Estabas tirada sobre sábanas que se marchitan debajo de tu cuerpo, y entre esa cosa redonda de lo repetido y el tiempo que se estira, dibujabas sombras.

Las paredes te apretaban contra el espacio, mirabas telarañas, un techo y te acordabas de tu viejo, del día que te contó cómo naciste.

Tuviste que aprender a soportar el mareo de las repeticiones, siempre el mismo comienzo, siempre la misma llegada. La carrera en tu cabeza era el sonido de los caminos cuando están perdidos y las calles que no saben para dónde ir.

Los jazmines te podaron y vos los regabas hasta en los días de lluvia. Cultivaste tus propias fronteras y descubriste que, ahí también, las hojas caen en forma de nubes. Un poco tristes. Un poco solas.

Anhedonia, lugar de persianas con vista a un océano de estrellas, de calles cubiertas de musgo y de seres que susurran al borde de las flores. Vos mirabas. Te perdías sentada sobre un tronco de hielo.

La búsqueda en vos era una salida. Necesitabas encontrar la luz que le faltaba a tu sombra y por eso rasguñabas el mar, mareabas el misterio del té y bailabas desnuda en enero. Te enamorabas de la luna, en invierno, como si no hubiera un invierno más viejo que el de las horas frente al reloj y de espalda a las estrellas. Por eso siempre el mundo, siempre el desamparo y siempre a Anhedonia. Una y otra vez.

Pero fue en esa búsqueda, y siguiendo los pasos del tiempo, cuando tus pies apuntaron al centro. Te acostumbraste al rechazo. Dejaste de correr. Creíste. Porque amanecer te era tan difícil como despertarte de una vez y sin contar con nadie.

Esteban, un hombre chiquito, de nariz aguileña, ojos hundidos y pómulos de otro cuerpo. Su luz era negra. ¿Te enamoraste? Lo dudo. No sabías amar. Esteban fue la continuación de lo que ya conocías, y por eso, tu corazón sembró en sus límites las flores. Quienes aman son ciegos, te repetías.

Dos días antes de enero, entró a la casa cansado, pero caliente. Ahí supiste que de lo que no te mata nacerían poemas.

Estabas en el patio, regabas el jazmín. ¿Te acordás? Respirabas la frescura de la tierra mojada y el olor de los pimpollos hasta que el portazo de la entrada dejó pasar el silencio y el final del día te robó la magia.

El jardín se apagó. Te quedaste quieta cuando los relojes chocaron a la misma hora. Te hacías invisible entre las flores. Venían nubes grises y tus brazos apenas podían levantar la brisa. Te asfixiaste de memoria. La cena no estaba lista. Su ropa estaba sucia.

Un golpe te arrancó de Anhedonia. Tomaste aire desde el fondo de un río estancado, de espaldas al sol y con tus pies acariciando la gramilla. Tus pelos se tensaron en sentencias sin leyes y tu cabeza rebotó contra una suerte que nunca había estado tan sola. Pediste no estar, pediste no ser. ¿Te acordás? Todavía sentís el calor en tu cara, sentís la cascada, sentís cómo se te llena la boca. Sentís el gusto metálico, la lengua espesa y el olor. Todo eso que te despierta de noche. Todo eso que no te deja soñar.

Te agarrabas del rosal arañando la vida y te dejabas sangrar. Los años se hundieron en tus manos, en tu carne y en las ganas de matar la inmortalidad del tiempo. ¿Te acordás? Ese que con los mismos dedos que rompieron tu fuerza, el mar y en donde se acunó la médula de tu tristeza, te arrancó el pantalón. ¿Te acordás? Ahora lo sentís desconocido. Ahora parece un dolor ajeno. Volcó su vacío en vos. Te llenó. Se llenó. Te pidió disculpas. Te culpaste. Te besó. Dijo te amo, respondiste igual, te amo, y a sus pies cayeron tus ganas de estar sola y la lluvia. Te acarició la cabeza. Le creíste.

Con el tiempo, Anhedonia se volvió una cárcel. Te habías acostumbrado a la obligación de parecer entera. Un árbol viejo, rudo por fuera, muerto por dentro.

Con los hijos llenabas el vacío y con los sueños no dejabas de respirar. A veces, la lluvia te hacia llorar; a veces, las nubes te parecían ásperas.

Tu vida era la cocina. Limpiar el comedor. Ganarle al remolino que levantaba las hojas de la vereda todavía verdes.

Entendiste que el amor era un engaño y que el mundo, a través del amor, te obligaba a regar las plantas todas las mañanas. ¿Eras feliz? No lo sé. Unías los pares de medias, mirabas el ventanal. Los chicos jugaban a la pelota en la vereda, y vos, con una media guacha en la mano, los mirabas, resoplabas, y pintando una sonrisa casual y sin sentido, hurgabas en la orfandad.

La esperanza es mortal cuando no sabés qué hacer. Ahora lo ves. Ahora lo sé. La felicidad es la ausencia del dolor, del aburrimiento y de tener pretensiones de felicidad.

Pero un día lo conociste a Emilio. Deambulaba entre recovecos oscuros. Se escondía de las personas. Sus manos estaban encendidas por la suerte que los unió. ¿El día y el momento exacto? ¿Cómo saberlo? Solo se puede decir que llegó para encender los soles de Anhedonia.

Emilio miraba sobre la línea que corta el mar, curtido por la sal y la arena. Un fantasma camuflado entre la gente y dispuesto a recorrer la vida para llegar al final. A veces se le apagaban los focos de la razón y se convertía en un poeta vagabundo. Pero no tenía importancia, porque a quien se le apagan todas las estrellas poco le puede importar el brillo de un foco. Emilio se quedaba a oscuras y dibujaba mundos en el techo. Vos necesitabas que fuera así.

Un día imaginaste que llegabas como un salvavidas. Te sentiste como la invitación a cruzar lo inmenso. ¿Qué fue lo que los acercó? Las mismas cicatrices.

Tu habitación y la de Emilio tocaron la oscuridad. Constelaciones en el techo, estrellas unidas por puntos que seguían el hilo de un destino. La ventana de entrada era Casiopea; borraba a Esteban de la casa.

Cuando las estrellas brillaban en Anhedonia, Casiopea abría la puerta de entrada.

En el calor de aquel verano nevado, Emilio y vos se abrazaban.

Seguías tus instintos. ¿Te acordás? Cuerpos fundidos en el vapor de la melancolía y la incertidumbre del futuro.

¿Te acordás de la primera vez? Esteban dormía, te daba la espalda. Mirabas las constelaciones dibujadas en el techo. Casiopea dejó entrar a Emilio. Cerraste los ojos y dejaste que el universo te chupara. Sentiste primero su voz.

Los labios de Emilio tocaron tu piel y tus pechos se crisparon con el roce. No buscaba en vos la perfección ni el respeto. Buscaba en el silencio la magia de cruzar los puentes. Porque la vida es una. Fue un ritual de fronteras, de sudor en su espalda, de mañanas en su pecho, de brillo en sus ojos y en tu pelo.

Él encontraba y despertaba las ganas de atravesar las tierras que nunca fueron. Pero te despertabas y no había nadie.

Sus labios y tu boca tocaban el aire desnudo mientras te desnudabas. Su saliva te abrigaba y tus uñas no lo eran tanto cuando entendías su espalda. Tu voz fue un grito de guerra, por eso encendió la luz y dentro tuyo puso el poema.

Esteban se dio vuelta, estiró el brazo y te apoyó una mano en la cintura. Lo odiaste porque habías estado ahí, sin el miedo que te llena. Lo odiás porque lo que dejaste de hacer era lo único por lo que valía la pena vivir. Lo acariciaste, porque quizás la vida comience en la vejez. Lo acariciás, porque todavía no encontraste el deseo de terminar de soñar.

 

Pobre de mí si no me encuentro antes de que se me hiele la esperanza.