Ella en los recreos se lo quedaba mirando. A lo lejos, disimulando y rodeada de amigas. Había tenido uno o dos noviecitos, pero el último había lastimado su orgullo y decidió ir por su verdadero amor, el que se cruzaba en el club del barrio Los Hornos, cuando las que hacían patín les dejaban la cancha a los del fútbol, que miraban las últimas vueltas de la clase con la pelota abajo del brazo y casi invadiendo el rectángulo.

Ambos tenían quince años. Él, como no podía ser de otra manera, estaba en el recreo junto a sus amigos, empujando una latita aplastada como pelota y jugando a ver quién le tiraba más caños al otro. "Qué pelotudos", repetían las amigas, y ella decía "sí, mal", pero claramente estaba en otra. Él era fachero, y como en la escuela pública no le pedían "ese uniforme de mierda", aprovechaba para sacar a relucir sus gustos. El pelo siempre cortito, las zapatillas bien limpias y el último conjunto del Real Madrid en punga. Jugaba en la cuarta división del club del barrio, ya en cancha de once, y no en el baby como cuando conoció a la que lo miraba en el recreo.

Sin embargo, siempre fue un apasionado por las motos. Su padre se pasó la vida en dos ruedas y le había enseñado a manejar un año atrás. Cuando cumplió 16, los viejos hicieron un esfuerzo y le regalaron un Wave para que andara por el barrio. Eso sí, lo obsequiaron con una condición: "Sólo si usás casco". Él cumplió, pero el casco no fue suficiente para zafar del palo que se pegó tres meses después, mientras volvía de la peluquería. Se tiró a pasar un bondi pero el chofer nunca lo vio, volanteó y lo tocó de atrás. El daño fue, sobre todo, en su pierna derecha, la que tenía la magia a la hora de jugar.

La recuperación fue un bodrio. Yeso hasta la ingle e inmovilizado por completo durante los primeros días. El celular, la play y la televisión fueron su pasatiempo. Un día subió una historia de Instagram con la frase "qué día de mierda, quién se ceba uno mates?". Ella vio la historia y no dudó: "No soy buena cebando pero intento", le respondió en la historia, y él picó.

Hasta ahí, ella nunca se había animado ni siquiera a hablarle. Sólo lo veía de lejos y charlaba de él con sus amigas, no más. Llegar a la casa fue una ensalada de nervios. Le dolía la panza, pero todo se disipó cuando él abrió la puerta, con las muletas bajo los brazos, y le dijo "pasá, reina". A partir de ahí fueron inseparables. La recuperación duró seis meses y ella faltó sólo dos días, porque acompañó a la madre a hacer un trámite. A base de charlas y besos consolidaron una relación que ninguno esperaba y que despertó los sentimientos más profundos en ambos. Se amaban de lleno.

Contrario a lo que decían los médicos, él volvió a las canchas mejor de lo esperado. La rehabilitación fue fructífera, el pibe la cumplió a rajatabla, y cuando tocó de nuevo la pelota se dio cuenta de que no había perdido la memoria. Cuando regresó ya tenía edad de Reserva, por lo que sus buenos rendimientos eran observados de cerca por el plantel superior, que en su posición, la de enganche, carecía de protagonistas.

El llamado no tardó en llegar. Un lunes lo subieron a entrenar con los de Primera, ese mismo jueves quedó fijo en el plantel y el viernes lo citaron para el primer encuentro. En casa todo era emoción. En la escuela los amigos lo alentaban. Ella cargaba un orgullo que no podía describir con palabras pero que transmitía con abrazos. El pibe que amaba llegaba a Primera, y si bien era la Liga Platense ellos lo vivían como si fuera la Champions League. Que el barrio lo viera gambetear y hacer goles era un placer que se replicaba cada vez que lo felicitaban en el almacén, o cuando el carnicero le recordaba que se alimentara correctamente porque "el club se merecía una alegría".

El plantel no venía bien, pero la dirigencia cambió al técnico y trajo uno que, si bien de táctica entendía poco, utilizaba la motivación como arma número uno. Y eso le rendía, porque en las ligas locales las canchas son chicas, picantes, no están en buenas condiciones y los partidos se convierten más en una pelea que en otra cosa. Allí, en la motivación, el equipo de Los Hornos entendió que estaba la clave y metió una recta final que lo depositó en la última fecha con chances de ser campeón.

Él, en ese último partido, entró a la cancha endiablado. A los 20 minutos gambeteó a dos rivales, perfiló el cuerpo y definió contra un palo. La cancha se vino abajo y todos lo querían abrazar. Antes corrió al córner derecho, donde estaba sentada su gran amor, la que lo acompañó en los peores momentos. Se pegó al alambrado y le dio un beso, mientras ella lo filmaba y lloraba. Pero como el fútbol es fútbol, el partido siguió y la historia no terminó como esperaban. Un error del arquero y un golazo de otro partido le dieron vuelta el resultado, y el equipo del barrio quedó con el sabor amargo de no ser campeón.

Sin embargo, había para el pibe un reconocimiento especial. Todos, a pesar de la bronca, fueron a felicitarlo y a abrazarlo. Tenía 17 años, era el más chico del equipo, pero se desempeñó como el mejor jugador. Sus actuaciones eran reconocidas por los propios vecinos, que a lo largo de la semana se lo cruzaban y le decían que el torneo siguiente tendría revancha, y que muy probablemente podría ser campeón.

Catorce días pasaron nomás. Dos semanas después de aquel partido, el pibe salió al boliche con unos amigos y nunca más volvió. Un accidente letal en la autopista acabó con su vida. Volvían de madrugada, con el conductor borracho y manejando a toda velocidad. En su casa veían escenas así todos los días en los noticieros, pero nunca imaginaron atravesar en carne propia. Ella se enteró porque un familiar vio la noticia, escuchó los nombres de los fallecidos y la llamó al instante.

El drama y el sufrimiento por aquella pérdida caló hondo en toda la familia. Ella estaba en sexto año y directamente abandonó los estudios. Necesitaba llorar y asimilar ese golpazo. La vida nunca la había golpeado así, pero de un día para otro le arrebató al pibe con el que imaginaba una vida hermosa. El barrio estaba de luto y el velatorio fue masivo. Su llegada a primera y sus goles habían generado una relación cercana con su pueblo, que lo lloraba a fondo y sin creer lo que ocurría.

Los días pasaron y la pelota tenía que volver a girar. Faltaban dos meses para el próximo torneo, y sus compañeros de equipo sentían que algo tenían que hacer para homenajearlo. Cuando la actividad reinició, no sólo salieron a la cancha con un brazalete negro e hicieron un minuto de silencio, sino que posaron una bandera gigante que decía "Mago presente". Lo habían apodado de esa manera por sus virtudes con la pelota. Su novia no fue a la cancha, el dolor la ancló a la cama. Sus amigas, que sí habían asistido al partido y presenciado el homenaje, se lo mostraron por fotos y videos, y la convencieron de que tenía que ir a la cancha. Como fuera, como pudiera, pero que debía ver la luz del sol para calmar tanto dolor.

Al siguiente partido la chica tomó coraje y su familia la acompañó. Acongojados por el vacío volvieron al lugar de siempre, ahí, al lado del córner, donde habían presenciado las horas más felices de su eterno amor. Los anteojos de sol no se los sacó en ningún momento, pese a que el cielo estaba nublado, porque quería llorar en paz. Cuando terminó el partido, el capitán del equipo descolgó la bandera, la dobló, se acercó a la familia y les dijo "es suya". 

El tiempo corrió, el club siguió jugando y la bandera siempre estuvo allí, en el alambrado. La piba se dio cuenta de que yendo a la cancha conectaba con él. Entrecerraba los ojos y lo veía gambeteando delante de ella. Ya seca de tanto llorar, un día de sol entendió que ir a la cancha le daba la posibilidad de estar conectada con una pérdida irreparable, con alguien que extrañaba mucho, con el amor que siempre soñó. Notó que de esa manera recordaba sus besos y sus abrazos. Supo que con el solo hecho de colgar una bandera se podía acercar a la esencia y mantener vivo el espíritu de alguien que ya no estaba. Más allá del juego, los goles y la competencia, eso también pasa en los clubes de barrio.