Por todos lados se escucha con dolor la pérdida del camino, del sentido, pero sobre todo, la angustia de no saber dónde rascar para encontrar la esperanza. Los discursos no encienden. La promesa de un futuro mejor suena a dentista diciendo que el torno no duele nada. Las paredes no rezan venceremos. Pocos se animan a presagiar salidas por izquierda y si alguien se anima a declarar aquello de que “cuanto peor mejor” porque se agudizan las contradicciones y entonces el pueblo comprenderá que el capitalismo está destinado a destruir, que no hay capitalismo blando, seguramente será aplastado con la evidencia de 1976. Ay qué tristeza, qué desasosiego, qué sensación brutal de knockout sin árbitro que nos cuente hasta diez para que nos dejen de pegar. ¿Será posible que ni veinte mil pesos roñosos para los jubilados se puedan conseguir? ¿Será que vamos a amanecer con una base militar yankee en la isla Martín García? ¿Elon Mask se va a nacionalizar argentino para ser titular de un inventado Ministerio de Comunicaciones Estratégicas? ¿El Boletín Oficial sacará un decreto que ordene a las mujeres vestir de rojo, gris o azul petróleo, según nuestra función en el servicio a los hombres? ¿El Ministerio de Seguridad estrenará una Secretaría de Moralidad Pública y saldrá a cazar cualquier identidad no binaria?

¿Qué más? ¿Qué más van a hacer? ¿Cuánto más tendremos que soportar? ¿Cómo inventar una esperanza en un panorama tan desolador?

Cuando yo era niña y vivía en una casa de militantes comunistas, llamaban a esta búsqueda infructuosa de esperanza “falta de perspectiva histórica”. La historia de los pueblos es muy larga y no hay que sufrir tanto por no ver en nuestro tiempo vital cómo vence la clase trabajadora. Hay que empujar y empujar y así, otros, en otro tiempo que queda en el futuro, verán los frutos de una sociedad sin clases ni privilegios. Ese Edén de los marxistas en el que nadie tiene hambre, ni se queda con las ganas de estudiar y nadie es dueño de nadie. Dios no existía en esa casa. Existía una estampa de estética soviética en la que se veían a un hombre y a una mujer con overol, el puño en alto, la mirada al horizonte, y detrás las espigas amaneciendo, y debajo niños y niñas con pañuelos de pioneros. La religión prometía una vida mejor después de la muerte. Los comunistas una vida mejor que tal vez no viéramos en nuestra vida. Y había que vivir un día después del otro, sin dejar de poner el hombro para empujar ese mueble lleno de balas de cañón que es el capitalismo.

Pero, ¿y si la vida mejor estuviera tan muerta como Dios?

Jean Paul Sartre, ese filósofo que parecía querer angustiar sin descanso a quien quisiera escucharlo, decía que había que aceptar las consecuencias de la muerte de Dios. Y que eso implicaba una lucha sin promesas de recompensa. Nadie sabe lo que vendrá. Nadie puede saber si venceremos. Tampoco si nos espera la derrota. Pero tenemos la libertad de decidir, en cada circunstancia de nuestra vida, en cada acto, hacer o no hacer, pensar o no pensar, juntarnos o no juntarnos, salir a la calle o no salir, compartir o no compartir. Se dice que a él le pertenece aquello de “nunca fuimos tan libres como en la ocupación”, refiriéndose a los años en los que Francia vivió bajo la ocupación de Alemania. En la opresión con modales de la Gestapo, que asesinaba diciendo siempre por favor, gracias y permiso, cada persona tomó distintas decisiones. Sartre (en el librito minúsculo El existencialismo es un humanismo se lo puede leer sin dificultad y con placer), planteaba que no existía ninguna esencia en el ser humano previa a la existencia. La existencia, la vida, empieza cuando empieza la vida, y en cada decisión, en cada momento, vamos construyéndonos. No hay más que ese proyecto que somos que se va constituyendo en el andar. Decidiendo. O no decidiendo que es decidir en negativo. “Esa es la angustia, estamos solos”, decía.

¿Qué es la esperanza, entonces? ¿Un resabio cristiano de sufrir ahora para entrar al paraíso sin pasar por la aduana cuando “partamos al más allá”? ¿Una herencia del martirologio militante?

La esperanza es una promesa. Pero ¿qué pasaría si nos propusiéramos dar la pelea sin promesas? Sin zanahoria, sin recompensas, sin venceremos, sin “el presente es lucha, pero el futuro es nuestro”. Dar la pelea porque es lo que corresponde en un tiempo como el nuestro. Al menos desde quienes nos llamamos de izquierda, desde quienes dicen querer la felicidad del pueblo, desde quienes sienten que esto que estamos viviendo es insoportable. Se puede decidir no soportarlo. Se puede decidir hacer el esfuerzo por soportarlo. Se puede incluso negar que es insoportable.

Y, ¿qué pasaría si dejamos caer la idea de futuro y hacemos todas esas cosas que quedan pendientes, prometidas para cuando tomemos el poder o “seamos gobierno”?

Una organización donde todes podamos hablar, cuestionar sin quedar afuera, sin ser llamades “inorgánicos”, “difíciles”, “conflictivas”. Un lugar donde entren todes, pero de verdad. Donde los lugares de liderazgo se roten para que podamos aprender a tomar decisiones en la emergencia y todes podamos volver “al llano”. Donde la disidencia sea la constante, la coincidencia una fiesta y la unidad de acción una realidad. Donde la solidaridad sea una práctica cotidiana.

A lo mejor no hay que andar buscando la esperanza perdida. Quién sabe, a lo mejor a la esperanza es mejor perderla que encontrarla. Salir de la idea capitalista de la inversión (pongo esta lucha en la caja de ahorro para que dé intereses y un día nos podamos comprar el poder). Tal vez es mejor una propuesta de hacer aquello que nos acerque a los que queremos ser. Yo quiero ser solidaria, quiero tener compañeres con quienes compartir el embrollo de lo colectivo, quiero ser una persona comprometida con la palabra, sabiendo que la palabra es acción, quiero ser feliz y darme cuenta, quiero ser alguien que le plante cara a la crueldad. Gane o pierda. Quiero ser alguien que lucha para vencer, pero juega a pérdida.

 

Y vos, ¿qué querés ser?