En el libro Blasón de Plata de Ricardo Rojas la palabra raza aparece entre las primeras del prólogo: “Argentinos: —hermanos míos en el misterio maternal de la patria— leed este libro, porque sus páginas pretenden esclarecer, como en un mito heráldico, el nombre augural de nuestra tierra, de nuestra raza, de nuestra civilización […] Tienen las patrias su abolengo no fué más esclarecido que el nuestro el de la Grecia que la Ilíada pinta, ni el de la Roma que la Eneida canta…”
Para Rojas la situación de gloria de una civilización no estriba tanto en la historia de un pueblo, de una “raza” como la Argentina, sino en el poeta que la canta. A Argentina le hace falta un Homero, y si no es lo suficientemente grande es porque ese poeta todavía no llegó (se ve que, para Rojas, ni José Hernández, ni Eduardo Ladislao Holmberg, ni Francisco Sicardi, ni Almafuerte, ni Lugones aplicaban a la posición). De modo que el autor pensaba que el poeta no había llegado y que quizá, con un poco de suerte, él mismo podía ocupar el lugar vacante. Rojas promovía su propia obra solicitando a todos los americanos que también lean Blasón de Plata, porque no es solo de Argentina sino de América que fluye su inspiración, y, continúa: “de nuestras tierras ha salido su nombre de "plata" —símbolo de pureza, de abundancia y de paz [¿?]— como el del pueblo "argentino", cuyo abolengo documenta y blasona, aquí en las riberas del río epónimo.”
Que el libro de Rojas, publicado en 1910, es un extraño tratado de idealismo nos lo indica la lista de aquellas tres virtudes argentinas: pureza, abundancia y paz. Sin ingresar en las turbias aguas del concepto de pureza, podemos asegurar que la abundancia estaba administrada por el estado liberal para una clase patricia muy celosa de su propiedad. En cuanto al término paz, si dejamos aparte los 70 años de guerras civiles (1814-1880), podemos enumerar la revolución radical del 90, la de 1893, la de 1905 y la represión de la semana roja por Ramón Falcón en la Plaza Lorea en 1909.
“Libro de amor, de poesía, de misterio”, nos dice Ricardo Rojas de su propio esfuerzo, sin demorarse en falsas modestias. El autor nos pide, por otra parte, que no lo acusemos de arrogante. Su obra intenta contestar la pregunta de Sarmiento, quien al final de su vida flotaba como “un dios” argentino “sobre sus caos”. La pregunta del ex-presidente era: “¿Argentinos? —Desde cuándo y hasta dónde; bueno es darse cuenta de ello...”
Rojas, como podemos ver, tiene solo admiración por el sanjuanino, sin detenerse a observar que aquella pregunta aparece publicada en un libro postrero llamado Conflictos y armonías de las razas en América, un compendio de racismo y mala fe, en contra de los indígenas, del gaucho, de lesa hispanofobia y desprecio por el inmigrante italiano, es decir, por los ingredientes que hacen a Argentina. Todos aquellos prejuicios de Sarmiento van a contramano de lo que Rojas en Blasón de Plata propone: esto es, que los argentinos somos una raza de migrantes, que, desde los indios hasta el último albanés recién llegado, forman una sola raza trashumante que es la que hace a la argentinidad.
Rojas nos asegura que llega a sus conclusiones a través de la observación del paisaje más que por influencia de otros libros (con excepción del de Sarmiento, claro) y también por “los rasgos autóctonos que las tierras nuevas imprimen en los seres que crean”. Rojas, como varios intelectuales de su época, tenía una inclinación por el misticismo. Para él, “el numen del lugar” es el que nos da el tono regional de la sensibilidad, es el que nos modela. Su libro es “pura emoción, que, como los libros heráldicos”, se reaviva, “por la leyenda o la historia, el orgullo y la fe de la casta”. Nuestra casta.
Como decíamos, el autor insiste en que “a Argentina le hace falta un Homero, y si no es lo suficientemente grande es porque ese poeta todavía no llegó”. La obsesión por un Homero Nacional irá in-crescendo junto con la construcción de las expectativas por una Grande Argentina. En una operación de desplazamiento Lugones arrebatará el laurel a unos cuantos postulantes señalando —gracias a sus propias virtudes— el poema Martín Fierro como el equivalente a nuestra Ilíada. En cuanto a su autor, el poeta José Hernández, Lugones no le tendrá el mismo respeto. Hernández, para el cordobés, no va a ser el Homero de su poema. Más bien, la intención de Lugones, es proponerse él mismo como el Homero Nacional por el mérito de haber encontrado el poema heroico que la Nación tanto necesita. Hay que aclarar que hasta ese momento Martín Fierro era un poema popular tenido a menos por su lenguaje gauchesco, es decir no europeo.
No obstante, los poetas que continuaron con la actitud romántica, europeizante y sarmientina, intentaran sin éxito el enorme esfuerzo de realizar sus propias Ilíadas para la joven Nación. De este modo, Eduardo Ladislao Holmberg con su poema Lin-Calel (1910), Francisco Sicardi con La inquietud Humana (1912) y Emilio Corbiere con La Rozaida (1921) propondrán, cada uno a su modo, cantar la epopeya de la Patria y sus promesas.
Una maniobra de pinzas entre las vanguardias estéticas con Borges a partir de 1922 y la crisis económicas y políticas con Uriburu en 1930, acabarán con las oportunidades (si cabía alguna) de estos tres poemas. El propio Lugones quedó entrampado en sus excesos por querer ser el Homero de un país ordenado a sus deseos y deshecho en sus circunstancias. El mejor parado de todos, en los entresijos y los vaivenes, resultó ser el Martín Fierro. El gaucho narrado, víctima de las injusticias, perseguido por los comisarios, los liberales y por Sarmiento, reflejó bastante bien las arbitrariedades del Estado y el modo de sobrevivir a través de la desobediencia y el canto.
Se calcula que el territorio que hoy se llama República Argentina estuvo habitado desde hace 12.000 años. Los primeros en llegar fueron humanos provenientes de Asia, los cuales ingresaron al continente por Alaska a través de un corredor que existía en el estrecho de Bering. Esto sucedió hace unos 20 o 25 mil años y les demoró otros 10.000 llegar a CABA y aún más al Sur, Quilmes, por ejemplo. Desde entonces han pasado 480 generaciones. La llegada de los españoles solo cubre unas 20, o sea que aquellas familias patricias que gustan citar su abolengo en genealogías o bien se quedan cortas por 460 generaciones o bien deben recurrir al puente cortado con Europa.
Al arribo de Pedro de Mendoza existían unas treinta etnias locales de las cuales veinte sobreviven aún hoy. Quince de estas mantienen su lengua original. Como los adelantados eran en su mayoría varones “sentaron la base de la colonia” con mucho celo. A estos españoles se le agregaron esclavos africanos entre fines del siglo XVI y comienzos del XIX, es decir, doscientos años de tráfico. Con esta presencia, la de los habitantes autóctonos, los europeos y los africanos, la clase colonial preparó una larga nomenclatura de castas: mestizos (nativo americano y europeo), mulatos (africano y europeo), zambos (nativo americano y africano), tercerones (nacido de blanco y mulata), cuarterón (hijo de mestizo y española), trigueños, pardos, cholos, chinos, barnizo, puchuelo, tresalbo, galfarro, castizo cuatrialbo, coyote, coyote mestizo, chamizo, zamabayo, lobo, cambujo, jarocho, gíbaro y otros que se nos escapan como “no te entiendo”, “salto p’atrás” y “tentenelaires”.
Se entiende el por qué un poeta como Eduardo L. Holmberg eligió la figura de una mujer para representar a la Argentina en su poema Lin-Calel; también se comprende —teniendo en cuenta los deseos de la clase dominante— por qué esa alegoría debía ser una joven rubia de piel blanca cautiva de los pampas. Sin embargo, la percepción poética de Lin-Calél como hija de un cacique y una cautiva caucásica va a contrapelo de la generalidad de los sucesos prosaicos. La llegada del conquistador español, sin mujeres que los acompañaran en sus empresas, el tráfico preferente de hombres africanos, como mano de obra esclava, y más tarde la llegada masiva de inmigrantes italianos y españoles, en gran porcentaje jóvenes solteros que venían “a hacer la América”, convirtió a la Argentina en un país de afluencia masculina “reduciendo la posibilidad del normal flujo génico entre los aborígenes de ambos sexos.”
Los estudios de ADN por vía del linaje materno muestran que un cincuenta por ciento de la población desciende de etnias nativas americanas, es decir, de mujeres indígenas. Desde el lado paterno, por el contrario, muestra una marcada presencia de europeos en un 95 por ciento. Aun cuando la presencia de la nueva inmigración europea entre fines del siglo XIX y principios del XX triplicó la población argentina la presencia nativa se mantuvo. Si es por nuestra herencia, Lin-Calél, como alegoría de la Argentina, bien podría ser trigueña, de padre europeo y cautiva americana.
Pero sobre la descendencia de mujeres nativas Rojas nos dice: “Siendo la guerra una de las causas mayores de exterminio, ésta dejaba a salvo la mujer, dada su propia condición pacífica. Estando el misterio sexual de la mujer ligado a la condición genésica de las tierras y los astros, se me ocurre que el suelo patrio y nuestro padre el Sol salvaban en esta hija primogénita el ser que habría de perpetuar las primordiales virtudes del genio indiano.”
“El español fué hacia ella (la mujer indígena), porque traía, varón excelente, sus instintos desnudos como su espada. Ocho siglos de convivencia con el árabe le habían familiarizado con infieles de carne morena. Hombre sin prejuicios de raza para el amor, mestizo acaso él mismo, de moro, de gitano o de judío; buen violador de harenes en Granada, de conventos en Roma, de hogares en Lieja, ese soldado sabía las dulzuras del amor prohibido. Para que tal destino se realizara mejor, el colono del Río de la Plata fue con preferencia andaluz, vale decir anárquico, moreno y sensual. No era el vasco de Chile, que cuidaba la pureza de su abolengo; ni el inglés de Virginia, que despreciaba las razas inferiores”.