“Yo me agarro de esta reja y les grito que van a salir”. El que habla es Pablo Díaz, sobreviviente de la Noche de los Lápices. El que lo escucha es Juan Martín Mena, ministro de Justicia de la provincia de Buenos Aires. Pablo Díaz, con todo el pelo blanco, recorre el segundo piso del Pozo de Banfield, el campo de concentración donde estuvo cautivo con otros estudiantes secundarios entre septiembre y diciembre de 1976. Afuera del edificio, hay cientos de chicos y chicas de escuelas de la zona que se acercaron para decir que los lápices siguen resistiendo.

La Brigada de Investigaciones de Banfield está ubicada en un barrio de casas bajas cerca del Camino Negro. Hace 18 años que la policía bonaerense ya no ocupa el edificio. El lugar funcionó como centro clandestino desde finales de 1974. Fue una de las bases del Plan Cóndor, la coordinación represiva de las dictaduras del Cono Sur. Operó también como una maternidad clandestina del llamado Circuito Camps.

El Pozo de Banfield es también el lugar donde se vio por última vez con vida a los pibes y a las pibas de la Noche de los Lápices: María Claudia Falcone, María Clara Ciocchini, Claudio de Acha, Daniel Racero, Horacio Ungaro y Francisco López Muntaner. Pablo Díaz fue el único de los chicos llevados al Pozo de Banfield que sobrevivió.

Este lunes, al cumplirse 48 años del operativo que hizo foco en los estudiantes secundarios de La Plata, Pablo Díaz vuelve a entrar al centro clandestino que abandonó el 28 de diciembre de 1976. Ingresa con Mena y con otros funcionarios. Están también Matías Moreno (subsecretario de Derechos Humanos bonaerense), Horacio Pietragalla Corti (exsecretario de Derechos Humanos de la Nación), Daniela Vilar (ministra de Ambiente provincial) y Federico Otermín, intendente de Lomas de Zamora. Lo acompañan, además, Leonardo Fossati, que nació en la Comisaría 5ª y restituyó su identidad gracias a Abuelas de Plaza de Mayo, y Lorena Battistiol Colayago, directora provincial de Sitios y Espacios de Memoria.

Pablo decide que el recorrido arranque por el final: por el sótano del Pozo, donde a él le dijeron que asesinaron a sus compañeros de militancia estudiantil. Después, sube las escaleras de cerámica roja hasta el primer piso. Allí, está la maternidad. Le cuenta a Mena que cuando una de las prisioneras embarazadas estaba con labor de parto, ellos escuchaban que se la llevaban sobre una chapa. A veces, la chapa se caía al piso –y con ella la parturienta.

En el segundo piso, Pablo se aferra a la reja que da hacia las celdas. Son dos hileras de doce calabozos. Primero, los que ocupaban los varones. De espaldas, los que ocupaban las mujeres. Todos son oscuros, diminutos y asfixiantes. Hacia el final del pasillo están los baños. “A los tres meses, yo ya no caminaba. Me llevaban arrastrando”, relata Pablo Díaz.

Cuando pasa por la reja, vuelve a aferrarse –como el último día de cautiverio que pasó en ese campo de concentración. De allí se agarró con las pocas fuerzas que le quedaban y les gritó a sus compañeros que iban a salir. Un rato antes, había implorado verla a Claudia Falcone, y ella le había pedido que avisara en su casa que estaba bien –una mentira piadosa– y que brindara por ellos cada fin de año.

Pablo no tiene la última palabra en la visita. El cierre está a cargo de un grupo de chicos que cursan la secundaria en la escuela 89 y que vienen del Centro de Recepción y Ubicación de Menores (CREU) de Lomas de Zamora. Todos se van turnando para contar la historia de los chicos desaparecidos en la Noche de los Lápices.

Octavio lee un texto sobre María Clara Ciocchini. “Le decían la cieguita porque, si se sacaba los anteojos, no veía nada, pero pretendientes no le faltaban”. Pablo se reía y asentía.

–Yo no creo en las casualidades– apunta desde atrás Noemí Di Gianni, sobreviviente del Pozo de Banfield e integrante de la mesa de trabajo que funciona en lo que hoy es un espacio de memoria– El 16 de septiembre es el aniversario del derrocamiento de (Juan Domingo) Perón. Para el enemigo era una fecha emblemática.

Los dueños de los lápices

Marta es la hermana de Horacio Ungaro, otro de los chicos desaparecidos en la Noche de los Lápices. Marta –a quien Pablo llama “mi Marta”-- anda por las afueras de la vieja dependencia policial abrazándose con los estudiantes secundarios que se movilizaron para participar del aniversario.

Cuando arranca el acto, en la esquina de Siciliano y Vernet, toma la palabra. Celebra que en marzo hayan condenado a Juan Miguel “Nazi” Wolk a prisión perpetua después de 30 años como prófugo, haciéndose pasar por muerto, pero recuerda que está en la comodidad de su casa en Mar del Plata. “Él sabe dónde está cada uno de los cuerpos porque él los asesinó”, afirma.

Pero mira más allá y decide hablarles a los pibes que se concentran por el barrio. “Quiero decirles que ustedes son los dueños de los lápices, ustedes tienen que escribir la historia para que ningún pibe se vaya a dormir con hambre”, dice. Y arranca aplausos.

Por la calle hay lápices en distintos formatos y tamaños. Hay stands que armaron los colegios. Y están también las fotos de los desaparecidos que pasaron por el Pozo de Banfield.

Emilce Moler no pudo llegar al acto, pero mandó un texto. Ella también es sobreviviente de la Noche de los Lápices. Como todos los estudiantes secundarios de La Plata secuestrados en septiembre de 1976, Emilce pasó por el Destacamento de Arana, pero, en su caso, su siguiente destino no fue Banfield sino el Pozo de Quilmes.

“Así como no existieron dos demonios, sí existió un terrorismo, el que ejerció el Estado”, lee el locutor el mensaje de Emilce, que cierra con un “los lápices siguen resistiendo”.

En Lomas, todo es emoción: hay reconocimiento para los artistas de la zona, para militantes, para comunicadores y para docentes. Daniel Santucho Navajas, que nació en el Pozo y restituyó su identidad el año pasado, sube al escenario para recibir una mención en nombre de Abuelas. Baja, y, al rato, Pablo Díaz le grita: “Vení, Daniel”. Él sube obedientemente, y le besa la cabeza al sobreviviente que compartió cautiverio con su mamá.

Después, el Archivo Provincial de la Memoria entrega dos legajos reparados: el de Nicolás Barrionuevo –un obrero de la fábrica SAIAR que estuvo secuestrado– y el de Ángela López Martín, una profesora y militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) que está desaparecida.

Necesito volver a hablar con ellos

Los discursos son encendidos. Otermin dice que Lomas de Zamora no perdona, no olvida y no se reconcilia. Vilar resalta que hay que hacerse cargo del legado de lucha y no aflojar. Matías Moreno subraya que a los detenidos-desaparecidos se los reivindica en la justicia, pero sobre todo levantando sus banderas. Mena, a su turno, afirma que se está viviendo una Argentina triste en la que se propone el camino del individualismo. “Hay que conectar con los pibes y las pibas, cuidarlos mucho”, propone. 

Pablo Díaz está a su lado. Segundos antes, se quebró al recordar a sus compañeros de militancia.

–Necesito saber dónde están. Necesito volver a hablar con ellos y decirles que fui fiel al juramento de que no los iba a olvidar –dice con la vista hacia el frente--donde se elevan algunas de las pancartas con los rostros de los detenidos-desaparecidos.

Después, en la planta baja del espacio de memoria, Pablo vuelve a charlar animado de un proyecto audiovisual que tiene para mantener vivo el recuerdo. A metros de donde está él, cuelgan unos guardapolvos que recuerdan a los estudiantes desaparecidos. 

Un murmullo crece desde afuera. “Pablo, Pablo”, lo aclaman los chicos y las chicas que quieren fotografiarse con él. Cuando finalmente sale, se escuchan expresiones de festejo. Los integrantes de la mesa de trabajo sonríen satisfechos: dicen que nunca habían visto tantos pibes y tantas pibas como esta vez.