Transitamos un tiempo donde la racionalidad del siglo XX entró en crisis. En el campo de la comunicación y la política, ciertos términos como “Estado”, “mercado”, “público” y “privado” sufrieron erosiones y se hibridizaron.
¿Qué significa hoy revisitar los antiguos bloques argumentales que se desplazaban entre supuestas certezas identitarias y una cultura política? ¿Cómo transitar el sortilegio entre los flujos financieros y los algoritmos que adquieren inusitada legitimidad en la construcción social de relatos y territorios?
Por mucho tiempo, las patas en la fuente de Juan Molina el 17 de octubre de 1945, o el “Era el subsuelo de la Patria sublevada”, en la definición de Scalabrini, funcionaron como registros donde se anudaban lo singular y lo general y le daban perdurabilidad a la nueva nación que empezaba a constituirse.
Sin embargo, lo que a veces se omite es que después había un segundo movimiento menos visible: evitar – más allá de los subtextos- que esas representaciones sean leídas en claves hegelianas.
El ejemplo más claro (pero no el único) fue la nacionalización de los ferrocarriles: un acto cargado de simbología nacional y popular que, sin embargo, cuando vemos cómo Perón denomina a cada línea ferroviaria, nos encontramos con los nombres de los mayores exponentes del liberalismo argentino.
Porque de lo que se trataba era de que al mitrismo primero había que confrontarlo en sus expresiones más lúcidas, pero luego -una vez desarmado- se buscaba integrarlo también como parte del campo nacional y construir un continuo histórico.
Es cierto que el peronismo ya no tiene la capacidad para expresar (si alguna vez la tuvo) a la totalidad de lo popular, pero desde el 2003 parecía ser capaz de conducir cada nuevo momento histórico que afrontaba. En ese proceso de gestión con viejos y nuevos actores construyó imágenes individuales y fortalezas colectivas que lo asemejó a lo mejor de su historia.
Es verdad también que con las redes sociales digitales esas narrativas perdieron eficacia, pero – con el diario del lunes- a la década ganada le faltó darle densidad a su noción de nación. Cayendo muchas veces en la trampa de las agendas que proponía una modernidad en decadencia, sobre todo, en un mundo global donde la desterritorialización y el anonimato de las grandes compañías multinacionales dejaban atrás las desangeladas desigualdadesdel capitalismo industrial.
Por eso hoy como si fuera un gran inconsciente pueden convivir el reconocimiento a los héroes de Malvinas con la alegría de un triunfo deportivo y los elogios a Thatcher y a Trump que provienen diariamente desde lo más alto del poder.
No hay que desesperar.
Continuar enarbolando la batalla cultural solo les sirve a quienes logran ser más eficaces en subirse a la polisemia de los términos en disputa, aunque sean fugaces y provisorios. Hay que volver a las nociones ordenadoras y más permanentes. Los finales de los ochenta y principios de los noventa vinieron acompañados no solamente de una reconversión del Estado, del predominio de lo financiero y las recetas del Fondo, sino que también sufrimos el peso que la Revolución Científico-Técnica producía sobre las construcciones de identidades y territorios que devinieron en este capitalismo de plataformas.
Ignorar o prescindir de esta lectura que se ordena desde lo comunicacional para diagnosticar estos vientos epocales es casi tan suicida como utilizar las utopías para romantizar nuestras adolescencias tardías.
Por eso, cuando nuestra construcción de nación entra en zonas de turbulencias -entre las fakes news y la idealización de la IA-, la mitología popular –casi como una experiencia religiosa—siempre será el refugio amoroso para reinscribir una historia que vuelva a atravesar los fantasmas totalizadores de la Matrix.
* Psicólogo. Magister en Planificación de Procesos Comunicacionales