A eso de las tres, Luis tomará de un sorbo todo el vaso de leche. Después, se va a sentar, mirará el reloj sobre la heladera y moviendo el vaso al ritmo del segundero, esperará. Esperará escuchar los cuatro golpes en la puerta y al oírlos, abrirá. Sin preguntar, abrirá; porque claro, ¿quién podría ser sino ella?

—¡Abuela! —va a decir Luis.

Ella estará parada en el umbral de la puerta, con el pelo blanco y recogido, con el delantal rojo, (ese que tenía dibujadas flores en el bolsillo) y con el bolso de los mandados, el de tela, ese con dos aros grandes de mimbre, ese que Luis usaba para ir a la panadería.

«Tres varillitas», decía ella y le daba un billete marrón. A veces, con el vuelto, Luis compraba dos medialunas dulces que comían a la tarde. Ella con mates; él con el vaso de Nesquik.

Las veces que no había medialunas, Luis guardaba las monedas en una alcancía de cerámica que tenía la forma de un buzón y estaba pintado de rojo y negro.

Será quizás por el sabor de la leche fría que Luis recordará la vez que ella le dijo aquello del vaso de leche: «cuando no puedas dormir tomá un vaso de leche. Ayuda, y con un poco de suerte hasta te hace soñar cosas lindas».

La luz del palier hará el zumbido propio de las lamparitas cuando están a punto de quemarse, pero no se quemará. Va a parpadear, nada más; y ella abrirá el bolso sosteniéndolo desde los aros de mimbre.

—¿Verduras? —dirá Luis y de reojo mirará la mesa. Una caja de pizza, cascaras de maní, migas y lo peor, no habrá mantel. Luis bajará la mirada, porque ella siempre decía que había que usar mantel. No importa lo que comieras, siempre había que tener uno que cubriera toda la mesa. Y servilletas, claro. De tela.  «¿Qué es eso de andar usando papeles?», decía ella.

Anticipándose, Luis le dirá que no siempre es así. Que son solo algunas noches, las que no tiene ganas de cocinar, dirá; y entonces, ella hará ese gesto cómplice con la cara.

Y Luis querrá que se quede así, para siempre así, pero ella bajando la mirada cerrará el bolso; lo moverá apenas, (será un movimiento rápido y seguro como el que hacen los magos un segundo antes de sacar un objeto de la galera) y cuando deje de hacerlo volverá a abrir el bolso.

Los brazos estirados, las manos firmes, la sonrisa perfecta.

Luis verá un pollo crudo. Apenas él se mudó ella lo vino a visitar. Aquella vez le enseñó que, con un pollo, se podía hacer hasta cuatro comidas. Con una de las pechuga, milanesas; con la otra, desmenuzada, se pueden hacer empanadas o una tarta. Las alas y el cogote son para el arroz, con papas al horno, las patas; con el esqueleto, sopa.

Ella cerrará el bolso. No como antes, esta vez juntará los aros de mimbre en una sola mano, inclinará la cabeza y Luis temiendo que se vaya, hablará. Son tantas las cosas que querrá contarle que, cuando hable, lo hará sin respirar, y entonces las palabras se le enredarán en la boca, y cuando no se ahogue con oraciones largas se le mezclarán las sílabas, y dirá: parajito, serulo, ferpecto. ¡Y ella se reirá tanto! Y Luis hablará y hablará, hasta que una nube blanca y espesa empezará a flotar entre ellos; y los abrazará sin tocarlos; y los envolverá hasta que no se puede ver nada, hasta que el palier huela a harina, igual que olía el pasillo del pasaje Zaballa aquellos jueves que Luis entraba corriendo, y la abrazaba, y ella lo apretaba fuerte contra el delantal; después entraban y aunque ella lo mandaba a lavarse la cara él se quedaba así: con toda la cara blanca.

La luz del palier dejará de parpadear; después, se apagará.

Luis va a prenderla.

No habrá pollo, ni harina, ni verduras, mucho menos el delantal.

Tampoco ella, claro.

Solo quedará el eco de la risa rebotando en las paredes hasta rodar por el piso, hasta escurrirse por las escaleras.

Luis volverá a la cocina y abrirá la heladera. Verá que está vacía. Por la ventana va a entrar el ruido de un auto que frena, una bocina, el trinar de gorriones, la luz del sol tiñendo de amarillo todo lo que toca.

Luis va a ir al dormitorio. Se va a vestir. Después, se cepillará los dientes, se peinará.

Antes de ir a la oficina va a agarrar el bolso de tela, lo doblará alrededor de los aros de mimbre y lo guardará entre las carpetas junto a la lista del supermercado. Ya en el palier, mientras espere el ascensor pensará que, si no hay mucho trabajo en la oficina, a media mañana, podría cruzar al bar, pedir un café negro bien cargado y si todavía quedan medialunas dulces, comerá dos.

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