Un muchachito de once años se une al ejército de gauchos que trata de repeler al invasor. La experiencia del año anterior hizo que los ingleses duplicaran esfuerzos y ajustaran sus tácticas. Durante cuatro, días el joven combate sin descanso con las guerrillas que defienden la Plaza Mayor. Al bajar de una azotea una bala le destroza la pierna. Es conducido a un precario hospital de campaña donde atienden su infección. Sobrevive. Francisco Javier Muñiz aún ignora que en ese diálogo con la muerte -matar y curar- se cifrará su destino.
La Revolución de Mayo lo encuentra formando parte del bando morenista. Redacta manifiestos de la Sociedad Patriótica instando a la insurgencia y estudia teología; no tarda en inscribirse en el recién creado Instituto Médico Militar. La Cuarta Arma, como se la llamará, tendrá en él a su figura mayor. Habiendo concluido sus estudios en la también recién fundada Universidad de Buenos Aires, ejerció por un par de temporadas en Carmen de Patagones. Pero una dolencia de carácter psiquiátrico lo sume en una profunda melancolía que lo anula: “apenas puedo soportar el tedio de una vida que me agobia” -escribe. Destinado a Chascomús donde acampan los coraceros de Lavalle, de quien se hace íntimo, asiste a los heridos en combate con la indiada. Fundan juntos la Sociedad de Amigos de la Ilustración mientras Muñiz escarba en el barro recogiendo restos fósiles. Un día descubre una especie de tatú que Cuvier citará en uno de sus libros. Nace su otra pasión.
La guerra con el Brasil disipa su afección. El muchacho que dos décadas atrás combatiera a los ingleses siente el llamado patriótico: incansable, descuella en la organización de la sanidad. En plena contienda asiste a Lavalle, herido malamente, y lo salva de una muerte segura; acompaña a Mansilla y a Alvear mientras en cada etapa de su actuación recoge una piedra. Años más tarde hará con ellas lo que hoy llamaríamos una instalación: donadas al Museo de Ciencia Naturales se exhibirán con una inscripción que Mitre, afecto a las piedras, llamará “caracteres mudos”.
Tras la guerra se establece en Luján, donde se casa y nacen sus hijos. Médico de policía, tenía a su cargo varios pueblos que recorría atendiendo gratis y creando una farmacopea propia para tratamientos menores. El ascenso de Rosas suscitará su adhesión. Federal por convicción, pese a los remilgos de sus biógrafos -Sarmiento el primero, que le profesó genuina devoción- lo será sobre todo por la afrenta a la soberanía que implicaba la actitud de los unitarios, aliados a los imperios que él había combatido. Luján será un lugar propicio no solo para sustraerse a las tensiones políticas sino, sobre todo, para la investigación en los dos ámbitos donde será prócer: la medicina y la paleontología. Allí el padre Torres había descubierto en 1787 el primer Megaterio, que Cuvier llamará Perezoso Gigante. Era el lugar indicado.
En septiembre del 33 una carreta que lleva a Darwin atraviesa la villa. Pese a que Muñiz vivía al lado del Cabildo, no hay registro de que se cruzaran. En su casa recibirá al general José Maria Paz, confinado allí por cuatro años. Cerca, en la estancia Los Talas, descansaba otro paciente: Esteban Echeverría, que cultivará su amistad. Neurasténico, solitario, estudioso hasta la obsesión, Francisco Javier comienza a recoger piezas fósiles en las orillas del río. Megaterios, mastodontes, milodontes, gliptodontes y machrauquenias conviven con erróneos “elefantes y orangutanes”. En 1841 remite a Juan Manuel de Rosas once cajones con sus hallazgos. “Sin maestros, sin tener con quién consultar mil dudas, falto de libros y aun de medios de obtenerlos, librado al impulso de mi solo instinto y a los recursos de mi limitadísima capacidad, puedo Excmo Señor, haber cometido faltas descriptivas y de clasificación. V. E. que es indulgente porque es sabio, se servirá perdonarlas y olvidar mis errores en una ciencia a la que me lancé sin elementos ni guía”- le escribe. El Restaurador, desdeñoso, regala a un almirante francés esos fósiles que inspirarán a varios sabios europeos. Pero Muñiz no se aflige.
Sus excavaciones no cesan. En el 44 descubre el Tigre Diente de Sable al que, inmodesto por primera vez, llama Muñifelis Bonaerensis. Es celebrado por Darwin y Saint Hilaire, y le granjeará el reconocimiento por parte del rey Carlos de Suecia. Los fósiles se ponen de moda. Al empresario de ferrocarril William Wheelright le vendió el esqueleto con la condición de que quedara en el país. Por esa época encuentra un árbol petrificado en la llanura -una rareza- con el cual decorará el frente de su casa. Otro de sus hallazgos es el caballo fósil de una especie distinta a la que recogiera Darwin, que sólo había dado con una muela y un diente, en tanto Muñiz se hizo de un esqueleto completo. Su don de observación llevó a corregir clasificaciones un tanto rápidas que había realizado Burmeister. Según Ameghino, “como observador exacto y penetrante pudo ser rival de Darwin”.
Regresado a Inglaterra, al ordenar sus apuntes a Darwin le acució el enigma de la vaca ñata, una especie extinta poco después, sobre la cual inquiere a un amigo residente en Argentina. Este lo contacta con Muñiz, que responde a sus preguntas sobre aquella extraña versión de “vaca sin labios, de nariz respingada, ancha frente y aire batallador, introducida por los indígenas”, que fue diezmada por las atroces sequías. La respuesta fue incorporada en El Origen de las Especies, agradeciéndole al médico criollo aquellas sugestiones no solo sobre la extinción sino también sobre la génesis y metamorfosis de la vaca ñata, presentada como raza regresiva. Darwin y Muñiz intercambiaron correspondencia y materiales; el argentino le envía su trabajo sobre la escarlatina que el sabio inglés presenta ante el Real Cuerpo de Médicos y Cirujanos de Londres.
Otro texto que labra su fama de biólogo es El Ñandú o avestruz americano (“aves rápidas como un pensamiento”) que fuera rescatado por Sarmiento. Pero el presente humano no le era ajeno. En el contacto con el mundo criollo recoge el peculiar vocabulario rural y postula, a despecho de la Academia española, una reforma ortográfica centrada en el uso (quitar la x por cs, la g por j, la h donde no suena, etc.). En su Voces usadas con generalidad en las voces del Plata, recoge 94 americanismos, muchos de ellos registrados por primera vez. Además le da voz al gaucho: “En los campos toos los achaques se curan. En eios naides ha visto májicas ni cosas malas. En los desiertos se olvida el hombre hasta la ingratitú. Pero el campo es engañoso como la sirena. Atrai al hombre, lo encanta, lo aquerencia, pero al fin él se lo come”. Su curiosidad no elude la topografía; sus apuntes sobre la formación pampeana son pioneros. Incluso ensaya alguna teoría algo peregrina para explicar un inusitado temblor de tierra.
Durante su estancia en Chascomús había descubierto la vacuna natural contra la viruela en la costra de las ubres de vacas y la transformó en obligatoria para los niños. Comunicó el invento a la Sociedad Jenner, pero lo hizo con no pocas correcciones. Para Jenner el contagio se debía a que el “mal del vaso” de los caballos pasaba a las vacas a través del contacto humano. Muñiz observa que solo las mujeres ordeñan en las pampas, por lo que no es posible ese contagio; ergo, es un mal propiamente bovino. Rosas, práctico, adoptará la vacuna y la propagará en el ejército y entre los indios amigos.
En el 44 la viruela se extiende. Muñiz sabe que el mejor modo de vacunar es de brazo a brazo, pues las cepas bovinas caducan pronto. Marcha raudo a Buenos Aires con su hija pequeña, de meses, recién vacunada, y de su brazo se propaga la antivariólica, neutralizando la peste. Pero la niña se infecta y muere. Por la misma época logra curar la escarlatina, que combinada con la difteria causaba estragos. De cada una de esas experiencias escribirá una monografía. Será el primero en emplear cloroformo y éter en operaciones y partos, desafiando pruritos de época, aunque alerta sobre sus peligros. En ese texto esgrime curiosas conjeturas sobre la tolerancia al dolor de locos y santos, que tienen al aún no descubierto inconsciente por base.
Ya maduro, en el 48 vuelve a la capital. Ocupa la presidencia de la Facultad de Medicina y ejerce la cátedra. Pero la guerra intestina lo convoca nuevamente: marcha a San Nicolás donde organiza los servicios médicos de campaña. En la batalla de Cepeda, mientras atiende heridos de ambos bandos recibe un lanzazo que le interesa un pulmón. Pisoteado por los caballos en la refriega, cae prisionero. Urquiza se apiada y lo hace atender. Restablecido al año, se integra al ejército mitrista en Pavón, por su cuenta y riesgo. Se inicia así su etapa como político: será elegido en varias oportunidades como diputado y senador, y congresal constituyente. Militó en el partido alsinista.
Fiel a su naturaleza, con 70 años no vacila en ir a la guerra del Paraguay: “Marcho como soldado raso con mi traje de paisano sin otra retribución que la ración de campamento. Voy al ejército más contento que a una fiesta”. En Corrientes, donde contiene la peste del cólera, estando en medio de una batalla da con el cuerpo agonizante de uno de sus hijos, que le suplica la muerte. Alberto Palcos, su biógrafo, describe: “Muñiz le pide prestado a su asistente el revolver, lo coloca cerca de la mano filial, monta en seguida a caballo y disfrazando su infinita congoja continúa cumpliendo su santa misión de salvar de las garras de la muerte a multitud de lesionados”.
Viejo, cansado, al volver se retira a una quinta de Morón. Pero la fiebre amarilla toca a su puerta: le da cobijo y atención médica a un amigo de sus hijos infectado, que acaba muriendo. Él lo seguirá en días. Es el tipo de partida que Rilke llamará “muerte propia”. Su nombre honra el Hospital de Enfermedades Infecciosas. Enigmático, alguna vez había escrito: “la muerte es la vida”.