Estás tumbado al sol en la hierba. Sobre ti hay un haya. Una ligera brisa mece las ramas más finas y agita las hojas. Desde lejos, este movimiento constante de las hojas parece nieve verde cayendo delante de la superficie verde del árbol, igual que en tiempos parecía caer nieve plateada de las pantallas grises de los cines.

Con los ojos semicerrados miras hacia arriba. Los tienes semicerrados porque estás mirando fijamente. Una rama se prolonga más que las otras. Es imposible contar las hojas que tiene. El cielo azul que ves a través y alrededor de estas hojas es como el papel blanco entre las letras y las palabras. Parece que su distribución contra el cielo no es arbitraria. Te preguntas de pronto si no será posible explicar su secuencia como uno puede explicar la secuencia de las letras y de las palabras en los libros. Entonces descubre una imagen que, como un buen profesor, da dirección a tus confusos pensamientos. Para poder llegar a existir, te dices a ti mismo, todo debe traspasar el centro mismo de una diana. Todo lo que no logra dar en el centro sencillamente no existe. Pero a menudo las palabras de un profesor se tornan decepcionantes cuando desaparece. Así que vuelves a intentar comprender por qué puede decirse que esa rama representa la totalidad de la primavera… Pensando así es posible que seas un filósofo, pero no creo que seas un pintor.

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Cierras los ojos distraídamente de vez en cuando. La imagen del entramado de hojas se mantiene un momento impresa en tu retina antes de desaparecer, pero ahora es de un rojo intenso, del color de una azalea muy oscura. Cuando vuelves a abrir los ojos, la luz es tan radiante que tienes la sensación de que rompe contra ti como las olas, recordándote que no eres más que una pequeña isla en la hierba. Te das cuenta de que hay niños jugando a tu alrededor, y por una asociación demasiado rápida como para que aciertes a constatarla –aunque la recordarás más adelante- te maravillas ante los muchos pájaros que puede esconder un árbol. Al atardecer, cuando alguien se acerca, una bandada de cuarenta o cincuenta estorninos puede dispersarse desde un solo espino y describir un círculo en el cielo, como pájaros pintados en un abanico abierto de golpe y después cerrado lentamente. El árbol está lleno de sucesos, imaginados y recordados. Pero, para ti, ante todo, el árbol existe en el tiempo; su tamaño, su verdor, y las razones del hombre que originariamente lo plantó, no menos que las razones del hombre que podría ordenar que lo talaran, te recuerdan este hecho. De pronto te das cuenta de que el cielo no es de un azul uniforme. Sobre el árbol hay un trazo vertical de un azul más pálido, ramificándose desde su extremo superior en varias direcciones. De hecho, es como si fuese un árbol, te dices. Ahora lo observas convertirse en la cabeza de un león. Estás usando los ojos, como un poeta, quizás, pero no como un pintor.

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Comienzas a revisar los ángulos de las ramas, no como un matemático, sino como lo haría un mecánico. Haces lo que puedes por empequeñecer el árbol, por reducirlo a un tamaño y a una sencillez accesibles. Vuelves a cerrar los ojos, pero ahora te estás concentrando. Estás pensando en tu propio cuadro. ¿Cómo debe conformarse para admitir semejante árbol? ¿Cómo puedes colocar semejante árbol en el lugar que le corresponde? Poco a poco empiezas a imaginarlo apareciendo en tu cuadro. Y aun así, por el momento, no es más que un trazo salido de tus dedos, como el campanario de la iglesia y el párroco. Pero tú no eres un leñador. No puedes mover ni transportar árboles. Tampoco puedes plantar sus semillas en tierra propia. Cuando abres los ojos para mirar al verdadero árbol, intentas con todas tus fuerzas verlo como imaginaste tu árbol pintado. Pero no puedes. Se mantiene ahí, alzándose contra el cielo. Vuelves a hacerlo pequeño. Cierra otra vez los ojos. Revisa el árbol que pertenece a tu cuadro. Abre y compara. Está más cerca, pero el haya todavía se eleva y resplandece sobre ti. Una vez y otra. Y así puede que permanezcas tumbado hasta que llegue la noche y seas un pintor.

Estos fragmentos pertenecen al texto “Ser un pintor” (1960) recopilado en el volumen Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible de John Berger, que acaba de publicar Interzona.