Desde Barcelona
UNO Rodríguez --de frente a su biblioteca y de espalda a todos los que lo leen o no-- acaba de leer una columna de Enrique Vila-Matas en El País. Unas líneas rectas sobre las curvas de la creciente producción de materia impresa (se estiman en 90.000 anuales en España los cada vez más títulos en tirajes cada vez más pequeños con decreciente espacio en librerías siempre listas a recibir novedades instantáneamente añejas y de envejecimiento precoz) y de los no demasiados textos dedicados a la cuestión. Vila-Matas menciona el ya clásico Los demasiados libros (2009) de Gabriel Zaid: "Para Zaid --y hablo ahora de memoria-- predominan los autores que no publican para los que leen, sino para el currículo académico, y en el otro extremo estarían los que escriben para el mercado y, por ejemplo, novelan con ojo y medio puesto en ganar dinero. Aparte quedarían los libros que nos acompañan, los dignos de ser releídos (los clásicos) y los contemporáneos inspirados con talento en esa tradición". Y, también, señala a El arte del saber ligero (2023 de Xavier Nueno). Y Vila-Matas recuerda --a propósito de algo que escribió Nueno-- a Los ensayos del caído del caballo para levantarse y volar Michel de Montaigne. Uno de esos voluminosos volúmenes ideales a la hora de mojarse-- pero que no se moje el libro-- para responder a eso de qué libro te llevarías a una isla desierta. Y, sí, el noble francés decía pasar el mínimo tiempo en su biblioteca mientras dedicaba vida propia a obra suya como suerte de monologante síntesis de todo aquello ajeno que conversaba en sus estantes. De ahí que --según Nueno vía Vila-Matas-- la escritura de todo libro no sería otra cosa que el intento de reducir/destilar/contener a todo aquello que ese autor ha leído. De "hacer innecesarios todos los libros que uno ha leído para llevarlo a cabo. No puedo estar más de acuerdo con esto, porque nos permite llegar a la paradoja de que la única razón legitima por la que escribimos es porque hay demasiados libros", concluye Vila-Matas consciente de que todo sigue, de que la aventura siempre continúa y (continuará...).
DOS Más allá de esta elegante paradoja, Rodríguez se enfrenta ahora a esa cuestión con poco lirismo epifánico y más bien mucho conflicto espacial-afectivo y a los pocos botes y a los mucho arrojados por la borda y ya no se trata de hipotética isla desierta sino de no ser arrastrado por las olas y los holas. No hay sitio: está sitiado. No cabe un libro más y se impone nueva razzia-purga. No es la primera (la última fue hace ¿casi dos años?) pero a Rodríguez le gustaría pensar que será la última. Y sus modales y ejecución son implacables: todo libro que ya se esté seguro (o incluso se sospeche) ya no se volverá a abrir (y que no tenga señal alguna de valor sentimental) deberá irse a otra parte. Y, claro, no es fácil. En la última guerrera y sucia "limpieza" partieron casi todo Auster y McEwan (y se quedaron todo Amis y Barnes). Y, ah, kilos y kilos de refulgentes y modernas Grandes Novelas Americanas que encogieron/destiñeron al poco tiempo y que, se comprendió, poco y nada tenían que hacer junto a esos tomos de la Library of America con las y los fundadores (y que incluyen a "raros" como Dick y Vonnegut y Portis y que, si hay justicia, más temprano que tarde invitarán a sumarse a la fiesta a Denis Johnson; mientras tanto y hasta entonces a Rodríguez ni se le pasa por la cabeza el no conservar sus ediciones originales). ¿Quiénes de su primera mano partirán a segundas manos desconocidas esta vez? ¿Buena parte de Murakami? ¿Doctorow? ¿Nicholson Baker? ¿DeLillo? Rodríguez piensa en que no quiere pensar en ello. Y prefiere distraerse (para no pensar en toda esa tan mal escrita no-ficción en todo aquello que, según Nabokov, debería escribirse siempre entre comillas, así: "realidad") pensando en las ficciones de los para él inamovibles: Lowry, Kerouac, Ellis, Brautigan, el siglo XVIII y el XIX y los rusos y los italianos y los franceses y los selectos españoles y latinoamericanos. Y, claro, fue el extraterrestre Borges quien dijo aquello de "Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído". Pero, claro, al final Borges no veía todos esos libros que lo sitiaban en su sito.
TRES Y fue William S. Burroughs (no se va, se queda) quien diagnosticó aquello de "el lenguaje es un virus". De ser esto cierto, entonces toda biblioteca es una pandemia a la que, de tanto en tanto, se intenta delimitar aplicándole el placebo de algún intento de clasificación alfabética, temática, editorial, genérica, cromática-lomótica o libre asociación de ideas. Entre los demasiados libros y la vana búsqueda de la sabiduría ligera hay, por supuesto, varios de ellos en la biblioteca de Rodríguez cuyo tema es qué más bien huérfanas estrategias adoptar a la hora de organizar todo ese papel apoyándose en toda esa madera. Rodríguez tiene uno de Walter Benjamin y uno de Roberto Calasso y, por supuesto, el del bibliómano crónico y cum laude Aby Warburg. Pero, claro, no hay método infalible ni receta perfecta. De ahí que a Rodríguez le guste leer todos esos impracticables consejos de otros sabiendo que jamás podrá aplicarlos prácticamente a lo suyo. Porque, se sabe: los libros cambian de lugar cuando no se los ven y dan esa felicidad de --como en la vida fuera de los libros-- encontrar eso cuando se estaba buscando aquello. Magia. Abracadabra. Ahora lo ves, ahora no sólo lo ves sino que puedes ver mucho más: como Borges. Todo por aquí y todo por allá. Milagro. Y Rodríguez se pregunta si, tal vez, la clasificación más perfecta --y, por supuesto, imposible-- de las bibliotecas domésticas no sería el de que todos los libros de una vida, desde el primero leído al último que se leerá, pudiesen acomodarse por orden cronológico de lectura. Así, de ese modo, se podría --siguiendo títulos y autores, altas y bajas, secuencias claras y desvíos intempestivos-- entender y comprender qué es, por ejemplo, lo que hizo y hace Charles Bukowski junto a Henry James. Y leer la biblio-novela de la próxima existencia desde el Había una vez... hasta el Y murieron felices. Pero, claro, ya es tarde, ya es imposible, ya tantos se perdieron en la encandiladora noche de los tiempos. Y, claro, en la biblioteca de Rodríguez ya no queda ni un Verne ni un Salgari ni un Dumas. Y la permanencia de Stevenson y Bradbury no son suficientes para remontar ese largo y sinuoso y oceánico río.
CUATRO Y, sí, en las orillas del de Rodríguez y desde hace tanto, Cortázar sigue jugando. Y diciendo aquello de "Los libros son el único lugar de la casa en el que podemos estar tranquilos". Y al intranquilo Rodríguez --ahora abocado a la aplicación de indultos y amnistía, de exilios y destierros-- le gusta eso de "los libros" como lugar en lugar de biblioteca. Pero, claro, Cortázar no era un mentiroso pero sí un gran inventor y autor, entre muchos otros, de un cuento llamado "Casa tomada". De pronto, a Rodríguez le dan muchas ganas de volver a leerlo. Busca ese libro. No lo encuentra. Así que Rodríguez se sienta a esperar a que el libro lo encuentre y lo tome y lo abra a él. Y que, si hay suerte, no lo considere descartable o indigno de ocupar ese espacio frente y de frente a la biblioteca: a esa isla desierta --pero con biblioteca-- a la que llegar no para ahogarse sino para mantenerse a flote y nadar. En todos los estilos.