A quién le dan risa las bufonadas de Roberto Jacoby, no se sabe. No son del todo alegres, ni tampoco del todo graciosas; más bien son un cocktail de emociones. Un poco de amargura. Otro poco de gracia. Unas gotas de desesperación. Y un toque de risa. En definitiva, tampoco hay certezas de que estos personajes que se inventó, en una clave clown, querrían sacarle una sonrisa a alguien –en el mejor de los casos–. Las fotos que lo retratan maquillado y con una nariz roja, redonda y perfecta, pueden circular en una carpa de circo y también en un tren fantasma. El payaso de Jacoby es un payaso versátil.

En la galería Isla Flotante se encuentran en exhibición una selección de fotografías que Kiwi Sainz –compañera de aventuras de Roberto desde hace décadas– le tomó durante 1995. Las imágenes que integran la exposición, titulada Bufonadas, lo muestran en diferentes escenarios y con diferentes looks. Hay fotos de una presentación en Cemento, uno de los espacios emblema del under porteño; otros retratos que fueron tomados en su casa, tal vez mientras se preparaba para algún show; y, finalmente, otro puñado de imágenes que lo muestran a Jacoby en medio de su clase de clown (según contó en una entrevista, llegó a tomar clases hasta con máscaras balinesas). El propio montaje de la muestra señala estas diferencias espaciales, ya que las fotos se agrupan según el lugar en el que fueron tomadas. Así, circulan en tres espacios diferentes: uno privado, que nuclea los retratos en la casa; otro semiprivado, del cual surgen las imágenes de las clases; y el último, un espacio público, en el escenario provisto por Omar Chabán y hoy transformado en un amargo estacionamiento. Estas fotos de Jacoby parecerían borrar los límites entre un espacio y el otro, como si una bufonada fuese la única cosa capaz de juntar esos universos, cuyos sistemas de normas son bastante diferentes.

Lo que se ve en todos esos espacios es el cuerpo de Jacoby. Si bien es considerado pionero del arte conceptual en la Argentina y buena parte de su trabajo se plasmó en acciones, mas no en objetos, su obra está llena de cuerpo y de energía física. Su producción no son solo palabras que quedan en el aire o ideas que se mueren en su mente o en una biblioteca llena de libros. Es innegable que desde que comenzó su carrera, en los años sesenta, Jacoby incluyó al cuerpo en sus obras. Algunos ejemplos recientes de esto pueden ser Darkroom –aquella obra con doce performers que se movían en la oscuridad mientras los espectadores los miraban con cámaras infrarrojas–, hasta El alma nunca piensa sin imágenes: el trabajo que llevó a la Bienal de San Pablo, que fue censurado y a través del cual invitó a artistas argentinos a producir remeras, pins, pósteres, panfletos y souvenirs de una campaña política hipotética. En todos los casos, el trabajo de Roberto requirió de una corporalidad. Para que las obras funcionaran había que estar ahí. Quizás el objetivo de estas experiencias no era que de ellas resultara un objeto físico, vendible, capaz de tener un valor de mercado, sino que existieran esos cuerpos y las relaciones que podían establecerse entre ellos en esos contextos.

Sus experiencias corporales también atravesaron su faceta musical, sobre todo en las presentaciones en vivo que hizo para cantar las canciones de su disco Golosina caníbal (2018). Después de escribir letras para que sean cantadas por otros, Jacoby tomó el micrófono para sacar a relucir su capacidad de entonación. Sin embargo, de todas las partes que tiene un cuerpo, no necesariamente las cuerdas vocales son las que más le interesan a Jacoby, sino más bien el rostro. Previa a esta exhibición, en 2016, presentó una serie de retratos de sí mismo en el Nuevo Museo Energía de Arte Contemporáneo (La Ene), un espacio que, al igual que Cemento, ya no existe. En ese entonces, Roberto intentó señalar cierto cambio de humor social, ese pasaje que fue de exaltación y progresismo hacia depresión y conservadurismo. Las caras que este artista puso para aquellas fotos remitían al universo de los payasos, a pesar de que estaban desprovistas de todo maquillaje y sin nariz de plástico. Era un Roberto a cara lavada.

Si aquellas fotos de 2016 dialogaban, en ese momento, con un cambio epocal, vale la pena preguntarse qué conversación mantienen estas imágenes con este otro presente –entre una exhibición y otra pasaron casi diez años–. Mostrar estas fotos de 1995 podría indicar dos cosas. Por un lado, que hay algo del pasado que vuelve a circular en el mundo de hoy; así como vuelven un puñado de fotos, también vuelven algunas ideas que se creían enterradas y que ahora están en la superficie del discurso público. Por otro lado, podrían servir para ilustrar el freak show que es el presente, siendo que quienes posan frente a las cámaras hacen cosplay al mismo tiempo que legislan leyes. Las fotos de 1995 confirman el momento histórico que empezó con las de 2016. Esto no significa que en hace casi 30 años Jacoby predijo el futuro o que se adelantó a su tiempo, sino que en su trabajo se pueden encontrar claves para pensar el momento en el que se muestran sus obras, independientemente de cuándo se hayan hecho.

Los trabajos de Jacoby suceden en el tiempo, van y vuelven. Sus caras payasescas señalan que los períodos históricos y las épocas no cambian de un día para el otro. Estas obras –y el trabajo de Roberto en general– indican que dar vuelta la página no se traduce en que todo lo anterior deja de existir, sino que en todo caso se suspende un rato, pero la posibilidad de que el pasado puede volver a aparecer en cualquier momento existe. Hay que estar atento.

Bufonadas se puede visitar de martes a viernes, de 15 a 19, en la galería Isla Flotante, Viamonte 776. Hasta fines de octubre. Gratis.