidos como muñecas, llevados en andas por sus familiares (para los enanos era imposible caminar por sus propios medios en el barro de Auschwitz) parecían seres de otro mundo. Algunos los miraban con odio; para otros eran un instante de alegría, un recuerdo de los tiempos felices. Mengele les decía: “Mi zoológico humano, con ustedes tengo trabajo para veinte años”. Les ofrecía cigarrillos, les pedía que cantaran. Cada vez que les hacía dar doble ración ellos temían la muerte (sabían que a los condenados se les daba más comida el día anterior, para que ardieran más fácil). Pero lo que más temían era su ausencia: creían que, sin Mengele, no durarían ni un día vivos. El bebé Shimshon declaró ante un tribunal cuarenta años después: “Di mis primeros pasos en el suelo maldito de Auschwitz y el doctor Mengele fue el hombre hacia quien corría gritando ¡tío, tío! Eso me arruinó la vida”.
En enero de 1945, cuando los Ovitz llevaban nueve meses en el campo y el avance de los rusos era incontenible, los guardias les avisan un día que deberán marchar cinco kilómetros hacia otro campo; hay evacuación. Han dinamitado los hornos y cámaras de gas, y enviado los archivos a Alemania, Mengele no está por ninguna parte. Los Ovitz se esconden en una enfermería abandonada. Llegan los rusos. Cuando encuentran a los Ovitz, los visten con uniforme de prisioneros y los filman. Luego les conceden un carro (que será tirado por Shimon el chofer y su hijo) y les señalan un río helado: más allá está Cracovia. Asombrosamente, los Ovitz llegan a Cracovia con vida y todos juntos. Actúan por comida. Se quiebran: “En el campo no llorábamos para no debilitarnos aun más”. Logran llegar hasta su aldea; pero en la casa de Rozavlea no queda nada: hasta las tablas del piso habían arrancado en busca de oro y joyas. Son la única familia que entró y salió ilesa de Auschwitz pero no tienen dónde vivir, hasta que Bélgica les da visa de tránsito. Las opciones son Palestina o Estados Unidos. América los asusta: llegan al puerto de Haifa en 1949.
En el barco, la familia del chofer decide separarse de los Ovitz: “Les debemos la vida, pero fuimos sus caballos humanos; estamos a mano”. Los Ovitz bajan solos de la planchada al muelle. Mienten su edad para acceder a permisos de trabajo (los mayores ya pasaban los sesenta). Cuando la prensa los descubre, declaran: “No queremos hablar de los campos; sólo queremos traer un poco de alegría. Déjennos actuar primero y decidan después qué merecemos”. Para eso deben renovar su repertorio; no tienen instrumentos de calidad y además no se permiten en Israel espectáculos completos en otro idioma, de manera que arman un vodevil mitad en hebreo y mitad en idish, y deciden por primera vez hacer humor con su fisonomía. Los ensayos son en una barraca abandonada y sin techo, a una hora de Haifa, que les adjudicó el Estado. Estrenan por fin su espectáculo y es un éxito: seis semanas en cartel, dos funciones por día, con entrada gratis para los sobreviventes de los campos. Se producen reencuentros emocionantes, el público los ama, pero ellos regresan agotados a su barraca cada noche.
Deciden hacer huelga de hambre ante la Oficina de Inmigración hasta que les den mejor alojamiento. Logran unas instalaciones confiscadas a colonos alemanes diez años antes: un taller, una panadería, una sastrería y un cine. Por primera vez en sus vidas, cada uno de los Ovitz tiene su departamento propio, cuando los mayores ya pasan de los setenta años. “La Troupe de Lilliput” decide despedirse de las tablas y dedicarse a gerenciar el cine y la sastrería. En 1985, el Estado israelí juzga in absentia a Mengele en Jerusalén. Por primera vez los Ovitz pueden contar su historia ante un tribunal; sólo queda una de los hermanos para hacerlo (Perla) y el sobrino Shimshon. Sus testimonios fueron tan fuertes que se puso recompensa a la cabeza de Mengele, pero poco después se descubrió su cadáver en Brasil. “Lloré toda la noche cuando oí que había muerto. El corazón es el órgano más estúpido”, dijo Perla. “Fui salvada por el diablo en Auschwitz. Que Dios se haga cargo de él, porque yo no puedo odiarlo”.
Perla vivió sola en su departamento hasta su muerte, a los ochenta años. Seguía yendo a hablar en escuelas, mostraba su tatuaje a los chicos, les hablaba de Mengele, contestaba sus preguntas (“¿Él te convirtió en enana?”), les explicaba que si hubiera sido una niña judía normal habría terminado gaseada o en los hornos. No se ofendía si le decían enana pero nunca usaba la palabra (dividía a la gente entre “los grandes y nosotros los pequeños”). Sus últimas palabras cuando dio testimonio ante el tribunal fueron: “En mis sueños estoy de nuevo en Auschwitz. Los peores son cuando Mengele no aparece”.