Bajo la apariencia transparente de su lenguaje, la quinta novela del poeta casildense Yamil Dora devela en cada lectura una nueva capa de sentido. Desde la frase-emblema del título,Todo igual y tranquilo como siempre es ante todo un estudio de personaje en primera persona, en la voz del personaje mismo. Se acerca, de algún modo, al "estudio de caso" de la literatura psicoanalítica. Se puede leer literalmente, de un tirón, como una comedia negra donde el asesino es el narrador. Pero en otro nivel más profundo, lo que técnicamente es un monólogo interior de narrador no confiable nos dice mucho más: se deja leer entre líneas como ars poetica, como una fábula sobre el poder de la escritura.
Por todo lo dicho, este nuevo libro, editado este año en Buenos Aires por el sello Salta el pez, en su presentación este viernes a las 19 en Oliva Libros (Entre Ríos 548, Rosario), tendrá dos oradoras de diferentes disciplinas: la literatura y el psicoanálisis. Con la presencia del autor, que viene desde el barrio porteño del Abasto donde vive desde hace ya unos años, la presentación se propondrá como un juego serio en torno a una ficción de sujeto. La psicoanalista Georgina Marotta respondió que sí al convite de esta cronista (quien promete sorpresas, ya que esta novela ofrece un cruce con la música).
Desde la poesía (¡un sólido corpus de obra que pide obra reunida!) trae Yamil Dora a la prosa narrativa una música singular, un ritornelo, un ritmo característico, una aparente sencillez en la veta de la tradición de algunos poetas de la generación del 27. En sus dos novelas autobiográficas (Los lindos y La Africanita) pone a contar una voz inocente: una voz que conserva del niño o del extranjero cierta perplejidad y cierta insistencia. En sus tres novelas de ficción, trabaja un verosímil realista. Pero en Todo igual y tranquilo como siempre se suman varias novedades. Una, el espacio que va ganando el humor, el de la comedia negra y la sátira de costumbres. Otra, la pregnancia de referencias culturales que sitúan al personaje en relación con el rock nacional. En especial, con la casi mítica figura de Luca Prodan, frontman de Sumo (cuyo rostro aparece como parte del paisaje urbano en la foto de tapa de su más reciente libro de poesía, Once, por La Gran Nilson). Anclajes fácticos tensionan la relación del narrador con su ciudad: una muy reconocible Casilda que jamás se nombra pero sí se mapea. Y aquí, la tercera napa: el mapa, que se hace a fuerza de pasos, ritma el espacio que habitar. Antes que la palabra es el número. Quienes leemos a Yamil Dora, lo sabemos: en su poesía, antes que el verso, fue el ritmo.
"Todo está igual y tranquilo como siempre. De la rotonda de las cuatro plazas a mi casa son siete cuadras. Las conté varias veces y siempre son siete. Siempre lo mismo". Así comienza su relato el Mudito, inventariando una realidad que amenaza con perder su consistencia: reflejo de un yo inconsistente y devaluado, sin espejo humano en el otro. Son capítulos breves, contundentes, como prosaicos poemas en prosa. La voz parece la de un niño, pero a través de unos indicios nos enteramos de que terminó la secundaria.
"El Mudito" casi no tiene nombre. Una sola vez se lo menciona; si no, se lo llama por el apodo. El Mudito hace un arco interesante. Está condenado al papel pasivo de tonto del pueblo, y sin embargo dos dones cambiarán su destino: una máquina de escribir, regalo de un abogado, y un empleo municipal que lo dotará de un poder que nunca antes tuvo. El Mudito hará uso y abuso de ese poder, decidiendo en secreto sobre vida y muerte de quien ose continuar relegándolo a su antiguo y triste lugar de idiota, de débil mental. Agente oculto de una tragicomedia, pasará de opa a dios griego. El misterio no se trata de quién mató (ya lo sabemos, porque el texto confiesa todo, y lo hace sin culpa) sino de quién morirá a continuación. Que no lo hablen otros al Mudito. Eso se paga con la vida.
Entre la escritura y los crímenes perfectos, se pasa por una subrepticia experiencia de lectura: la peluquería, cuyas revistas le proporcionan "información". A partir de percibir un sueldo que le permite ahorrar, cambia la relación con la información y con el tiempo. El Mudito se sale del tedio del presente continuo, amarrado a la madre en el hogar. Y se permite ambicionar una moto de agua, un viaje, una novia, y comenzar a sacar cuentas para ahorrar. La letra concita el deseo, parecería ser la moraleja. Aparece el futuro. Un futuro que se concreta y lo decepciona. Los discursos ajenos lo llevan de acá para allá, veleta de un sentido creado por otros. La insignificancia y el aburrimiento resultante hacen de su vida un limbo infernal, tolerable gracias a sus secretas revanchas mortales. Escritura, lectura y asesinato serán las artes que le permitan adueñarse de su mundo.
La comicidad del discurso (rayana por momentos en el absurdo, como en el collage de noticias disparatadas "halladas" en las revistas de la peluquería, y las reflexiones íntimas que algunas de ellas le disparan) le sirven tanto al autor como al narrador para decir amablemente las verdades amargas que subyacen a esta fábula, a esta especie de diario ficcional, que en última instancia se trata de "las fuerzas del bien" y "las fuerzas del mal". Verdades sobre lo social que el Mudito dirá entre líneas a través de un parlamento final, el capítulo 88, inesperadamente calmo y cínico... Pero igual y tranquilo, como siempre.
Yamil Dora estudió Lengua, Literatura y Comunicación Social en el profesorado Manuel Leiva. Se desempeñó como gestor cultural y trabaja en la Biblioteca Nacional. Es autor, en poesía, de los libros El ángel solo (2005), Los barcos olvidados (2007), Poemas de Casilda para chicos de todas partes (2007), Una plaza, un niño y un poeta (2009), Como playa que se puebla (2009), Un mar que existe (2013), Un hombre encima del mar (2015) y El olor de las hormigas (Palabrava, Santa Fe, 2017, con fotografías por Silvia Castro). Además de las arriba mencionadas, publicó las novelas Diez mil kilómetros de distancia (Moglia Ediciones, Corrientes, 2019) y Por la vereda con sombra (Palabrava, 2020).