Los ojos esquivan la queja por el tiempo perdido como si espantara una plaga de mosquitos que buscan dónde perforar la piel del recuerdo. La niña que escribió su primer cuento en unas vacaciones en Mar del Plata a comienzos de los años 70 no dudaba en afirmar, a quien le preguntara, que ella sería escritora. Del deseo a la materialización hubo un recorrido con desvíos, aunque todos los caminos condujeron a la escritura. Antes de llegar a destino, estudió Letras, viajó como mochilera, fue profesora de gimnasia, atleta, productora de televisión, reflexóloga y masajista, entre otros trabajos que tuvo para ganarse la vida. “Acá estoy”, dice Inés Garland y sonríe con la modesta alegría de una mujer que no quiere enredarse en los parajes del lamento por lo que pudo haber sido y no fue. En su última novela, la extraordinaria Diario de una mudanza (Alfaguara), la inadecuación, la insatisfacción y los desencuentros afectivos, un terceto temático medular en su narrativa, están potenciados por la polisemia de una de las palabras del título: la decisión de la hija de irse a vivir sola, vender un departamento, buscar una nueva casa, el climaterio y la menopausia como una metamorfosis o un traslado, donde el cuerpo cambia y no se reconoce en el espejo. La vejez como un problema de identidad; la escritura como la herramienta más poderosa para mirarse en profundidad.

Empezó a escribir Diario de una mudanza un poco antes de la pandemia. “Tomaba nota, lo abandonaba, lo retomaba, hacía traducciones en el medio”, resume las oscilaciones la escritora, traductora y coordinadora de talleres de narrativa, autora de los libros de cuentos La arquitectura del océano, Una reina perfecta y Con la espada de mi boca, y de las novelas El rey de los centauros y Una vida más verdadera. Hasta que en un momento la obsesión aumentó y fue avanzando con una escritura fragmentaria. En esa especie de collar autobiográfico, fue engarzando diversas experiencias de la juventud y madurez, como un intento de violación en Londres; el viaje a Nueva York por los quince años de su hija en los que acompañó a la “pequeña déspota”, como la define con la ironía que aporta la distancia temporal; el encuentro con un partidario de Donald Trump que viajó a Odessa a buscar una esposa ucraniana y despotrica contra la liberación femenina porque para él “arruinó a la familia” y el reencuentro con un exnovio al que le diagnosticaron un cáncer terminal, entre otras. “Dudo mucho, vacilo cuando no sé por dónde ir. Tardé en ver cómo armar la novela. No es una historia que decís, ¿y ahora qué va a pasar? Aprendí que cada libro trae sus propios desafíos”, revela Garland, que publicó también las novelas para jóvenes Piedra, papel o tijera, con la que ganó el premio Deutscher Jugendliteraturpreis; Lilo, con la que obtuvo en 2023 el prestigioso premio Strega Ragazze e Raggazi; y De la boca de un león.

Vergüenza y pudor

- “Escribir es dejar que emerja una verdad que parece estar por debajo de lo que pasó”, afirmás en “Diario de una mudanza”. ¿Cómo es ese trabajo de escritura, esa búsqueda?

-No es una búsqueda, sino una entrega. Yo me entrego y dejo que eso pase. En realidad, lo que puedo hacer es interferir porque da mucho susto decir lo que aparece. Pero creo que es una verdad, aunque la verdad sea una palabra complicada, pero es algo muy profundo que está más allá de lo fáctico. Como si se movieran cosas que son emocionales, atávicas, heredadas. Yo uso lo fáctico a veces, pero lo fáctico se empieza a desarmar y realmente tengo que entregarme porque no puedo decir “no, esto así no fue”, o “¡qué vergüenza!”, o la cantidad de sentimientos que te agarran cuando escribís.

-¿Qué pasa con el sentimiento de vergüenza cuando el material es tan próximo a tu vida?

-Las puntas que tiré son cosas que tienen que ver con mi vida. Diario de una mudanza probablemente sea uno de mis libros más personales. La vergüenza es algo que compartimos todos, y las mujeres más. Yo no siento que sea algo mío exclusivamente, aunque es mío también. De todas maneras, parto de cuestiones personales y después dejo que pase esa otra cosa que puedo compartir con otras mujeres. Las cosas que más vergüenza me dan son las que no pasaron y yo necesito que pasen en el relato. No me gustaría dar ejemplos, pero la locura de medir el largo de la tibia de alguien mientras está durmiendo me daba vergüenza. La cantidad de otras locuras que habré hecho con la obsesión por alguien... Si aparece algo así que es potente, lo dejo, pero me da vergüenza. La confusión entre la narradora y yo es algo que siempre me da vergüenza y no hago ningún esfuerzo en este libro por tomar distancia. No me interesa tampoco hacerlo. Me sugirieron que no pusiera mi nombre, que no dijera “Vagina Garland” en una parte del libro en la que ella va caminando con un frasquito en la calle, pero preferí dejarlo porque es el otro el que decide cómo lo lee, qué le interesa, qué toma o no toma. El libro ya no depende mí; hace su camino y no puedo controlar eso.

-A veces la vergüenza está muy cercana al pudor. No es que la narradora sea pudorosa, pero en las entrelíneas se despliega algo del pudor heredado, cuando recuerda lo que decían en su casa “de generación en generación, de mujer en mujer”…, como si en esa frase repetida hubiera restos del pudor heredado, ¿no?

-Se supone que la vergüenza es más fuerte como sensación. Yo me preguntaría si de generación en generación lo que se heredó fue el pudor o la vergüenza. Y yo creo que se heredó la vergüenza; que esto que llevamos las mujeres es la vergüenza, no tanto el pudor. Es la vergüenza de decir lo que le pasa a un cuerpo; la vergüenza del deseo te puede dar pudor, pero son temperaturas distintas. El pudor para mí es algo muy necesario. En cambio, la vergüenza no. Las mujeres heredamos mucha vergüenza: vergüenza de nuestro cuerpo, vergüenza de sangrar…

-La vergüenza de que te vean la mancha roja en el pantalón o en el vestido; manchar una silla o lo que sea.

-Exacto. Eso estaba originalmente y al final lo saqué por sugerencia de la editora. En la escena que saqué, ella manchaba un asiento de un cine al aire libre. Y como estaba medio oscuro, la mancha sólo la veía ella, se moría de vergüenza y no sabía qué hacer y después tenía que ir con el buzo atado a la cintura para que nadie la viera.

- “Siempre hay algo que está mal. Llevo conmigo el desprecio, es como un órgano dañado”, afirma la narradora. ¿Cómo explicás ese desprecio? ¿De dónde viene?

-Una vez tenía que comprarme un vestido para un evento y en el probador de al lado había una cantante de ópera. Ella salió, se puso frente al espejo, era una belleza de mujer, y dijo que estaba horrible. La mujer que vendía la ropa me dijo: “hace treinta años que trabajo en esto, nunca me pasó que una mujer salga del vestidor, se mire al espejo y diga que linda que estoy, que bien me queda esto”. Me interesa profundamente la insatisfacción con mi propio cuerpo. Fui productora de modas, entraba a los camarines y las modelos, que más lindas no podían ser, estaban acomplejadas. ¿Qué es esto en la cultura? En mi caso puedo hablar quizás de cómo el entorno original, la familia, el colegio de mujeres, habilitó o no habilitó el desprecio. Hoy en día miro para atrás y me doy cuenta de que fue absurdo tener esa vergüenza cuando era adolescente, pero me enseñaron a tener vergüenza de mi cuerpo y de muchas otras cosas. ¿Cómo es una mujer que se siente hermosa, que brilla, que va por su deseo, una reina de bastos en el tarot, una emperatriz? ¿Cómo se tolera? ¿Cómo lo toleran las otras mujeres? ¿Cómo lo toleran los hombres? ¿Cómo lo tolera la madre? Se necesita mucha generosidad entre las mujeres para habilitarnos las unas a las otras.

Diario de una dislocación

-Hay una mudanza literal al comienzo de la novela, pero esta palabra tan polisémica parece aludir a lo que significa el climaterio y la menopausia en el cuerpo, pero también la mudanza en la propia escritura porque quizá escribir también implica mudar cosas, ¿no?

-Yo me di cuenta de que esa mudanza implicaba muchísimas mudanzas. La que no pensé tanto es la escritura como mudanza. La escritura te va mudando. Estuve tratando de traducir el título al inglés con un amigo norteamericano. Él no habla español y yo le trataba de explicar lo que significa mudanza porque no hay una palabra en inglés equivalente. Y terminamos llegando al título “Diario de una dislocación”; dislocación sería como no tener un lugar y me gustó porque no hay un lugar que se quede quieto en tu vida. Nunca. Cuando escribís, menos todavía porque todo el tiempo estás moviéndote.

Garland (Buenos Aires, 1960) visita muchos colegios para hablar con los adolescentes. Cuando les pregunta qué quieren ser de grandes, muchos le contestan “famosos”. “Imaginate tener ese nivel de exigencia; hay algo como aterrador en el anonimato”, plantea la traductora de Tiffany Atkinson, Sharon Olds, Lydia Davis, Lorrie Moore, Mavis Gallant, Jamaica Kincaid, Julie Hayden y Bette Howland. “Me gustaría que hubiera una vuelta de tuerca muy necesaria, que es la idea de red o de comunidad, que no importe ser famoso, que importe lo que hago en conjunto con otra gente. Pero son mis ideales y soy consciente de que el hecho de que me estés haciendo una nota ya es algo más respecto de otra gente que tiene unas vidas en las que nadie les pregunta nada”. 

La princesa de papel y el soldado tijera

-Cuando eras una niña y te preguntaban qué querías ser de grande, ¿qué respondías?

-Escritora. Escribí mi primer cuento a los once años y de ahí no me moví. Hice miles de cosas porque no me animaba a mostrar lo que escribía y porque me parecía que con los escritores maravillosos que hay en el mundo yo no tenía nada para aportar. Hasta que me di cuenta de que leía escritores no tan maravillosos y que me tocaban igual o me cambiaban o me hacían pensar. Ese cuento que escribí lo tengo manuscrito y con mis dibujos. Lo escribí en una hojas gruesas de carta que me había dado mi abuela materna durante unas vacaciones en Mar del Plata. Me desperté una mañana con ese cuento en la cabeza y me quedé toda la mañana escribiéndolo. No fui a la playa con mis hermanas para hacerlo; era sobre una princesa de papel que se enamoraba de un soldado tijera. Entonces los padres de la princesa le decían que de ninguna manera podía ser esa relación y exiliaban al soldado. Ella lloraba tanto que se arrugaba y se volvía papel maché. Entonces venían unos enanitos que le ponían al soldado tijera el corazón de papel maché para que pudiera entender lo que le pasaba a ella. Yo creo que básicamente eso es lo que escribí el resto de mi vida. Todos mis cuentos, todas mis novelas, hablan del desencuentro, de la imposibilidad del amor.

-Recién publicaste tu primer libro a los 46 años. ¿Por qué te escapaste tanto de la escritura, que es tan constitutiva en tu vida?

-Escribí siempre desde los dieciséis años, pero tardé en publicar. Desde que publiqué Una reina perfecta no paré, como si necesitara recuperar el tiempo que había perdido. Yo hice un viaje de un año como mochilera por Europa cuando tenía veintidós años y en la mochila llevaba unos cuadernos que después los quemé todos, para que veas el nivel de locura. Tengo muchos años de análisis encima. Me daba miedo exponer mi deseo de escribir, no me habilitaba a mí misma. Y hoy en día puedo decir además que tenía mucho miedo de llamar la atención. Eso traía consigo mucho peligro, mucha desaprobación de mis padres… Creo que las cosas son bastante más misteriosas y complejas, pero por lo menos logré vencer esa parte. Mi exmarido me dijo que podía bancar la situación y que me dedicara a escribir, que él veía que era mi pasión. Después le resultó muy difícil, porque creo que no es fácil ver que la persona con la que estás tiene una pasión tan arrolladora. Él volvía de trabajar y en vez de estar esperándolo yo estaba escribiendo en un cuarto de dos por cinco, dos pisos arriba, que fue mi primer cuarto propio. La sensación que él tenía es que yo tenía un amante en el piso de arriba. El deseo de una mujer siempre es difícil de soportar para los hombres. Él tuvo ese primer gesto de generosidad, pero después no lo pudo sostener y le costaba diferenciar la ficción de la realidad. Yo escribía cuentos que eran feroces para él porque creía que eran verdaderos. En uno de los cuentos de Una reina perfecta una mujer sale a la noche a buscar porque ya no aguanta más las certezas del marido y de un hijo que está durmiendo en otro cuarto. Y esa mujer se termina acostando con un viejo en el microcentro. Él tomaba esa escritura como una ofensa y no se daba cuenta de que yo indago en la insatisfacción. A veces el deseo está insatisfecho y no sabés qué te pasa y no tenés certezas. La insatisfacción es una sensación bastante universal.

-Hacia el final del libro la narradora confiesa que no sabe envejecer. ¿Se aprende a envejecer?

-No sé... Hay cosas que ya no van a volver a pasar. Hay una persona en el espejo que no va a volver a estar. Los franceses tienen el dicho “si la juventud supiera y la vejez pudiera”... Extraño mi cuerpo que hacía todo lo que yo quería, sin dolor. Yo era atleta y bailaba y ahora me duele, ¿qué voy a hacer? El cuerpo duele y molesta.  

Belleza y ferocidad

Inés Garland está traduciendo un libro de cuentos cortos titulado En el fondo del río, de Jamaica Kincaid, el cuarto que traduce para la editorial independiente La parte maldita. "Los cuentos son de una ferocidad y una belleza que me explotan la cabeza. En dos oraciones te habla en profundidad del colonialismo, de la esclavitud, de lo que significa ser una mujer negra. Kincaid es una escritora bestial. Son cuentos cortos muy extraños y tienen algunas de las cosas que aparecían en Autobiografía de mi madre", explica la traductora de Sharon Olds, Lydia Davis y Lorrie Moore, entre otras escritoras en lengua inglesa, y agrega que siempre pide "mucho tiempo" para traducir porque tiene una naturaleza dispersa y desordenada que la lleva a obsesionarse con la temperatura de las palabras. "La traducción es hermosa, pero es muy trabajosa y el cuerpo duele. Yo siempre subestimo la cantidad de horas que me lleva traducir", reconoce la escritora que tiene hasta febrero del 2025 para terminar los cuentos de Kincaid.