La verdad es que a esta altura, cada vez reconozco menos a mi país. Y cada vez reconozco menos a mi ciudad, Rio de Janeiro.
Desde el golpe institucional que se consolidó a fines de agosto de 2016 e instaló en el gobierno a una pandilla de corruptos encabezada por Michel Temer, la realidad se hizo avasalladora. El espeluznante retroceso que se ve en la economía, en las políticas sociales, en la casi desaparición de Brasil en el escenario internacional, en la destrucción de derechos laborales, sólo es comparable al asombroso volumen de denuncias y escándalos que alcanzan al presidente y sus principales cómplices.
Lo más aterrador es que las denuncias son frenadas por la cobarde omisión del Supremo Tribunal Federal, supuesta corte máxima de justicia, y por la aberrante complicidad de la mayoría absoluta de los integrantes del Congreso Nacional, que ostenta la muy dudosa gloria de ser la legislatura de peor nivel ético desde el retorno de la democracia, en 1985.
La deprimente rutina de denuncias que siquiera rasguñan la impunidad del presidente, sus ministros y los aliados en la Cámara de Diputados y en el Senado corre pareja con la entrega, a las voraces transnacionales, del petróleo descubierto gracias a las tecnologías desarrolladas, al precio de miles de millones de dólares, por Petrobras. Y pareja a la ruina de la estructura de salud pública en todos los niveles (nacional, provincial, municipal): es que el ministro de Salud nombrado por Temer es un poderosísimo aliado de las empresas privadas de seguro de salud, que financian sus campañas, que las de un nutrido grupo de aliados, a diputado nacional.
La “reforma laboral” llevada a cabo por el gobierno de Temer y sus aliados creó la espantosa contratación de “trabajo intermitente”, es decir, el patrón convoca al obrero para un determinado número de horas, al precio de dólar y medio cada una. Ya hay propuestas de jornadas de cinco horas los sábados y domingos, a un precio total de 15 dólares. Suena degradante. Y lo es.
Pese a que constitucionalmente Brasil es un país laico, la Corte Suprema autorizó la enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas. Victoria de la llamada “bancada evangélica” en el Congreso. La Comisión de Constitución y Justicia de la Cámara de Diputados, a su vez, aprobó una propuesta de enmienda constitucional que condena el aborto en caso de estupro, de fetos que sean detectados con ancenfalia, es decir, sin formación del cerebro, o de embarazos que pongan en riesgo la salud de la madre. La comisión, ¿cómo no?, está integrada por dieciocho diputados, casi todos integrantes de sectas evangélicas, y una solitaria diputada, autora del único voto contrario. La decisión ahora va al pleno de la Cámara.
Vale recordar que la actual legislación, bastante conservadora, sólo permite la práctica del aborto en esos tres casos.
El gobierno lanza una campaña publicitaria para convencer a la opinión pública de que todo camina bien, que estamos en plena recuperación, mientras el déficit fiscal este año rondará los 50 mil millones de dólares, falta trabajo a 27 millones de brasileños –equivalente a nueve veces la población de Uruguay, dos veces y media la de Cuba, poco más de la mitad de la de Argentina– y el porcentaje de la población que vuelve poco a poco al mapa mundial del hambre aumenta.
Crece, a velocidad que asusta, el peso de la extrema derecha, con los ojos puestos en las elecciones generales del año que viene. Esa sacrosanta, invisible y poderosísima entidad llamada “mercado” busca, ansiosa, alguna alternativa para 2018. Frente a la falta absoluta de piezas de repuesto en el repertorio habitual, examina el diputado y precandidato Jair Bolsonaro. Capitán retirado, Bolsonaro no sólo defiende a hierro y fuego a la dictadura militar (1964-1985) sino que suele homenajear, en el pleno de la Cámara, a un notorio torturador. Entre otras de sus joyas está el comentario lanzado a una diputada: “No te estupro porque no mereces ser estuprada”.
Las encuestan revelan que Lula da Silva sigue como favorito (42 por cienot de las intenciones declaradas de voto), y que el único que crece es Jair Bolsonaro (tenía 16 por ciento, ahora tiene 18 por ciento). Los candidatos habituales de la derecha se estancaron entre 7 y 8 por ciento.
Otro fenómeno inédito, entre tantos desastres, es el cinismo que se instaló serenamente entre los partidos políticos brasileños. Luego de que el Supremo Tribunal Federal se acobardó, dejando a los senadores la decisión de suspender o no las actividades de Aécio Neves, derrotado por Dilma Rousseff en 2014 y mentor del golpe que la destituyó el año pasado, por haber sido grabado mientras extorsionaba a un empresario corrupto, los efectos de la medida se extendieron a las asambleas legislativas provinciales.
Los colegas del senador corrupto lo mantuvieron en su escaño. Y ahora, hace dos días, los diputados provinciales de Río mandaron sacar de la cárcel al presidente de la asamblea y otros dos colegas, presos por integrar una pandilla que desde hace más de veinte años vive de la corrupción propiciada por las empresas de transporte urbano.
Brasil es, hoy por hoy, un país rumbo al naufragio, y Río de Janeiro –tanto la ciudad como el estado– están al borde del colapso.
Yo me siento a la deriva en un océano que ya no reconozco. Ojalá 2018 nos traiga buen puerto.