Cuando salga esto, habrá pasado una semana desde el final de la Feria Internacional del Libro de Rosario, edición 2024. Mientras escribo esto, sigo contenta. Me dura la alegría.
Haber subido al podio de los discursos para abrir esa concurrida edición de la Feria no marca ni un antes ni un después en mi vida. Mis vecinos siguen locos; no sé mucho más de mí ni del mundo que hace tres semanas. Pero ojalá marque un antes y un después en la vida social y cultural de Rosario. O al menos espero que así sea. Espero que mis palabras hayan sido el hacha capaz de quebrar el mar helado que aprisionaba el alma de mi ciudad en una injusta y desdichada falta de autoestima. Que nos haya quedado claro quiénes somos, cuántos somos, cuánto poder simbólico tenemos y detentamos. Espero haber liberado una reacción en cadena de pasiones alegres y potencias vitales.
Lo tomé, al principio, como un texto más. Lo fui puliendo con mis recursos literarios, y en un momento dado comencé a comprender que no era un texto más. Que iba a ser recibido por un público mucho más amplio que cualquier cálculo que hubiera podido hacer antes. Que tendría la oportunidad de detonar toda la energía que vengo juntando desde quién sabe cuándo. Que yo tenía que ser una bomba, una bomba atómica feliz.
Y, con la ayuda de la gente de la Secretaría de Cultura, que me trataron súper bien en todo momento, abrí viejas cajas de herramientas para poner en juego muchos recursos más: los recursos escénicos y de comicidad que generosamente me enseñó Liliana Gioia en mi breve paso de cuatro meses por su taller, allá a fines de los '80; lo que aprendí en el taller de pantomima de Alberto Demestri, a mediados de esa década. No subí sola a ese podio. Estaban conmigo, siguiendo desde abajo cada segundo de la performance, los sonidistas que, durante la prueba de sonido, me escucharon y comprendieron el efecto que buscaba para ese instante clownesco en que entraría el ¡ring! y que astutamente se sumaron a mi broma. Era cuestión de fracciones de segundo lograr el verosímil de un ringtone inoportuno que distrae. El sentido del interludio musical se completó al ver las caras de la gente, sus sonrisas. Y entonces, espontáneamente, me pintó bailar. Porque yo no era solo yo, mi yo de ahora. Lo tengo que contar como si hubiera sido un sueño: yo era esa chica de catorce años que con su pollerita larga se habia sentado cuarenta y cinco años antes en ese mismo Centro Cultural a firmar ejemplares de su primer libro de poesía, con dedicatorias floridas en una caligrafía impecable. El tiempo dejó de ser pérdida y fue espacio. Yo era aquella y era esta; estaba sanando la fractura del alma.
Pero conmigo ahí también estaba el Negro Ielpi, estaba el Negro Fontanarrosa, estaba el viejo Jorge Riestra, estaba Angélica Gorodischer; estaban todos los escritores y poetas y humoristas de Rosario que unieron su nombre a la historia de este lugar. Ahí nomás, en la plaza, seguía estampando con los chicos de la calle el maestro Rubén Porta, profesor de grabado en la Escuela de Artes de la Facultad de Humanidades de la UNR, quien con motivo del evento "Arte Sale" (sale de salir, no de vender), allá a mediados de la década del ochenta, en plena recuperación de la democracia, sacó la prensa de grabado de la Facultad a la calle para imprimir con los pibes sin calma. Era por entonces director de la Escuela de Artes Rubén Naranjo, quien, en sus tiempos de la Vigil, también les dio los azahares de la esperanza y del dibujo a los niños en situación de calle. Aquellos artistas y aquellos escritores, que hoy son historia, se encontraron en el instante sin tiempo del acontecimiento con los que están vivos: con el muralista Jorge Molina, compañero de la Facu en aquel inolvidable "TAE Ludueña" (siglas de "Taller de Arte Experimental", una materia curricular nueva entonces), quien me contó hace pocos días de un memorable encuentro con el generoso profesor Porta, allí mismo en ese Centro Cultural, hace años. Fue en la inauguración de su primera muestra, y el maestro lo recibió como un colega.
Yo sabía que nombrarlos era invocarlos, y fue así que los nombré. En el audio que tan generosamente grabó Adolfo Corts para el sitio web Sonidos de Rosario, queda la marca sonora de los aplausos que siguieron a esos nombres. Agrego ahora en esta contratapa los que aquella noche di por sentado. Saludo a la ministra Susana Rueda, quien expresó tan claramente una voluntad política tan afín a la que fui tanteando en mis borradores.
¿Y qué me llevo? Porque la onda expansiva llegó a todos los rincones del país, donde espero que quienes toman las decisiones hayan tomado nota de lo que dije que falta y que queda por hacer. Me llevo todos los abrazos que recibí esos días durante la Feria. Melina Torres me cargaba: "Parecés el Buda, todo el mundo te quiere dar un abrazo". Sé que saben que intenté expresar la voz de un colectivo, una gran comunidad integrada por quienes trabajamos por la cultura en esta ciudad. En la Feria me reencontré con mi profesora de Estilística en el Traductorado del Olga Cossettini, Graciela Tomassini, quien nos enseñó a detectar la enumeración caótica en el cuento "El Aleph", de Borges. Puse en práctica ese aprendizaje cuando compuse mi lista de oficios de la cultura: el caos deliberado hizo que parecieran muchos más. De Graciela aprendí el efecto estético de la repetición. Recuerdo todavía el modelo literario que nos dio: el insuperable discurso "I have a dream", de Martin Luther King. Graciela me contagió su pasión por la literatura, y otro tanto hicieron desde sus libros los autores que nombré, uno de los cuales lleva cien años siendo historia. Y no me quiero olvidar de Frank Caspa, el hermano punk de Franz Kafka que inventamos casi en la víspera con Claudio Socolsky en un estudio de radio.
Aquella nena de trece que escribía sobre el tiempo y la muerte estaba descubriendo el rock y quería ser disc jockey. Pensé como dee jay ese discurso: una sucesión de climas. Que hubiera primero un saludo formal, después el tono kafkiano de tragedia, después comedia, luego un lirismo in crescendo y al final liturgia pagana, fusión de todo en uno.
Me gustó que me dijeran que les hizo bien. Fue lo que más me gustó. Hubo nomás una parte que no entendí. Me hablaron de deuda histórica, de justicia poética y reparación, concepto este último que presupone un daño previo. No creo que nadie me deba nada. Sí es verdad que cuando emprendí este camino me puse al hombro un reclamo de mis ancestros Erminio y Elvira. Murieron en el mismo verano del '76, sin verse reconocidos: él como escultor, ella como poeta. Y los pude nombrar para que vivan de nuevo, en paz.