Orlando se suelta el pelo y al rato se lo vuelve a recoger. No usa ropa ni muy suelta ni muy apretada. Habla de sí como “él”, pero al rato, cuando vuelve a auto referirse, pasa a ser “ella”. Orlando no es ni hombre ni mujer y tampoco se autopercibe como andrógino. Es un “humanista desilusionado”, ni más ni menos que eso, y en ese camino del cuestionamiento infinito se le mete en los huesos también, por supuesto, la cuestión de género, pero como una más de muchas cuestiones que atraviesan su espíritu. Por eso este Orlando que de jueves a domingos cuenta su historia en el Teatro San Martín es una versión contemporánea y no clásica del texto homónimo de Virginia Woolf en el que se apoya, que en su momento, hace un siglo, fue emblema indiscutido de ese tópico. Porque va más allá de las discusiones. Porque las trasciende.

No quiere decir esto que el proyecto escénico de Emilio García Wehbi y Maricel Alvarez (ambos dueños de la idea: él director y ella protagonista) no dé la discusión de género ni que no dé otras. En efecto las da, pero lo argumental, lo específicamente retórico, queda en un plano de igual jerarquía (o a veces incluso mejor) frente a la forma en la que hace sus exposiciones, algo así como la paridad del cómo con el qué. Por eso, cuando Orlando dice frases controversiales como que “los sujetos son nada parecido a lo que el lenguaje designa” y que “hay que liberarse de la educación porque quien piensa traiciona”, la mirada del espectador no puede despegarse de la articulación entre ese decir y su manera, su contexto, su fondo, más que en la provocación misma.

La puesta, dinámica, en general va en esa dirección: la de construir un relato coral donde importa tanto el texto como las grandes actuaciones (además de Alvarez y Wehbi, que hace de narrador, actúa un exquisito Horacio Marassi), como la pared toda escrita con cosas que desde las butacas no se llegan a leer, como las calaveras gigantes que son parte del vertuario, como el cuarteto de cuerdas de la Untref que da sonoridad a toda esa canción. Una forma inteligente de hacer transitar al público por los cinco siglos que configuran el relato (él/la protagonista vive esa enorme cantidad de años, dejando registro de cada época en los distintos cuadros en los que se divide el relato) y de dejar como mensaje que siempre todo es igual: una pregunta profunda por la existencia del ser.

Por eso, si hace unos meses esta cronista definió a otra puesta que se vio en esta misma sala (la Cunnil Cabanellas) como “teatro de la posverdad”, por distintas cosas Orlando bien podría encajar también en esa categoría. Porque va más allá del relato al punto de ser “relato del relato”. Todo lo que pasa en la obra podría no pasar y sin embargo ahí seguiría Orlando: preguntándose porqué la cultura lo obliga a encajar todo en una definición.