El punto de vista de una niña es, desde siempre, una gran oportunidad y un gran riesgo para cualquier obra literaria. La oportunidad es la de observar las cosas con una mirada “desde abajo”, en la micro altura, perspectiva que puede dar vuelta la vida de los adultos y encontrar sus propios secretos, el nacimiento de una intimidad que se revela intrigante. El riesgo es el de “aniñar” demasiado las escenas sin autenticidad, quedando el texto atrapado en una voz que, en la representación de un escritor adulto, suele forzar el recurso sin resultar verosímil. Esta es la variante que suele predominar.
Fiebre de carnaval, primera novela de la ecuatoriana Yuliana Ortíz Ruano, ganadora del premio IESS de Italia para óperas prima menores de 35 años, aprovecha con creces la primera opción. Es una novela esencialmente de ritmo, novela de cuerpos, cuerpos que se auto descubren y cuerpos que danzan al compás de las melodías caribeñas. Se escuchan risas, choque de botellas, llantos, rumbas, champetas y pasos salseros, ecos radiales, quiebres de caderas. “La gente del barrio se moja en las veredas bailando durísimo, meneando culos y caderas como si ellos dominaran el camino de la vida, como si los culos y caderas sostuvieran al mundo”, se visualiza, con el centro de la escena que transcurre en la ciudad ecuatoriana de Esmeraldas, un espacio afro y que arrastra el mote de ser uno de los más violentos del país. Los hombres, amparados en su dominio ancestral, escupen brutalidad afuera y adentro de la casa. Se sientan en la punta de la mesa y nadie puede levantarse antes que terminen de comer, nadie más puede hablar mientras todos permanecen a su lado. “Para mí, los papis son seres que ni se puede decir que adornan la casa, sino que la joden. Sobre todo, el papi Chelo jode a todas las mujeres de la casa con su presencia”, observa la niña.
El carnaval rompe con el tiempo cronológico occidental y el ritual, en efecto, desdibuja las reglas. Ainhoa, la niña que no tiene permitido salir de la casa de la abuela, durante el carnaval se libera aunque no pueda beber ni ser parte del festejo. Cuando vuelve a su casa, nadie se da cuenta y antes de dormir transgrede las órdenes y bebe alcohol porque nadie la vigila. Lo trágico y lo festivo confluyen alrededor de Ainhoa, una voz infante y musical que busca una soledad que es mal vista por los adultos. En esa casa-adentro y casa-afuera, montaje paralelo de la novela, todo se mueve -las faldas, las melenas- y todo pasa vertiginosamente en el bullicio latino, “mientras los hombres caían de los muebles como muertos por la risa”.
A la niña de ocho años le dicen que huele mal y que está muy flaca. En el patio de la abuela encuentra un respiro y tiempo después, cuando empieza a nadar, descubre no sin asombro su sexualidad. Territorio flotante, de memorias acuáticas, Esmeraldas es una postal de la esclavización tardía en Ecuador y de la postergación de la comunidad negra en los discursos políticos, con un racismo interiorizado en la piel. Raza y género son dos ejes de discriminación que cualquier mestizo no ignora: mucha gente negra se ha graduado de una universidad pero no consigue empleo porque se la sigue excluyendo. “Esta casa que yo hice/ pasando tanto trabajo/ tiene piso ‘e guayacán/ y paredes de chachajo/ esta casa del señor/con amor y sacrificio/ pero el barrio está de fiesta y he invitado a mis amigos”, es una de las tantas canciones que aparecen de la orquesta Saboreo. Crecer, se dice en la novela, es batir el cerebro dentro de una licuadora de huesos llamada cráneo.
Con influencias de Severo Sarduy, Junot Díaz y Rita Indiana, publicada en Argentina por la editorial Concreto, Fiebre de carnaval se disfruta con humor y gozo, una niña que crece en un barrio negro repleto de problemas pero que en ese espacio de música y baile encuentra un lugar lúdico y de aventuras, un bálsamo por sobre los rezos, ruegos y la búsqueda permanente de salvación. Trance y brincadera, mujeres como la ñaña Catucha, que para bailar se sacaba las sandalias y sus pies negros y gordos arrastraban las tablas lustradas con creso, brillantes como el color de su piel. “Ese año, como todos los años, el carnaval empezó desde diciembre. Porque carnaval no es sólo febrero y los días que dice el calendario, sino cualquier fiesta en la que la gente se amanece, y como en Esmeraldas el calor no deja un segundo de azotar, un buen manguerazo o un balde de agua te cae y tú hasta dices gracias”, dice la voz perspicaz de la niña mientras todo parece arder en la playa.
Es de esas páginas que suenan, que se escuchan por los poros de los párrafos y uno se siente en medio de un baile. No casualmente Yuliana Ortiz Ruano, joven escritora que también es poeta, editora y gestora cultural, ha dicho: “Puedo vivir sin leer, pero no sin música”. En la música del carnaval la comunidad negra se desata, la música acompaña los velorios y también la alegría. En la novela irrumpen palabras como “comemierdería” e “hijueputas” entre guayabas y la espesa intimidad entre mujeres, abuelas, tías, vecinas, madres e hijas, una suerte de matriarcado puertas muy adentro. “Mi ñaña Rita sí sabe peinarme. Primero me baña con champú, luego me pone abundante rinse y me peina despacito con sus dedos, me enjuaga el pelazo y me echa bastante brillantina y comida pal pelo. Mi cabello brilla y me siento casi tan bonita como ella”. O la descripción que hace de su madre: “Mi mami Checho no es normal, es como el agua empozada cuando se la deja fluir, que bota un tufo de belleza verdosa y café. Mi mamita Checho tiene una belleza de estanque, una belleza invisible que se hace viva cuando se enoja y canta mal las letras de las canciones que no entiende y no le gustan, es un agua quieta que no sabe bailar, que parece que alguna criatura extraterrestre la puso obligada a vivir en esta casa, con este ñañerío”.
Así una mujer prematura nace bajo el calor enfermo del sol, se bambolea en la turbulencia del mar y en una casa donde la plata no alcanza y en la radio la nueva canción es crisis, con bancos quebrados y desempleo al por mayor. Ser demasiado hermosa no es bueno para una mujer, dice la niña, la marca de ser la bella machacó a su ñaña Rita. Y entonces, las palabras se escabullen, inquietas: “Tengo inflamada la cabeza pensando en mi próxima edad, la edad de hacerme mujer, de ganar estatura, de que brote el culo y los contornos se redondeen. No quiero que mi cuerpo se curve, prefiero pensar en la urgencia que me late de convertirme en mi árbol de guayaba o en el árbol de guabas de Remberto, crecer tranquila, hacia la profundidad del sol sin que me jodan la existencia”.