En un pasaje de esta ciudad, Rosario, sentado ahora mismo a una mesa con un café, o a punto de llegar, o tocando el piano, hay un señor que procedo a descifrar.

Escribo la reseña de este libro sobre su familia multicultural, que tiene ramificaciones hasta en el Amazonas, por no nombrar sus orígenes catalanes, italianos, parisinos, o el espíritu british de parte de su (por otro lado) afrancesada educación, y sé que todavía no he terminado de desvelar “el enigma Eugenio”, o la geografía completa de este ingeniero agrimensor que, caminando junto a él, señala sin dudarlo los límites de la primera ciudad, sus mediciones, sus canalizaciones. El mismo señor preciso y matemático que delante del local que alguna vez fue el escenario de Salón de Billares, de Jorge Riestra, es capaz de contar cuántas mesas había ahí. Y que permite esta otra versión de sí mismo:

Como un bardo a quien le importa un pito el viento -ya le diré al lector de dónde saco esto, que no es una invención- puede ignorar el frío y a la vez leer en voz alta grandes momentos de la literatura escrita desde o sobre esta ciudad. Todo junto -o tot plegat, para homenajear a su parte catalana- es glorioso. Porque siempre habrá un misterio. Porque con él siempre habrá más estudios topográficos y geotécnicos que hacer.

En su libro La chica, Eugenio Previgliano (Rosario, 1958) consiguió en certeras líneas, con trazo firme, su propio relato de la cautividad en la dictadura. Quienes no lo han leído aún, sepan que no se olvidarán así nomás de esa chica, ni de ese chico que apenas ha salido de la adolescencia y cuenta lo que le tocó vivir y, enfatizo el detalle, lo cuenta cuando se sabe que ha llegado su momento para hacerlo.

En La pelea lleva a cabo una justa histórica y personal. Pensándolo mejor, y luego de esta última lectura, no sé si en el talante del Comandante Rossi -en sus diarios y pensamientos que son la hoja de ruta hacia el sur, en la Campaña de Desierto vista por el ojo de una cerradura algo herrumbrosa-, se esconde esa velentía que reaparece aquí. La épica de Eugenio Previgliano a veces no se ve, no se advierte. Esto ocurría en La Chica (donde emerge una masa atmosférica inolvidable, con poquísimos detalles que señalan el camino del relato a varios tiempos, pequeñas señales del negro encierro) y ahora ocurre en esta forma de recuperar sus primeros y decisivos años. Los años que nos prefiguran para el resto de nuestra vida.

En pocas líneas, este libro es un viaje real, físico, sensorial y siempre atento hacia la primera infancia. Tan íntegra y tan bestial su inmersión que ya no hay forma de saberlo: una de dos, o Eugenio escribe para recordar o recuerda y se pone a escribir. Yo creo que la primera opción es la buena, que su forma de hilar frases, su virtuosa naturalidad en la oración de largo recorrido es la que provoca que su memoria no deje de hablarle. La revista Billiken y Mark Twain, Azul de Rubén Darío, la extraña figura del tío Orosman en el club Español, las frases breves de su madre y la mirada sobre los cementerios. El talante escénico de El Salvador, los límites en el cementerio La Piedad y las historietas del Doctor Merengue y de Afanancio. Todo esto y más desfila por aquí.

Escenarios perdidos

La lectura es el más que justificado titulo para un relato que empieza con la muerte de la tía Lola, una mujer que vive en una maravillosa casa con una sala llena de espejos que reproducen al pequeño narrador, aunque es cierto que la tía, que sabía de encajes, zapatos de charol, a la hora de su muerte solamente viste harapos. Pero con la tía Lola vienen la memoria unos volúmenes grandes, marrones, llamados El Tesoro de la Juventud. Y no están solos esos libros, sino en el mundo que se levanta como la escenografía que contará el resto de la obra y hasta el final. La tía Rosita, dice Eugenio, usaba dos grandes tomos para emparejar las patas de la cama, y la gran enciclopedia -allí uno podía encontrar datos matemáticos o las instrucciones para fabricarse un proyector casero; la formación científica y poética del autor es posible rastrearla en esos libros maravillosos- venían acompañados de platos, de piezas de loza. Los libros -el papel, la letra, la tinta, los colores- todo tiene tanta fuerza física como cuando la madre lo sumerge, al pequeño narrador, en una bañadera para limpiarle las orejas.

Vida y arte son una misma cosa, lo eran para un niñito llamado Marcel Proust que se escondía en un rincón del jardín de Illiers-Combray y espiaba, en el patio trasero de la cocina, a la criada Francisca peleándose a vida y muerte con un pollo que se le resistía cuando intentaba darle el mazazo final. Y ya era una cuestión personal y de honor.

Lo afirmo, no es menos honorable (ni inolvidable) el niño narrador de este libro, tironeando con su ropa porque su madre, en el momento de vestirlo, “se obstinaba en que un centímetro de la camiseta sobresaliera de las manguitas del saquito de botones brillantes”.

Puede que éste sea un libro inclasificable. Son unas memorias, sí, o una memoria artística, moral y sentimental. No hay duda de que es un testimonio de escenarios perdidos al que habrá que volver. Que habla de una generación que nace y crece con la convicción de que en Europa todo ocurre antes y mejor que aquí, que las palabras y las entonaciones vienen de distintos barcos. Un libro que, lleno de encantadoras irreverencias, bucea en un misterio, ese por el cual la letra y la visión de un pecho de mujer o un olor y un enigma familiar conforman a alguien. Un tipo y un libro juguetón como el admirado Huck cuando navega por el Mississippi, y astuto y estratégico, por su punto de vista. Cuando los niños -no los de ahora sino nosotros, lo de aquella edad- gozábamos, por así decirlo, de ciertos beneficios. Cuando los adultos pensaban que no entendíamos nada de lo que decían. “Al igual que los perros -dice Eugenio; porque no puedo olvidarme del sentido del humor de estas páginas-, se los consideran de escaso o nulo valor social, personas atravesando un período pasajero de estupidez”.

He dicho que he visto a Eugenio ser un bardo desafiando los vientos de Rosario. Exactamente en la esquina de San Martín y Córdoba, leyendo en voz alta, mientras se hacía de noche, fragmentos de Angélica Gorodischer y de Elvio Gandolfo. Yo sabía -y yo creo que los que nos acompañaban en esa ruta literaria lo vieron también- que un tipo así no solo lee, también escribe sin pensar mucho en la corriente. Porque no importa el rumbo vacilante y caprichoso de las tendencias. Nada puede contra su forma tan franca, tan buena, tan genuina, de acercarse a la verdad.

 

"La lectura" (Casagrande, 2024) de Eugenio Previgliano se presenta hoy sábado a las 10.30 en Pasaje Pan. Participarán junto con el autor, las escritoras Beatriz Vignoli y Virginia Ducler.