Enfrente de la puerta número 12 de la cancha de Vélez Sarsfield, sobre el suelo alguien dibujó en tizas bordó, azul, blanca y negra a Eric Clapton. Si bien el artista callejero no dejó su firma, sí escribió al lado de su obra: “¡Clapton es Dios!”. La sentencia es conocida desde mediados de los 60, cuando apareció inscripta por primera vez en la estación Islington del metro de Londres. En esa época, el entonces joven guitarrista era integrante de los Bluesbreakers liderados por John Mayall. Pero su forma de tocar el instrumento era tan taumaturga que alcanzó altos niveles de veneración. Se tomó tan en serio lo de ser una deidad suprema que meses más tarde quiso demostrarlo. Montó Cream, uno de los primeros supergrupos del rock y, al mejor estilo de Prometeo, desafió a los dioses robándoles el fuego.

Pese a que los refranes están para advertir, el músico inglés hizo caso omiso de que el que juega con fuego se quema. La historia que vino luego es sabida: la bardeó mal. Se hizo adicto a la heroína y a la cocaína, y, de paso, le robó la esposa a su mejor amigo: el bueno de George Harrison. Al igual que el hijo de Jápeto, fue castigado. Sin embargo, hace exactamente 50 años el violero dio muestras de que era digno del perdón. Tras recuperarse de su drogadicción (mas no de su alcoholismo), se dio cuenta de que había malgastado años de su vida. No hacía más que ver televisión, lo que lo dejó en peor estado físico. Volvió a buscar la inspiración en la música: escuchaba blues, pero también comenzó a descubrir otros géneros. Esto decantó en uno de los mejores discos de su carrera: 461 Ocean Boulevard.

Aparte de seguir buceando en las posibilidades que ofrecen el blues y el rock, lo llamativo de este segundo disco solista es que su autor se calzó el funk, como lo ilustra el tema “I Can’t Hold Out”. Mientras que en “Let It Grow” se acerca a la canción sublime de Pink Floyd y hasta prueba con el reggae a través de su revisión de “I Shot the Sheriff”, de Bob Marley. En su cuarta visita a Buenos Aires, en la noche del viernes y ante 30 mil personas, el guitarrista, cantante y compositor ni se preocupó por tocar algo de este material. Al ser dueño de un cancionero tan vasto, en el que además abundan las apropiaciones de composiciones de héroes y pares, hay que ponerse en la piel de Clapton para definir una lista de temas. Tarea compleja, sobre todo al momento de complacer a su audiencia.

Si algo conserva todavía esta leyenda de sus años de reviente es la picardía. Y como más sabe el diablo por viejo que por diablo, Clapton la clavó al ángulo desde el inicio del recital. Aunque nadie duda de su estatura musical, este casi octogenario (se convertirá en uno en 2025) se anotó uno de los mejores shows internacionales que pasó la ciudad este año. No sólo eso: demostró que tiene muy punzante su capacidad de sorpresa. De hecho, en contraste con el repertorio que desenvainó en su reciente gira europea, el músico levantó el telón de su reencuentro con la Argentina con “Sunshine of Your Love”, canción de Cream devenida en obra maestra de la música. A la altura de lo que hicieron Beethoven, Mozart y cualquiera de esos eruditos. Pero ellos no contaban con la potencia vocal de Sharon White y Katie Kissoon.

El himno del power trío no sonaba a 1967: tenía un no sé qué más actual. Además, estuvo enlazado con el blues “Key to The Highway”, tema de Charles Segar que el nativo de Ripley hizo suyo. Apenas arrancaba el show, y el público ya evidenciaba desmesura. En el campo se pudo ver varios focos de fans que, de pie, agitaban sus brazos como su estuvieran poseídos, al mismo tiempo que decían cosas inentendibles. Y la gente más loca se volvía cuando el violero hacía jadear a su Fender de cuerpo negro y chapa blanca, para luego darle paso al veterano tecladista Chris Stainton. Secundado por Tim Carmon, quien bien tempano comenzó a exprimir su Hammond. A todas éstas, antes de colgarse la guitarra, el artista apareció por el escenario escoltando a su banda y luciendo poncho y gorra (en la previa actuaron David Lebón y Gary Clark Jr.).

Tras saludar a esa masa enardecida, Clapton bajó hasta el inframundo con otro blues. Uno de cadencia más lujuriosa, tipo de whiskería. Se trató de “I’m Your Hoochie Coochie Man”, de Willie Dixon, uno de sus maestros. Un espectáculo aparte era mirarlo a él en las dos pantallas a los costados del escenario. En especial por el deleite que significaba ver a esas manos volátiles, casi felinas, dándole vida a su guitarra. Por más que a estas alturas se contemplen arrugadas, escamosas y venosas. Pero no hay que dejarse engañar: esta divinidad británica sigue manteniendo vívida su actitud canchera. Amén de su voz. De lo que dio fe en “Badge”, otro temazo de Cream. Quizá el más groovero, a un tris de lo latino, en cuya tercera vuelta su solo de guitarra desató la ovación y el primer “olé, olé” de la noche.

En el segmento acústico del show, salieron de cuadro todos los músicos, salvo el guitarrista Doyle Bramhall II y el bajista Nathan East. Una vez que Clapton se colgó la guitarra, el set despegó con el blues rural “Kind Hearted Woman Blues” (de su amado Robert Johnson), cuya intimidad se vio invadida por el eco de las palmas del público. Apuntó hacia el country con “Running on Faith”, y estrenó una canción nueva: “The Call” (incluida en Meanwhile, disco que verá la luz en octubre). Con toda la banda junta, hicieron sendos temas prestados: “Change the World” (Wynonna Judd) y “Nobody Knows You When You’re” (Jimmy Cox). Hubo espacio para las baladas “Lonely Stranger” y “Believe in Life”, lo que dio paso al cierre de ese tramo con una versión más entusiasta del hit “Tears in Heaven”.

Mientras se conectaban, el batero Sonny Emory tomó el mando. Control que cedió a los tecladistas para que iniciaran el viaje hacia el fondo de “Behind the Mask”, adaptación del clásico pop electrónico de los nipones Yellow Magic Orchestra. Ahí Clapton dejó en claro que hiciera lo que hiciera siempre iba a sonar moderno. Y entonces giró el volante hacia el blues. En “Old Love” todo fluyó normal hasta que la cosa se puso caótica, progresiva e incluso flamenca. Eso allanó el camino para un par de temas de Robert Johnson: “Cross Road Blues” y “Little Queen of Spades”. Tras el funk rock “Cocaine”, el inglés regresó a escena con una Fender que lucía la bandera palestina (y con Gary Clark Jr. de invitado) para despedirse con la arrabalera “Before You Accuse Me”. Show no apto para escépticos ni ateos.