La agitación de una chica mientras corre en el escenario a oscuras hace de ese sonido una presencia invisible, casi como un fuera de escena. Los pies descalzos sugieren un trote liviano como si se mantuviera en un salto sin tocar el suelo, algo que no se manifiesta desde la estridencia sino desde la capacidad de resistir. 

Los finales que habitan en el título absurdo de Finlandia son el tema, la redundancia de esta obra donde la teatralidad se vuelve movimiento incansable, abstracción que hace de la palabra una definición hueca a la que hay que rellenar con alguna intencionalidad casual o tal vez obligar a la permanencia en el sinsentido, en el disfrute de esa nada que arriba al momento de acabar algo, cesación que las cuatro intérpretes parecen no querer alcanzar nunca.

Porque Finlandia también podría ser una obra sobre esa palpitación extrema del no poder más, sobre cuerpos que demandan una extensión de tiempo pero se desvanecen sudados, exigidos en una dinámica atolondrada de la que las actrices/bailarinas se valen para darle apertura, ambigüedad a las escenas que transitan como humoradas, siempre estalladas en la presión de seguir. 

El país de los finales podría llamarse esa tierra que eligen dejar vacía en la mitad de su trecho, con algunos objetos tirados que dan cuenta de esa ausencia. Hay una voluntad de abandonar al público en el desamparo del no ver, de la acción que no tiene lugar donde los aplausos, entendidos como la culminación de una obra, irrumpen como un efecto sonoro casi al comienzo de la función para que nada asuma la impresión de una secuencia. 

Si la escena donde las chicas se intercambian la ropa en una circularidad que parece no obedecer a ninguna lógica conclusiva, evoca el gesto de pasarse los sombreros que Vladimir y Estragón usaban en Esperando a Godot para que ese tiempo no tuviera sustancia, no existiera ante ellos como un contrincante al que debían aceptar y apaciguar, en Finlandia las intérpretes se vuelcan a la acción como figuras móviles, a veces deformadas o exageradas que fuerzan la aparición de un personaje al que acceden a partir de una expresión que busca un lenguaje sin requerir de las palabras, o sin volverlas imprescindibles. 

El hecho dramático es eso que ocurre antes que algo concluya, un modo de hacer a hablar a Aristóteles en una glosa de su definición simple del desenlace. En esta experiencia de danza- teatro la trama es una serie de obstáculos que ellas grafican en una carretera olímpica casi de juguete porque todo en Finlandia apunta a la simulación, a la representación atolondrada de algo que tendría que tener un épica, un sentido, como las celebraciones de fin de año, con sus criaturas disfrazadas, en una mecánica fuera de sincro que se ocupa de ir en contra de la música, o evitarla y atenerse a las sonoridades del cuerpo.

Ese decantar de la danza en actuación le sirve a la dirección en conjunto que ejerce el grupo La Montón para indagar en la estética de los seres inanimados. Las actrices como maniquíes o muñecas despojadas de alma que se rigen por una mecánica un tanto autónoma de la narración, que las lleva a reproducir voces de manuales, fragmentos de locutores en un español de doblaje que intentan explicar algo así como la eficacia de un desenlace, sus categorías, el modo en que pueden intervenir en quienes ofician de espectadores, con el propósito de explicar, de usar una parte de la historia como un todo. 

Finlandia, idea y dirección del grupo La Montón, con la interpretación de Lucía García Pullés, Samanta Leder, Inés Maas y Delfina Thiel se presenta los viernes a las 21 en El Portón de Sánchez.