En el ámbito de la teoría económica dominante, un mayor crecimiento de la actividad refleja necesariamente un aumento del bienestar material y por ende un incremento en la felicidad experimentada por los individuos. Sin embargo, a partir del surgimiento de lo que se ha denominado economía de la felicidad, este esquema ha comenzado a cambiar o al menos a contemplar otras perspectivas.
Desde este nuevo marco conceptual, donde los economistas buscan comprender y explicar cómo interactúan las fluctuaciones macroeconómicas en la felicidad de las personas, diversos estudios sostienen que el crecimiento económico no implica necesariamente un aumento de la felicidad en la población.
En el año 1974 se conoció el primer trabajo del economista Richard Easterlin en este sentido, el cual concluye que si bien dentro de un mismo país aquellos individuos con mayores ingresos reportan mayores niveles de felicidad, los países cuyos habitantes disponen de mayor nivel adquisitivo no son necesariamente los países con habitantes más felices. En tanto que tampoco son los países con menor nivel adquisitivo aquellos que presentan mayores niveles de infelicidad. Este fenómeno es el que precisamente se conoce como la paradoja de Easterlin.
Pero frente a esta temática propuesta por la economía de la felicidad, emerge una cuestión ineludible en términos teóricos y filosóficos que resulta imprescindible resolver para el correcto abordaje de este ámbito de discusión. La misma radica, nada más y nada menos, en determinar en qué consiste la felicidad o, al menos, establecer qué es lo que la origina.
Todos tenemos una somera idea de a qué se refiere este concepto, sin embargo no existe un consenso acabado respecto a su definición. Al punto en que algunos sostienen que lo que la define resulta subjetivo, lo cual constituye una verdadera contradicción, considerando que lo que justamente persigue una definición es distinguir de forma unívoca, un objeto o un concepto.
¿Qué es?
Tal es la controversia en torno a esta noción, que la misma permanece irresuelta desde tiempos ancestrales. Siendo muy diversas las causas que las distintas corrientes filosóficas han identificado como desencadenantes de la felicidad a lo largo de la historia. Ya en la época de la antigua Grecia, alrededor del año 400 antes de Cristo, Sócrates sostenía que la felicidad se alcanzaba a partir del desarrollo del saber.
Años después, Aristóteles planteó que la felicidad es el único bien que los hombres buscan por sí mismos y que su conquista significa el fin último de sus vidas. De allí que la verdadera felicidad es una virtud capaz de ser alcanzada mediante acciones. En tal sentido, la postura aristotélica propone que será aquel comportamiento basado en la prudencia y la virtud el que arroje como resultado una vida dichosa.
Durante la Edad Media, la idea aristotélica de la felicidad fue retomada por Tomás de Aquino. En la cosmogonía tomista, la felicidad seguiría siendo considerada el fin más importante de una vida humana. Pero ya no sería posible que el hombre la alcanzara en vida pues, absorbida por lo divino, pasaría a formar parte del ser supremo, y su expresión más cabal resultaría la beatitud.
Por su parte la corriente epicureísta sostiene que la felicidad se obtiene al desligarse de las cosas que generan dependencia y persiguiendo siempre el placer. Contrariamente, Kant entiende como el camino a la felicidad el cumplimiento del deber, un cumplimiento colectivo de las reglas formales, de modo que nunca se permita el avasallamiento del otro.
En la escuela de Pensamiento Utópico, la felicidad sólo es posible mientras nos comprometamos a realizar un mundo nuevo, con ciudadanos comprometidos a trabajar por transformar la realidad. El "cinismo" en tanto, sostiene que los problemas humanos se encuentran en el abandono que el hombre ha hecho de su naturaleza original, afirmando que nada hace más infeliz al hombre que la civilización. Por lo cual, propicia el retorno a la naturaleza y a las costumbres primitivas de los hombres y mujeres.
Satisfacción
Más allá de las marcadas diferencias que existen entre estas posturas filosóficas, todas han logrado gran cantidad de adeptos a sus preceptos. Y a pesar de que las mismas se presentan como antagónicas, podemos establecer un denominador común entre ellas. Este hilo conductor que une a estas distintas caracterizaciones, radica en que todas proponen mecanismos para la obtención de la felicidad que resultan propicios para la conservación de la especie: el conocimiento, la virtud, el placer, el cumplimiento del deber formal, el respeto del otro, el proyecto colectivo y la sustentabilidad medioambiental.
Por lo cual podríamos decir, aunando todas estas posturas e incluso muchas otras, que la felicidad es un sentimiento de recompensa, o de profunda satisfacción que obtenemos luego de una concatenación de éxitos en la carrera "conservacional", mecanismo que se encuentra vigente a partir del tan difundido proceso de selección natural.
De forma tal que ancestralmente aquellos que experimentaran este sentimiento agradable conocido como felicidad, luego de determinadas acciones convenientes en términos conservacionales, incrementaban sus posibilidades de supervivencia y reproducción. Generándose de este modo, un incentivo comportamental a través de esta sensación de bienestar en favor de un accionar propicio para la conservación de la especie.
A partir de este abordaje se observa cómo esta dialéctica conservacional ofrece un nuevo marco para definir y comprender el concepto de felicidad, cuestión prioritaria y fundamental para el correcto desarrollo de esta nueva vertiente del pensamiento económico. Lo que genera además, un esquema teórico que quizás resulte de utilidad al momento de diseñar políticas públicas en pos de la felicidad de los ciudadanos.
Determinantes
Si bien el PBI no determina la felicidad de un país, en todas las naciones los ricos son más felices que los pobres. Sin embargo, esos mismos datos también muestran que existe un punto en el cual un mayor desarrollo económico no implica mayor felicidad, sino que son otros factores los que comienzan a incidir.
La relación entre el PBI per cápita y la felicidad puede representarse con una curva de rendimiento decreciente: se eleva abruptamente a medida que las sociedades pasan del nivel de subsistencia al de ingresos medios, pero luego se estabiliza, al punto que, en aquellas de altos ingresos mayores incrementos de la riqueza tienen un impacto casi nulo. Las diferencias en el bienestar subjetivo están más determinadas, en cambio, por el tipo de sociedad en el que viven las personas- sistemas de valores incluido- que por su PBI per cápita.
Existe una tendencia muy en boga que considera la felicidad un objetivo individual y personal más que un asunto colectivo o de políticas públicas. Es que, dada la elusividad de su naturaleza anímica durante mucho tiempo fue excluida de un análisis cuantitativo riguroso.
Sin embargo, la evidencia está cambiando rápidamente esa visión tradicional. Diversos estudios realizados desde la economía, la sociología y la psicología han demostrado que, si bien la felicidad es eminentemente un sentimiento propio del sujeto, puede ser relacionada con características no solo individuales sino también sociales e incluso nacionales.
Tal como han demostrado las más recientes investigaciones, existe un punto en el que un mayor desarrollo económico no implica mayor felicidad, sino que son otros los factores que comienzan a incidir sobre ese sentimiento. La felicidad está íntimamente ligada con el desarrollo sustentable, entendiendo por tal la comunión del bienestar general, la inclusión social y el cuidado del medio ambiente.
En una sociedad pobre, el incremento del producto bruto per cápita tiene una relación directa con la mejora en las condiciones de vida de las personas. Quienes viven en la pobreza sufren varias clases de privaciones: escasez de alimento, falta de trabajo, remuneraciones inadecuadas, difícil acceso a la salud, a la vivienda, al agua potable, entre otras.
Un aumento de sus ingresos tiene un impacto directo; no es sorprendente entonces, que las personas pobres manifiesten una creciente satisfacción con sus vidas a medida que sus niveles de ingreso crecen. En cambio, los sectores sociales de altos ingresos no garantizan por sí solo un crecimiento en el bienestar subjetivo de esas personas tal como lo han demostrado diversos estudios.
Por lo tanto, tiene tanto sentido perseguir estrategias que desemboquen en el aumento del PBI, como implementar políticas distributivas que incrementen la felicidad de la comunidad en su conjunto, la construcción de lazos de confianza, la atención de la salud física y mental, el cuidado del medioambiente, el estado de derecho y la calidad de la gobernanza de un país.
En síntesis, cierto nivel de desarrollo económico y de ingreso es condición necesaria para alcanzar la felicidad. Por eso, en países como los latinoamericanos o los africanos, donde la desigualdad es grande y los ingresos no son suficientes para resolver las necesidades básicas de muchos ciudadanos, el crecimiento económico no debe descuidarse como objetivo. Sin embargo, una vez que las necesidades económicas están satisfechas y por encima de cierto grado de ingreso, la felicidad parece encontrarse en otras dimensiones.
Esto constituye una importante lección para un mundo en el que según estimaciones de la ONG Oxfam, el agregado del 1 por ciento más rico de la población mundial posee más del doble de riqueza que el conjunto del 90 por ciento más pobre y mientras las penurias materiales y el hambre son una realidad cotidiana para muchas personas, cada uno de los cinco hombres más ricos del mundo podría gastase un millón de dólares diarios y tardarían así 476 años en agotar su riqueza conjunta.
Como ha sido demostrado, una sociedad con una distribución del ingreso más equitativa, que garantice las condiciones materiales de reproducción básicas de todos sus integrantes, constituye una sociedad mucho más feliz.
*Economista UBA @caramelo_pablo