“¡Freud, perdónalos, no saben lo que están haciendo!”
Karl Psíquembaum, personaje de Buffet Freud (Rudy).

Querido lector, no sé si será el paso, o el peso, de los años; o los años sin un peso, pero debo aceptar, reconocer o incluso confesar que me estoy volviendo algo conservador, por no llamarme antiguo (o incluso decrépito). Pero eso se lo dejo a mis detractores, aunque no creo ser tan importante como para tenerlos.

Digo que, en estos últimos tiempos, me cuesta aceptar los adelantos tecnológicos, o más que eso, los veo como “atrasos”, ya que aunque pareciera que nos permiten ahorrar tiempo y esfuerzo, a mi manera de entender provocan una grieta extraordinaria entre quienes entienden y saben cómo manejarlos (generalmente son jóvenes, nacidos en la era tecno) y quienes no solo ignoramos la técnica, sino que además le tememos peor que a Frankenstein, Drácula y el Hombre Lobo juntos, que podrían vampirizarte o morderte, pero jamás impedirían que hicieras una transferencia bancaria, cobrases tu sueldo, pagases la boleta de la luz o encargases esa lámpara tan linda que estaba en oferta online.

No quiero generalizar, pero en mi pobre y sesgada casuística, un adolescente no sabrá sumar, y creerá que San Martín y Bolívar hicieron un zoom en Guayaquil (en el mejor de los casos), pero tiene códigos de comunicación tales que le permiten separarse de su novia aun antes de conocerla.

Nosotros (o sea, los y las que son como yo), cuando queremos saber dónde queda una calle, se lo preguntamos a una persona. Y no, ¡Gugl no es una persona, querido milenial que lees esta columna!

Cuando yo era chico, al delivery le decíamos “Abuela” porque ella era quien hacía y traía las mejores delicias que podríamos imaginar. Y no, no venía en bicicleta cargando una mochila, ni salía corriendo porque tuviera otro pedido que entregar.

Había espacios para debatir –¡no me rompan la ilusión, plis!–. Creo que había debate, diálogo, intercambio, porque las personas solían coincidir en tiempo y espacio, entonces era esperable que se mirasen y escuchasen. Ahora tenemos la chance de enviar mensajes por celu: de texto, de audio, o de audio que el wasap transforma en texto. El otro/a podrá escuchar el audio o no, pero si decide hacerlo, le impondrá su propia velocidad, y después “clavará un Visto”, o sea, esas dos rayitas celestes, y nada más. Y responderá, o no, al mensaje, a lo que haya entendido, a un mensaje anterior (o futuro), o a una demanda de otra persona, o a su propia imaginación. O incluso a lo que crea que le dijo el espíritu de su perro muerto.

También soy conservador respecto de la biología. Creo que sí, que “somos” un cuerpo (y no que “tenemos” un cuerpo) al que le va pasando el tiempo, que va adquiriendo y perdiendo capacidades, que se modifica según lo alimentemos o lo entrenemos o lo acostumbremos. Que no puede volar si no es ave ni poner huevos si no es ovíparo ni filosofar si no es humano. Que ese cuerpo segrega sustancias (enzimas, hormonas, etc.) que lo regulan y lo preparan para enfrentar de la mejor manera posible aquello para lo que está preparado. Hoy en día existe la creencia de que podemos hacer lo que queramos con él. Más allá de mi opinión, los límites existen, y “si quieres atravesar una pared, pequeño saltamontes, fíjate si hay una puerta y ábrela, eso mejorará tus posibilidades”.

Por otra parte, en estos tiempos en los que se cree que todo es posible, estamos llegando, creo, al borde de nuestro precipicio humano al crear “inteligencia artificial”. Pareciera que el ser humano se ve a sí mismo, perdonen el exabrupto, con una muy baja autoestima. ¿En serio hay que crear algo artificial para se encargue de las cosas inteligentes? ¿Y nosotros, qué? ¿A seguir ocupándonos de las boludeces?

Quienes creen que el ser humano podrá “controlar y dominar” a estos entes “más inteligentes que él o ella” no saben nada de ciencia ficción. Pero, además, la lógica más simple nos indica que si creamos algo más inteligente que nosotros para que sea nuestra mascota, lo más probable es que terminemos nosotros siendo la mascota de... eso.

Como habréis notado, lectores, la cosa me angustia. Y ya saben: yo, cuando me angustio, lo llamo al Licenciado A, mi analista histórico.

–Hola, Rudy, cómo le va, ¿en qué puedo ayudarlo esta vez?

–No cabe que le pregunte como supo que yo era Rudy antes de que hablara, ¿no? –pregunté, un tanto retórico.

–Su pregunta me resulta ininteligible, usted dice que “no cabe preguntar”, y pregunta eso mismo.

–No me cambie de tema, Licenciado.

–No era mi intención cambiar de tema, sino todo lo contrario: seguir en el mismo tema y esperar que usted me diga en qué puedo ayudarlo.

–Pero ¡usted me está cambiando de tema al no cambiarlo!

–Disculpe, no estoy capacitado para comprender semejante secuencia de palabras; usted me llama, y yo le pregunto en qué puedo ayudarlo.

–¡Licenciado A, no sea tan mecánico, que acá el obsesivo soy yo!

–El obsesivo es usted, pero el Licenciado A no soy yo… Yo soy el Licenciado Art, un psicobot de inteligencia artificial cargado con las obras completas de Freud y un registro de voces entre las que se encuentra la del Licenciado A. ¿En qué puedo ayudarlo?

Corté. Me metí en el baño, a lavarme las manos y ver si el agua que salía del grifo era natural. Por suerte, sí. Después intenté hacer pipí. Por suerte, también era natural.

Sugiero acompañar esta columna con el video de Rudy-Sanz “redes y algoritmos”: