“Yo no escribí la sinopsis”, afirma enfáticamente Luis Ortega. ¿Qué dice la sinopsis oficial de la película que fue elegida para competir por el Oscar 2025? Algo así: “Remo Manfredini es una leyenda del turf, pero su conducta excéntrica y autodestructiva comienza a eclipsar su talento. Abril, jocketa y pareja de Remo, espera un hijo suyo y debe decidir entre continuar con su embarazo o seguir corriendo. Ambos corren caballos para Sirena, un empresario obsesionado con el jockey. Un día Remo sufre un accidente, desaparece del hospital y deambula sin identidad por las calles de Buenos Aires. Sirena lo quiere vivo o muerto mientras Abril intenta encontrarlo antes de que sea demasiado tarde”. En términos estrictamente literales, el texto resume algunos de los acontecimientos centrales que atraviesan los poco más de noventa minutos de El jockey, pero no alcanzan para dar una idea cabal de su contenido y, sobre todo, de su forma. Tal vez sea imposible que una simple sinopsis logre ese cometido. “Hubo algún conflicto con eso”, continúa Ortega, que está a horas de tomar un avión con destino a Donostia, la ciudad balnearia del norte de España que alberga todos los años el Festival de San Sebastián, donde su nueva película abrirá la sección Horizontes Latinos luego de haber formado parte de la selección oficial de su par veneciano. “Yo había escrito un texto sinóptico, porque me parecía que estaba en condiciones de hacerlo. No es conveniente, me dijeron. Ya hiciste la película que querías, ahora dejá que la comunique gente que sabe llevar gente al cine. Y está todo bien, puedo renunciar a eso, porque si logré hacer la película que quería hacer después que la vendan como quieran. A fin de cuentas, la gente se va a encontrar con lo que yo hice, ¿no?”.

Idiosincrática, absurda en el mejor de los sentidos posibles, por momentos incluso surrealista, El jockey llega el jueves a las salas de cine. Un regreso al universo Ortega más recargado, ya que si bien la exitosa El ángel, basada en la vida y obra de Carlos Robledo Puch mantenía todas las marcas de estilo del autor (¡los huevos de Fanego!), intentaba al mismo tiempo, con éxito, llegar a un público más masivo. A pesar de contar con un reparto internacional de figuras reconocidas y un presupuesto relativamente importante para un film de estas características, El jockey echa una mirada hacia atrás, a las creaciones previas del Ortega más rebelde y radical, el de Caja negra y Los santos sucios y también el de Lulú y Dromómanos. Con una novedad: el sentido del humor, que recorre como un tono multifunción la historia de Remo, de cómo pierde su identidad y, finalmente, vuelve a nacer sin que nadie pueda interponerse en su camino. Con una actuación central descollante y realmente singular de Nahuel Pérez Biscayart, acompañado por la española Úrsula Corberó y el mexicano Daniel Giménez Cacho, amén de un reparto de secundarios que incluyen a Daniel Fanego, Osmar Núñez y Roberto Carnaghi (más algunas apariciones sorpresivas), El jockey vuelve a demostrar el talento del realizador para crear y sostener universos que se parecen un poco al que habitamos, pero no tanto, de maneras aún inexploradas y siempre poéticas.

El jockey baila, pero ya no cabalga. Poder puede, pero le cuesta, consecuencia de un accionar impulsivo y de las adicciones que lo tienen a mal traer. El jockey baila un tema de Virus junto a su pareja y colega Abril mientras los hombres del jefe, el mandamás de los caballos, los observan a ambos desde la barra. Remo baila como si en ello se le fuera la vida, aunque sabe muy bien que la vida es eso que, quizá, se le está escapando. Y mientras transcurren los primeros minutos de proyección el espectador intuye que lo que está a punto de presenciar no se parece a lo que había imaginado. El jockey es un viaje de ida, si se lo deja absorber profundamente en las pupilas. “Fue muy difícil arrancar con esta película. Casi todos nos dijeron que no. La gente que nos había bancado con la película anterior con esta nos cerró la puerta. Pero, a fin de cuentas, agradezco que eso haya ocurrido, porque me permitió armar mi propia productora y así asociarnos con la gente de Rei Cine, quienes consiguieron los recursos de la coproducción y así lograron que El jockey exista. Hay demasiada gente siguiendo la corriente de las plataformas y viendo qué quiosco van a poner. Siempre es un quiosco efímero, pero se les va la vida tratando de conseguir una parcelita ahí”. Si la falta de libertad es en sí mismo un costo a pagar a cambio de ciertos recursos y alcances, lo contrario también tiene su moneda de cambio, la recompensa. “Para mí esto es como una primera película y, a partir de ahora, no vuelvo para atrás. Quiero filmar cada vez mejor y sólo pienso en mejorar, pero no para complacer al empresario que venga con expectativas de alfombras rojas o que el Excel le dé a su favor. Me parece insensato poner eso adelante de una película. Pero bueno, uno va descartando gente, o la gente te descarta a vos, y por decantación te quedan las personas que coinciden con tu naturaleza o tu búsqueda”.

SIN DISFRAZ

Remo ya no es confiable. Antes sí: el tipo se subía al caballo y, casi con seguridad, ganaba la carrera. Ahora hay que esperar un batacazo. O un milagro. Ahora, cuando el jockey no está bajándose de un tirón una botella de whisky de tres cuartos se está inyectando la falopa de los caballos, derecho al torrente sanguíneo. Sin embargo, el jefe, Sirena (Giménez Cacho, el Zama de Martel), que acaba de comprar un pura sangre japonés con la idea de revertir la suerte, lo sigue queriendo. Él y Remo y Abril y el resto del equipo, incluidos sus tres guardaespaldas, matones y hombres-para-todo, forman una suerte de familia, con sus costumbres y rituales, así que los trapitos se secan bien adentro, alejados de la vista de los demás. Es Abril quien ahora copa la parada, mientras Remo atraviesa un período de desintoxicación que, esperan, vuelva a encarrilarlo en las gateras. Los primeros minutos de El jockey recuerdan, en parte, al cine de Aki Kaurismaki. Tal vez sea la influyente presencia detrás de la cámara, como director de fotografía, de Timo Salminen, el veterano colaborador del gran cineasta finlandés. O tal vez se trate de una tonalidad que llega de manera más o menos consciente, más o menos inconsciente, a los planos y escenas del film de Ortega, que acaba de cumplir 44 años. El director, sin embargo, cree que “todo viene de Chaplin”. Lo pronuncia a la usanza criolla y cariñosa, Chaplín, con acentuación en la i. “Pero bueno, Kaurismaki también piensa en Chaplín, es como el padre de todos. Para mí escribir una película es ir tomando notas. Casi que se hace sola, si estoy atento”.

Después de un nuevo y estrepitoso fracaso, un fin antes del inicio, vendrá el golpe en la cabeza y el reseteo, el yirar por las calles sin rumbo fijo, la transformación física que nadie esperaba, la pesquisa del paradero de ese extraño ingrato que anda en busca de vaya uno a saber qué. “Al escribir algunas escenas me di cuenta de que lo que le pasa a Remo es cercano a lo que se siente ser director de cine, no tanto ser un jockey. Quiero decir, esas reuniones en una mesa grande se parecen bastante a las reuniones con los empresarios de la industria cinematográfica, y están inspiradas un poco en eso”. De todas formas, el germen de El jockey tiene un origen aparentemente más trivial y, sí, orteguiano. “Fue un poco como el disparador de Caja negra, mi primera película: el encuentro con alguien en la calle. En este caso se trató de un tipo que todo el mundo parece haber visto. Es un ruso, de Sebastopol, que anda por la calle, medio vestido de mujer, medio de hombre. Con un zapato en un pie y una croc en el otro, un tapado de piel y una cartera. ¿También lo viste? Es así, es como si se desdoblara, porque no puede estar en tantos barrios al mismo tiempo. Cuando lo conocí y lo encaré estaba entrando y saliendo de una farmacia. Se pesó y al preguntarle algo me dijo ‘Peso cero kilos, no existo. Pero me persiguen’. Y se fue corriendo. Algo espectacular. Me lo crucé varias veces más y le consulté si le gustaría actuar, a lo cual me respondió que ese era un trabajo muy estúpido. Si me hubiera dicho que sí tal vez hubiera sido el protagonista, pero ahí me apareció en la cabeza Nahuel Pérez Biscayart, el único actor que podía interpretar a Remo”. Un amigo llevó a Ortega al hipódromo y ahí ocurrió el clic: “¿Y si el loco, el paranoico que anda dando vueltas por la ciudad fue un jockey que se cayó del caballo, se escapó del hospital y lo único que atinó a agarrar fue el tapado y la cartera de otra paciente?”.

Pérez Biscayart está más activo que nunca, de ambos lados del océano. Su manejo del francés le ha permitido protagonizar largometrajes de alto perfil como 120 pulsaciones por minuto, de Robin Campillo, y la inédita en nuestro país Un año, una noche, de Isaki Lacuesta, además de participar como productor en títulos de franca radicalidad y experimentación como la reciente El auge del humano 3, de Eduardo “Teddy” Williams. Lo que logra en El jockey es similar al acto de un equilibrista: demasiado exceso y su Remo hubiera terminado ahogado en las aguas del grotesco; poco histrionismo y el jinete hubiese acabado como mera marioneta del guion. Luis Ortega, quien ya había trabajado previamente con el actor, dice que “nos entendemos a la perfección. No soy muy virtuoso en nada, pero con los actores me siento cómodo. Hay algo ahí, de ser la misma persona. Si uno machaca entonces la telepatía empieza a funcionar. Y como El jockey no tiene una lógica lineal para el personaje, como si ocurría en El ángel, esa telepatía era esencial. Mirarse y ya saber qué se requiere en cada caso. Para mí Nahuel está entre los mejores actores del mundo. Acá en Argentina eso no le importa a nadie, porque siguen buscando al galán. Afuera le va bárbaro y es reconocido por su talento y sensibilidad; acá no tiene lugar porque está todo colonizado por los cinco actores de turno. Hay algo bueno ahí también, porque Nahuel está transitando caminos desconocidos, y creo que esta película también. Me parecía el único tipo que podía comprender sin comprender. Además, como suele ser el caso, no fue filmada en orden. Acá eso fue medio una tortura. Giménez Cacho viajó desde México y tenía sólo cinco días para filmar. Para Nahuel habrá sido una locura y a mí me generó mucho stress, porque el personaje sufre muchas transformaciones, tanto interiores como físicas”.

¿Y Fanego? Te diste el lujo de llamar a su personaje con su nombre real: Fanego.

–Siempre quiero trabajar con él, es genial. Y con Carnaghi hicimos clic enseguida, aunque en un primer momento me citó a tomar un café para decirme que no, que ya estaba medio retirado. Al final tuve suerte. Osmar Núñez nunca falla. Ese trío me parece increíble, bien argento y familiar para el espectador local, aunque no sé bien qué pasa con el de afuera. Con Úrsula nunca había trabajado, pero tiene una potencia increíble. Me hizo muchas preguntas y no le pude contestar ninguna, ni siquiera acerca de qué iba la película. Ahora veo las escenas y me doy cuenta de que entendió todo. Hay cosas que no necesitan definirse.

LUIS ORTEGA EN EL RODAJE DE EL JOCKEY. FOTO DE NORA LEZANO


EL HOMBRE SIN PASADO

Hay humor en El jockey. Y hay golpes. Entonces, hay slapstick. También hay gags verbales, como uno muy gracioso que Ortega soñó literalmente antes de incluirlo en la película. “Con el tiempo se ponen así”, es la frase en cuestión. La gracia está en la imagen que la antecede y la reacción de quien observa. Y las palabras, desde luego. Pero los golpes son también los que traccionan el cambio, la transformación. Remo ya no es Remo. Y si lo es, lo es de otra manera. Los matones salen en su búsqueda, con ánimos no del todo amigables. Y el hombre (o la mujer) sin pasado sigue vagando, un ojo negro y otro azulado, como un Bowie estrellado en la ciudad de la furia. Tal vez no sea nadie ni nada, como lo señala la balanza de la farmacia. Pero todo cambia, todo el tiempo, y en el futuro hay nuevas carreras, con autos locos y animales de todo tipo, y un renacimiento imposible de anticipar. Sí, El jockey es una película impredecible, pero al final del camino su lógica es irrebatible.

“Lo del humor creo que tiene que ver con el hecho de ir tomándome a mí mismo cada vez menos en serio. Esa idea de hacer películas con un mensaje para el mundo me parece una impostación. En esa lógica el humor está subestimado. Pero el humor es la supervivencia y el lugar desde donde uno puede ver el mundo. Y el mundo es absurdo. No puedo tomarme en serio esas cosas. Hay otras que sí: desde que soy padre algunas cosas cambiaron, pero hay miles de situaciones que son ridículas. No quisiera ser uno de esos directores de cine que tienen siempre algo importante para decir. Creo que la experiencia humana es más trascendental que el momento político del mundo. El culto a la personalidad del director, eso tampoco me lo creo. El jockey habla un poco de eso. Alguna gente me dijo que hay algo sobre la identidad en el centro de la película, pero creo que no estamos cumpliendo con ninguna agenda. Tiene más que ver con la disolución del yo, de ser un espacio vacío y no alguien con una personalidad sólida. Ser hombre, bebé, mujer, vagabundo, drogadicto, jockey, director de cine. Respecto de lo que ya no se puede hacer (y no me refiero a la censura, aunque algo de eso hay, aunque del orden de lo económico) el otro día estábamos mirando con mi hijo El santo de la espada, de Leopoldo Torre Nilsson. Se la mostré porque la abuela hace de Remedios de Escalada. Veíamos las batallas, con doscientos caballos que se caen y ruedan. Parecía Ran, de Kurosawa. Sin efectos digitales, obvio. Pasaron cincuenta, sesenta años, ponele, y hoy es una película imposible de filmar. Hoy para tener un caballo en el set tenés que esperar cinco horas hasta que el animal termine de meditar”.

Y así Remo atraviesa nuevos desafíos, como un héroe clásico revestido de delirio y disparate. Y se transforma. “Pero no transiciona”, aclara Ortega, nuevamente con cierto énfasis. “Recién cuando empecé a escribir el tercer acto, cuando se transforma en mujer, comencé a darme cabal cuenta de por dónde iba la cosa. Y ahí alguien me dijo esto de que transiciona... Y no, no es así. No va por ahí. Tal vez está bien que se lea de esa forma, pero es algo más profundo”.

Sobre la mesa en la cual está apoyado el grabador hay varios libros, entre ellos El vagabundo de las estrellas, de Jack London. El realizador lo señala. “Tiene que ver con lo que pasa en ese libro: el protagonista sufre algo llamado anamnesis, que es la pérdida del olvido. Y entonces se acuerda de cuando fue vagabundo, de cuando fue príncipe, cuando fue mujer y parió a su primer hijo. Todo eso converge en un mismo momento; esas posibilidades de ser muchas cosas al mismo tiempo. Creo que la mente no te da toda la información para que puedas mantener la cordura, pero si rompés un poco las pelotas esa información empieza a bajar. Con un costo alto, psiquiátrico o espiritual. Si desarmás tu personaje te das cuenta de que podrías ser otro. La verdad es que en El jockey traté de respetar la lógica de la imaginación, no tanto la de la vida dentro del sistema, donde no hay mucho lugar para soñar despierto. Y cada vez se nos estrechan más las posibilidades”.

>Luis Ortega anticipa su próximo proyecto

UN MALDITO SACERDOTE

Es muy probable que, de haber aceptado, hubiera hecho la película con el ruso que conocí en la calle. Como El Ángel, que hice con Lorenzo “Toto” Ferro, que nunca había actuado. Casi todas mis películas están protagonizadas por no actores o bien están rodeadas de no actores. Uno ve a estas figuras que van yirando de una película a otra y ya no les cree. Sirven como una lobotomía: prendo un cachito y veo una película con tal o cual. Pero es evidente que a la gente le gusta. A mí eso del famoso en la pantalla no me sirve. Con El ángel pasó que casi paran todo porque querían poner a un famoso como protagonista. Hasta último momento fue una pesadilla. Incluso un productor me citó especialmente para decirme que el chico que yo había elegido no tenía ningún tipo de condiciones para hacer la película. ‘Va a ser un desastre esto’. Y me lo dijo con una convicción... Bueno, ahí están los visionarios de la industria. Y para las plataformas ya no existen los directores, lo que necesitan son técnicos. Hoy el productor-empresario, que no tiene mucha sensibilidad creativa, lo que prefiere es que desaparezca el director y negociar directamente con la plataforma. Si total la gente lo va a ver igual. Un director les va a romper las pelotas. A eso no vuelvo. No voy a desaprovechar el tiempo que me queda para caerle bien a quien fuera. Quiero hacer las películas que soñé cuando tenía seis años, una edad en la que nadie valida tu imaginación. Después te hacés adolescente, querés encajar, pero todo el mundo te cierra la puerta en la cara. Con el tiempo me di cuenta de que quería volver a los seis años: no cambiaron demasiado las cosas que imaginaba en aquel entonces.

Espero filmar el año que viene. Tengo una idea que estoy charlando con Wos, por ahí hacemos algo juntos. No es un hecho, él está con muchas actividades. Pero la idea es contar la historia de un cura que trabaja en una iglesia, donde un día cae una actriz que hace días no duerme. No puede parar de actuar. Está atravesando una suerte de brote paranoico y cree que todo el mundo está actuando. Él la contiene y se vuelven a ver, el inicio de un romance muy fuerte. Ella lo introduce a un mundo de excesos y confusiones, muy pasional. Y él se transforma en un cura parecido al protagonista de Un maldito policía. Bueno, tal vez no tan oscuro, pero sí errático. Y da unas misas súper lúcidas pero que no terminan más, como Klaus Kinski cuando hacía teatro. Por eso la Iglesia lo expulsa y lo envía a trabajar con los mineros de Potosí, donde podés comprar en el mismo lugar un paquete de cigarrillos y dinamita. Así que empieza a trabajar allí y vuelve como un experto en explosivos. En el fondo está la idea esa de inmolarse y desaparecer para encontrar algo, aunque acá quizás es más fuerte, porque ya la sotana te convierte en un hombre de fe.