Una tormenta fugaz está a punto de desatarse desde el cielo de Montevideo, que se oscurece. Hay viento, los plátanos desesperan a los alérgicos. En la puerta del Cementerio Británico hay mucha gente, entierran a alguien. Ese cementerio no es mi destino hoy: otro día visitaré a la maravillosa Armonía Sommers, que tiene su tumba en ese rincón. Tampoco pude darle mis saludos a Delmira Agustini, porque ella está en el Panteón Nacional del Cementerio Central, que sólo se abre los fines de semana. En los paseos por los cementerios se conversa, la charla siempre es parte de la recorrida cuando alguien acompaña. Esta vez la hago con Leonel Schmidt Ferro, el director de Las cosas que perdimos en el fuego en el Teatro Solís, la pieza él que adaptó sobre mi libro de cuentos, y que es buenísima y lo puedo decir porque no participé de la adaptación ni de la dramaturgia ni de la puesta, trabajaron Leonel y los técnicos y el elenco, para mí fue un regalo maravilloso en esta ciudad que me recibió con muchos lectores e inesperado afecto.
Al paseo por el Cementerio lo guía Karina, amiga de Leonel y profesora de Historia, y Bruno, otro amigo. Vemos muchas tumbas magníficas y nos vamos por las ramas, hasta recordar a Roberto de las Carreras, dandy del 900 uruguayo, poeta, anarquista, provocador, que fue encerrado por insanía en 1913. Se escribió sobre él: “Acosado por sombras y fantasmas, el medio siglo que le queda por vivir habrá de ser el purgatorio de un psicópata incurable desconectado para siempre del mundo y de los seres que lo rodean”. La historia de Roberto, que se retiró del mundo enfermo psiquiátrico muy joven, es conocida. Pero yo lo ignoraba todo sobre su madre, Clarita, sobre la que me cuentan Leonel y Karina.
Como hombre de teatro, Leonel habla de la obra La incapaz de Carlos María Dominguez, que se presentó con dirección de Cecilia Baranda. Yo recuerdo el libro de Domínguez El bastardo-La incapaz, un volumen con la historia del hijo y la pieza teatral sobre la madre, pero no lo leí. Karina agrega un dato de mi gusto: Clarita sería, además, la fantasma del Museo Blanes, el lugar que fue su casa y el sitio de su encierro. ¿Encierro? Me lo van a explicar enseguida pero primero viene la historia del retrato: el artista Juan Manuel Blanes –muy conocido por esa pintura espeluznante sobre la fiebre amarilla en Buenos Aires– retrató a Clarita de niña. Es una de las estrellas del museo. Sus ojos, entre el enojo y cierta tristeza, siguen al visitante. El retrato no puede ser cambiado de lugar, porque quien lo toca sufre desgracias. Los proverbiales pasos en la noche y la visión de una mujer en el museo forman parte del relato, lo mismo que los cuadros cambiados de lugar que los diferentes serenos notan cada vez que hay una inauguración. Hace poco, además, una niña de cinco años que visitaba el museo con sus compañeros de colegio le contó a su madre que el cuadro le habló, y el testimonio se hizo viral en redes.
La historia de Clara es la de un abuso, un disciplinamiento y un saqueo. Nació el 15 de abril de 1845 en Gualeguaychú, la hija de Mateo García de Zúñiga, gobernador de Entre Ríos y terrateniente millonario. Clara vivió su primera infancia en Argentina pero cuando cumplió los nueve años la familia se mudó a Montevideo porque el padre tenía diferencias políticas con Urquiza –era simpatizante de Rosas–. La niña era muy vivaz y se divertía en la naturaleza, trepando árboles, nadando: parecía algo indomable. Por eso la familia se encargó rápido de conseguirle un marido para asegurar la fortuna, y cuando cumplió 10 años arreglaron su casamiento con José María Zubiría, un aristócrata del Río de la Plata, 22 años mayor que ella. Se casaron cuando Clara tenía 14 en la Catedral Metropolitana de Montevideo.
Es posible que, para la época, la diferencia de edad, el espanto de un hombre y una niña, estuviese normalizada, pero no así un arreglo a tan temprana edad. Y Clara nunca sintió afecto por su esposo, de ningún tipo: sufrió el maltrato y la violencia de su marido, por supuesto la violencia sexual. Clara rechazó su matrimonio desde el principio –lo declaró en varias ocasiones– y cumplía con su “deber sexual” sometiéndose. El marido administraba su fortuna. Tuvieron tres hijos, Isabel, Clarita y Alfredo. Su rebeldía ganó una primera batalla: aprovechando un viaje del esposo a Buenos Aires, ella se escapó de la casa con sus hijos y se instaló en la Villa de las Duranas, el actual Museo Blanes de Bellas Artes, la casa de veraneo de su familia los García de Zúñiga. Y ahí empezó una vida de infierno y placeres: la disputa por los hijos, que el marido le quitó por vía judicial, y su propia libertad en las noches de café y reuniones sociales de Montevideo.
Clara era libre y era hermosa: solía usar escote y el cabello suelto, se la acusaba de “deshonesta”. El 19 de noviembre de 1878, Clara se divorció de Jesús María. Entonces pudo disfrutar plenamente de su vida y su sexualidad. Fue pareja del abogado Alberto García Lagos, con quien tuvo cinco hijos, y amante de Ernesto de las Carreras, con quien tuvo al futuro dandy torturado Roberto. Compraba joyas, iba al casino, tenía un palco en el Teatro Solís, viajaba y amaba la moda. No le prestaba mucha atención a los hijos: cuando su padre murió y quedó como única heredera, decidió disfrutar de su dinero.
Para su primer marido todo esto era insoportable, y además había una fortuna en juego. A pesar del divorcio, encontró el vericueto legal para volver a controlarla. Clara tenía sus extravagancias y una, que terminó en la prensa de Montevideo con el titular “Lluvia de monedas” se volvió en su contra: asomada en la ventana de un hotel de Montevideo, medio desnuda, tiró por la ventana una bandeja llena de onzas de oro y de libras esterlinas. A partir de este hecho, Jesús María le inició un humillante juicio para declararla insana e incapaz. Lo logró. En el juicio, la desafiante Clara le dijo a uno de los magistrados que le cuestionó su “moral” una frase que incluso hoy sería considerada desafiante: “Yo cojo como usted. Todos cogemos. Yo lo hago siempre que me da la gana. Y si lo hago es porque soy libre, mujer joven y perfectamente separada de mi marido, y no me había de pasar sin coger” . Y usó ese verbo, “coger”, que evidentemente circulaba desde entonces en el Río de la Plata.
La curatela de Clara la tenía Luis Mongrell, su yerno, esposo de Isabel, una de las hijas con Jesus María. Durante esos años, no solo se gastaron toda la plata de Clara, sino que la encerraron. ¿Dónde? En un altillo construído en Villa Las Duranas, el actual Museo Blanes donde está su retrato. En soledad, Clara pasó largos años de su vida encerrada. El lugar no tenía ventanas, solo hendijas. La escalera para llegar, y desde donde le llevaban comida, era del servicio. Nadie la ayudaba: Clara detestaba a su madre, que la había entregado a Jesús María. Incluso se decía que ambos eran amantes, la madre y el yerno. Como sea: le robaron y declararon, como escribe Carlos María Dominguez, su “muerte moral”. Muchos años después su hijo Roberto defendería el amor libre de forma militante y en 1901 escribió: “Como anarquista, no reconozco el matrimonio, esa piltrafa del tiempo negro, ese sofisma supersticioso, ese catafalco bíblico que hay que deshacer a patadas, en el que no veo otra cosa que un aquelarre burgués donde se compran mujeres”. También dijo: “¿Qué? ¿Mi madre se acostaba con todos? No, amó a muchos”.
Su hija Rosa la sacó del encierro después de varios años y se la llevó a Paysandú. Nunca se movió de ahí: se la pasaba tocando mal el piano, bordando pájaros, tomando el té con su hija y enseñándole detalles como caminar con sombrilla o usar tacos altos. Murió a los 51, en 1896. De la enorme fortuna no quedaba nada: Clara estaba hundida en deudas contraídas sobre todo por su familia, que debió vender las estancias, las casas e incluso Villa Las Duranas, hoy el Museo Blanes, donde camina su fantasma.