El San Juan es un submarino de la clase TR-1700 fabricado por los astilleros alemanes Thyssen Nordseewerke, lo que lo hace miembro de una familia de naves que sirve, con muchas variantes, en decenas de Armadas de este mundo. El San Juan tiene además un lugar especial y tal vez inesperado en la historia reciente de nuestro país, porque para ser reparado en un astillero local prácticamente hubo que revivir una capacidad industrial argentina, perdida en los noventa del ajuste.
El San Juan fue arrancado oficialmente en Alemania el 18 de marzo de 1982, días antes del comienzo de la guerra de las Malvinas. Fue botado en junio de 1983 y entró en servicio a fines de 1985. Este submarino era parte de un convenio con los alemanes para renovar la casi inexistente flota local e implicaba una transferencia de tecnología importante, ya que se contrataba construir tres más en los astilleros porteños. De hecho, en el resucitado Complejo Industrial Naval Argentino se conserva el casco terminado del Santa Fe, hermano gemelo del San Juan pero hecho por aquí.
La clase TR-1700 es muy flexible en su armamento y en el tipo de misiones que se le puede encargar, y es una familia de buenos navegantes. Tienen cuatro motores diesel conectados a una hélice y una planta eléctrica para navegar sumergidos. Con apenas 66 metros de eslora –de largo– y algo más de ocho de manga –de ancho– tienen la capacidad de moverse con gran sigilo y en silencio. Son, además, naves rápidas que llegan a los 25 nudos de velocidad bajo el agua. Algo que llama la atención es que, como tantos submarinos, el San Juan es más lento en superficie y sólo puede moverse a quince nudos. Su capacidad operacional es amplia y puede encarar misiones de un mes calendario, con una autonomía de 22.000 kilómetros si navega a ocho nudos exactos, unos quince kilómetros por hora. Esto es, por supuesto, en condiciones ideales, con el mar como un espejo.
Estos Thyssen vienen con una garantía de treinta años, si el mantenimiento es el correcto. Luego, hay que repararlos integralmente, una reconstrucción parcial que tiene sentido sólo por el costo de centenares de millones de dólares que tienen estas máquinas. En los años noventa, el astillero Domecq García fue cerrado personalmente por el ministro de Economía Domingo Cavallo, que gritó tanto que todavía es recordado por los veteranos del lugar. Cavallo, que por alguna razón parecía odiar el lugar, tuvo que aceptar que se terminara de reparar el Salta, porque parar todo significaba perder ese submarino. Esto le dio tiempo a los marinos y a los obreros navales para guardar sus herramientas y equipos en containers que rápidamente fueron ocultados en la inmensidad de la Armada.
Con el astillero cerrado y los obreros especializados abriendo maxikioscos o comprando remises, Néstor Kirchner se encontró con el problema de que había que reparar el Santa Cruz. Hacerlo en Alemania costaba una fortuna, con lo que se aceptó la oferta brasileña de hacer los arreglos en su astillero en Río de Janeiro. Era más barato, hubo “precio Mercosur”, pero hubo que pagar en dólares y bastante. La decisión fue resucitar esta capacidad técnica argentina, con lo que se recreó el Domecq García –y el Tandanor– en el CINAR. Los números cerraban bien, ya que el arreglo “de media vida” de un submarino le agrega otros treinta años a una nave de 500 millones de dólares.
El problema era que ya habían pasado casi veinte años desde que se había desbandado el grupo de profesionales. Aquí entra en la historia el ingeniero naval y ahora capitán de navío Ricardo Dasso, un hombre muy simpático que de muy joven fue enviado a Alemania a supervisar la construcción de otro de los Thyssen argentinos. Dasso aprendió alemán y volvió hecho un referente en la materia. Cuando se decidió resucitar la capacidad de reparar submarinos, hizo un trabajo de detective buscando a los obreros perdidos, con pistas como las tarjetas de navidad que le mandaban. Así logró reunir a quince de la vieja guardia, que entrenaron a 45 jóvenes para lograr el equipo de sesenta que se considera necesario.
Lo que hicieron es medio increíble, porque la tarea arranca por cortar en dos el submarino, sacar todo lo que hay que cambiar o arreglar, y después volver a soldarlo con una precisión de esas en que te va la vida. El corte se hizo entre diciembre de 2008 y febrero de 2009, con sesenta días para marcar la línea de 24 metros de largo y exactamente un día para cortarlo a soplete, con doce equipos de dos personas en turnos de dos horas cada uno. El resultado fue de una precisión que los supervisores alemanes elogiaron. Ya abierto, se cambiaron nueve mil metros de tuberías y 37000 metros de cables, se sacaron y repararon los diesel, se lavaron tanques de todo tipo, se repasó y renovó la electrónica, se cambiaron las placas de las 960 enormes baterías que impulsan el motor de inmersión y se revisaron 1295 válvulas. En noviembre de 2011 se cerró el casco con 32 pasadas de soldadura y se empezó a trabajar con la hélice, los planos de navegación, las escotillas y todo tipo de detalles. Para mayo de 2013 se probaba el submarino en seco y para el verano de 2014 se lo botaba rumbo a Mar del Plata, donde discretamente se repararon sus sistemas de armamento.