La milonga, como todo el mundo sabe, es música para invocaciones. Sin embargo nadie, ni en la más peregrina de sus fantasías, se imaginó que sería utilizada para traer el fantasma de Tanguito al mundo de los vivos. Promediando su nuevo disco, la Orquesta Típica Fernández Fierro lanza el bufido bestial de un bandoneón y enumera los hechos de su réquiem: un viejo rocker se toma el tren Sarmiento y baja en la Plaza Miserere con su plan trazado de antemano. Lleva vaqueros Lee, una campera raída, la melena blanca. Camina unas cuadras por el barrio del Once y, donde debería estar La Perla, encuentra un desangeladísimo Kentucky. Uh, qué pálida. La epifanía del viejo rocker sucede a la inversa. Así, en el preciso momento en el que prueba el primer sorbo de Quatro Pomelo, la fila de cuerdas cae en picada y un eco lejano de “La balsa” parece llegar desde el baño. Como un tango.

Después de veintipico de años, tres cantantes y la salida de algunos miembros históricos, la orquesta acaba de publicar Basta: un disco que funciona como un resoplo de hartazgo y, simultáneamente, su propia refundación salvaje. Atrincherada en su galpón de Almagro, con una granada en la mano y el seguro entre los dientes, se afianzó como septeto y tomó una serie de decisiones audaces en política de guerra. Por un lado, un solo bandoneonista bajo el reflector. Por el otro, el director como voz cantante. “Cantar es un berretín”, dice Yuri Venturín. “Además, como dirían los Decadentes, cualquiera puede... al menos, después de los Sex Pistols. Tenía ganas, así que no fue traumático. Al menos, no lo fue para mí. Por supuesto, algunos de mis compañeros tenían sus reservas. En algún punto, mi confianza los terminó por arrastrar”.

Si bien cantaba en casi todos los ensayos, apenas recibió la noticia de la partida de Natalia Lagos y consensuó la decisión con sus lugartenientes, Venturín buscó una profesora de canto y escena capaz de prepararlo intensivamente para el papel. Era la primavera de 2021. Suspendió sus planes de vacaciones y se pasó seis meses tomando clases para agarrar el micrófono con una confianza de otro orden. “Además, no tenía a nadie en mente”, se sincera. “La experiencia anterior no había sido del todo satisfactoria. Por eso es que fue corta y no se llegó a plasmar en un disco. No estaba dispuesto a otra experiencia trunca. El lugar de cantante es un lugar muy especial y delicado. Desde la dirección, por ejemplo, no se le pueden dar muchas indicaciones a un cantante. Apenas se influye en un 10% de lo que hace. Esa situación donde las cosas se me van de las manos o no las puedo controlar me resulta bastante difícil. Difícil de aceptar y de llevar”.

El desplazamiento produce un descalabro en la estética de la Fernández Fierro. Si bien todas las voces que pasaron por el ensamble tenían improntas más o menos extraordinarias para el universo del género, compartían un rasgo definitivo: tanto Julieta Laso como el Chino Laborde y la propia Lagos eran estrictamente cantantes de tango. Mejor aún, cantores. Tenían la virtud o las virtudes del oficio. La postura, el vibrato, la proyección, etc. Ahora, por primera vez desde la fundación del ensamble, agarró la posta un tipo como Yuri. Deliberadamente, su interpretación pasa por otro canal. Menos técnico. Ergo, más desnudo. Un canto que, como nunca antes en la historia del grupo, pone por delante la melodía y no es fuego amigo. No es un disparo desde adentro del tango, sino que parece venir desde un lugar más impreciso.

“Viene a completar o a cerrar un recorrido que nos aleja cada vez más de posturas tradicionales o de estéticas cultivadas durante el siglo pasado”, dice Venturín. “Afianza un lugar. Ya no somos la orquesta con el cantante. Esto es más vomitivo. En este momento del grupo, no encajarían las voces anteriores. Cruzamos una línea de la que no se puede volver”.

En el caso de la Fierro, la voz es el centro de la escena pero nunca del escenario. Debajo de los reflectores, entre el piano y las cuerdas, siempre estuvo su legendaria fila de bandoneones. Durante los últimos años, sin embargo, se produjo una lenta diáspora que llegó a su punto cúlmine con la partida de El Ministro (aka Flavio Reggiani): ese chabón de rastas y remeras deportivas que no sólo era una de los miembros fundadores sino su núcleo gravitacional. Venturín no paniqueó. En lugar de salir a buscar bandoneonistas, el resto de la orquesta absorbió buena parte del trabajo y Manu Barrios asumió el peso musical y simbólico del instrumento.

“Ninguna presión”, dice Barrios. “Obviamente, a una fila de cuatro bandoneones tocando lo mismo al palo... no hay que darle. Sin embargo, más allá de que la estética sigue siendo la misma, ahora tenemos otra búsqueda sonora. Desde hace un montón de años vengo investigando con efectos sobre el bandoneón. Ya hay un disco de 2009 de los Careters, una de mis bandas, donde le meto un wah wah violento al bandoneón. Toco con amplificadores y con distorsiones y con algunos moduladores. No es una búsqueda nueva para la orquesta, pero personalmente me llevé todas esas inquietudes para la Fierro”.

Foto: Fabio Saltarelli
 

Basta concentra todos esos movimientos en ocho músicas: tres instrumentales y cinco canciones. Hay material propio y colaboraciones. Hay versiones del Tape Rubín, de Silvio Cattáneo, Lele Angeli, Santiago Bottiroli e incluso Don Cornelio. No es un homenaje pero es un homenaje. Si bien la Fernández Fierro siempre trabajó muy cerca de Palo Pandolfo, esta es la primera vez que directamente encara un cover de su repertorio. Desde Los Visitantes hasta Siervo, había decenas de canciones plausibles de ser llamadas tangos: “Sangre”, “Turbias golondrinas” o “El deseo de Evita”, por ejemplo. Venturín, sin embargo, escogió “Cabeza de platino”: una de las páginas más rockeras de Patria o muerte.

“Lo que pasa es que no necesitamos elegir algo que supuestamente sea tanguero”, dice Yuri. “Quizás porque, en términos estrictos, no lo somos. Más bien tratamos de elegir algo que se pueda adaptar a lo que propone la Fernández Fierro, y eso depende de otras cosas: el tempo, el clima, lo que fuere. Hacer una versión es más riesgoso que hacer algo original. No queremos una de esas versiones que despiertan una sonrisa. La idea es no transformar una obra en una caricatura, sino darle otra mirada. Por eso, antes de empezar a escribir un arreglo, trato de masticar la canción hasta que empieza a funcionar dentro de mi cabeza. Recién ahí voy al papel, donde aparecen otros problemas... pero uno muy grande ya está resuelto. La máquina está en funcionamiento”.

Ustedes arrancaron en 2001. Y ahora, en este período igual de catastrófico, tienen esta suerte de renacimiento. ¿Es una mera casualidad?

–Esa casualidad se llama Argentina. En aquel momento, yo tenía 25 años. No tenía hijos. Ahora tengo 50. Ya no es la misma energía. Ya pasó. ¿Viste los viejos jubilados, que a determinada edad te dicen “ya quisiera estar más tranquilo’? Bueno, cada cual en su guerra, pero es lo mismo. Y me produce bastante fastidio.

Bueno, el disco se llama Basta.

–Sí. Es algo así como cansarse de todo.

 

A tomar nota. El big bang nunca se produce en el centro, sino en la periferia. A fines de los noventa, en los claustros de la Escuela de Música Popular de Avellaneda, Rodolfo Mederos impartía sus legendarias clases para todos esos pibes extraviados en el interregno de la Alianza. ¿Dónde está el tango, profesor?, preguntaba un ricotero. Tomate un colectivo hasta esa zona de Pompeya donde empiezan los adoquines, aconsejaba Mederos. ¿Y entonces, profesor? Caminá y caminá, metete en el suburbio. ¿Y qué hacemos en el suburbio, profesor? Al atardecer, entre cada uno de esos adoquines, vas a ver unas matas de pasto. Agachate, miralas de cerca. Ahí está el tango.

“Como docente, Mederos tenía esa capacidad tan importante que es la seducción”, recuerda Yuri. “Con su discurso, con sus imágenes, con sus reflexiones filosóficas. Lo cual, en mi caso, caló muy hondo. Sumado a eso estaban todas mis inquietudes y mi deslumbramiento por el género tango (en general) y por la orquesta de Osvaldo Pugliese (en particular). Fue un combo explosivo. Estábamos con El Ministro y con Julián Peralta, que fue el primer pianista de la orquesta. Había algunos más, pero básicamente eran esos. Ahí se produjo este big bang que sigue en movimiento”.

Como si fueran una guerrilla, salieron a buscar reclutas en la selva. Violinistas con remeras de los Ramones y barba de cinco o seis días. Cantores con camperitas Adidas de segunda selección. Pendejos con el bandoneón desarmado de sus abuelos y una bolsa del súper llena de botones. Pianistas por jornal, resignados a acompañar a esas cantantes melódicas en la honda noche del turismo. Imantados por el marxismo práctico de Pugliese y los clubes de trueque del 2001, los chicos se pararon frente al espejo y repitieron tres veces la palabra clave del conjuro. “Lejos de pensar cómo dividimos las ganancias, ¡pensamos en repartir por igual las pérdidas!”, decía Reggiani. No por nada le decían El Ministro. Unos días después, sacaron el piano a la calle Defensa y lo dejaron estacionado por tres temporadas.

“Cuando tenía 14 años, mis viejos me llevaron a pasear por San Telmo”, dice Manu Barrios. “Yo había empezado a estudiar guitarra desde muy chico y estaba a full con el rock. El tango me parecía una música de viejos. Bah, en ese momento, para todo el mundo era una música de viejos. Estábamos caminando por ahí y de repente aparece esta banda de pibes. Sería el año 2002 o el 2003. La Fernández Fierro recién arrancaba. Me volaron la cabeza. Encaraban el tango desde otro lado, con otra estética. Sólo verlos era un flash: eran como una banda de rock. Me marcó, viste. Ahí fue cuando dije ‘yo quiero tocar el bandoneón’”.

 

La mera imagen de la orquesta era una obra de arte para meter en el MOMA. Una instalación. Una martaminujineada. La orquesta, en ese sentido, nunca fue inocente. En el inagotable anecdotario de sus comienzos, figura tanto el piano que arrojaron desde el puente como todas y cada una de las veces que el Chino Laborde subió a cantar con su célebre casco de moto.

“Hubo muchas reacciones que convirtieron a la Fierro en un hecho maldito del tango”, dice Yuri. “Reacciones de gente de todas las edades, pero con un rasgo común que es el conservadurismo. Tanto en colegas como en el público. Hemos participado de festivales de tango donde, en la puerta de los camarines, el cartelito de Fernández Fierro era bastardeado por colegas que se subían al escenario con una estética de ochenta años atrás. Nos sentíamos como en la letra de ‘El orejano’. Molestaba. Y, en algún punto, sigue ocurriendo. Pero ahora ya no importa mucho. Una vez, un señor mayor se puso de pie muy enojado. ‘¡Ustedes no pueden hacer esto!’. Perdón, señor. Me considero artista y pensé que lo podía hacer. Como decía Luca: para vos lo peor es la libertad”.

Por entonces, Daniel Melingo ya había publicado sus Tangos bajos y La Chicana versionaba a Tom Waits en su segundo disco. Eran síntomas. Poco a poco, en algunos puntos equidistantes de los cien barrios porteños, aparecían algunos ciclos. Milonga con discos de Salgán y Frank Zappa. Camadas de bandoneonistas o violinistas. Fans de Grela. “Nos sentíamos parte, pero hicimos la nuestra”, dice Yuri. “Hubo y sigue habiendo varias vertientes en lo que llamamos el Tango Nuevo. Al día de hoy nos sentimos parte, pero sentimos que algunas cosas no tienen no tienen nada que ver con nosotros. No creemos que sea un movimiento homogéneo para nada y es saludable que así sea”.

Así, mientras la escena redefinía la topografía de la ciudad, los muchachos de la orquesta aprendían los gajes del oficio y se estilizaban como músicos. La proyección tenía cada vez más espesor. Buenos Aires, a través de su caleidoscopio, parecía Hong Kong en algún libro de Piglia. El cielo deshecho, la luna girando en falso. Un billar con luces de bambú. Un buey jipón refunfuñando porque la droga que pagó y tomó religiosamente no produce ningún efecto. La radio que, durante 24 horas corridas, emite marketing de baba como la máquina de La ciudad ausente.

En el corazón de esa galaxia, moviendo las cabezas como pistones, estaban estos tipos. Gignoli, El Chino, Venturín, El Ministro, Terranova. Poco a poco, alrededor de la orquesta, se urdió una mitología de banda brava y picante. Una olla a presión. “Hemos atravesado muchas etapas”, dice Venturín. “Con la experiencia que fuimos adquiriendo, nos resulta más fácil canalizar toda esa tensión en un hecho artístico. Quizás en momentos primigenios todavía no estaba esa capacidad y había necesidad de estallar por otros lados”. Yuri se queda pensando un minuto. Finalmente, concede una sonrisa. “Ahora estamos bastante tranquilos”. Sí, claro.

 

En algún punto del 2014, el Chino Laborde se bajó de la orquesta y hubo amenaza de motín a bordo. Fueron días de zozobra. La cúpula se encerró en la cabina de mando y salió con el pliego de un golpe maestro que tenía nombre y apellido. Pero, ¿quién carajos era Julieta Laso? Dentro del pequeño guetto del tango nuevo, circulaba como una contraseña extremadamente secreta: esa morocha ataviada como Fito Páez en la época de Ciudad de pobres corazones ya había grabado Tango rante (2010) con el Cuarteto La Púa. Venturín, sin embargo, nunca la había visto: era la voz que cantaba “Alma de loca” al otro lado del paredón. La vecina de su novia. “Cuando comenzó a cantar Julieta, había personas que entre tema y tema gritaban ‘¡Que vuelva el Chino!’”, recuerda Venturín. “Por lo general, mujeres. Te puede gustar o no gustar, pero no hay dudas de que Julieta siempre es auténtica: se muestra completamente. En la orquesta, puso toda su desnudez como artista. Fue muy importante para mí”.

Menos que a un concierto, comprar una entrada para cada uno de aquellos primeros miércoles en el CAFF fue como asistir a la conversión de un vampiro. La orquesta arrojaba sombras expresionistas sobre el piso de tablón y Laso cantaba “Astiya” con la boca llena de sangre. Había algo de morbo. Algo digno de verse. “Era como tocar con el Indio”, dice Barrios. “Además de que siempre me pareció muy ricotera, arriba del escenario es un personaje con tanta fuerza y presencia escénica que te ceba. Todas las caras se van ahí”.

 

Barrios era el otro nuevo. Recién llegado de la orquesta de Agustín Guerrero, se metió en la fila de bandoneones bajo el amparo del violinista ruso Alexey Musatov. “No te voy a decir que no eran bravos, pero me supe hacer un lugar”, dice Barrios. “Tuve que aprender el estilo de la Fierro, porque era una forma de tocar que no había ejercido nunca. Yuri me dio las partituras y la primera indicación que me dio fue esta: ‘se toca lo más fuerte que puedas a menos que algo indique lo contrario’. Y generalmente no había indicaciones de no tocar fuerte, así que tuve que aprender a manejar el bandoneón a un volumen que no lo había hecho nunca”.

Cuando alcanzó masa crítica, Venturín hizo sonar el silbato y los trece integrantes de la orquesta marcharon en procesión vikinga hasta los estudios ION. Entre agosto y septiembre de 2017, bajo la tutela técnica de Walter Chacón, grabaron las nueve músicas de Ahora y siempre. Los meros títulos marcaban las coordenadas: “Infierno porteño”, “Demolición”, “Brujos y científicos”, etc. El contrabajo, a la luz de todos estos tangos, llevaba una cuenta regresiva hacia ninguna parte. En el alba invertida del macrismo, la Fierro se había transformado finalmente en la gran orquesta típica para Ciudad Gótica.

Por aquí y allá, en todos esos foros espontáneos que se arman en los videos de Youtube, centenares de mexicanos o españoles o noruegos o chilenos miraban a la orquesta en acción y escribían el mismo deseo: “quiero ir a Buenos Aires por la Fierro”. Ese piropo generaba, como dirían los Stones, emociones mezcladas. Por un lado, el orgullo puro del músico popular. Por el otro, una comezón involuntaria hacia esta metrópolis que parecía prepararse cada vez menos para ser habitada y cada vez más para ser fotografiada. “A veces el artista le da su razón de ser”, dice Yuri. “Cuando estuvimos en Nueva York, lo primero que hice fue ir a 53 y 3 por el tema de los Ramones. Y nada... era una esquina de Manhattan igual que cualquier otra. Pero me saqué la foto igual”.

Como “Durazno y Convención”.

–Totalmente. El lugar, por sí solo, no es nada. Es la gente. Es lo que pudo haber ocurrido. La mirada del artista dimensiona eso mismo. Podés conocer el lugar a través de la canción.

¿Y cómo se llevan con la idea de sublimar a una ciudad que, como diría Miguel Cantilo, también te condena?

–Cada vez que hemos tenido la circunstancia de viajar al exterior, siento una alegría un poco pelotuda cuando estamos volviendo y veo a Buenos Aires por la ventanilla del avión. Es una ciudad que te atrae y te repele todo el tiempo. En “Milonguética”, la canción del Tape Rubin que grabamos ahora, está expresada esa dualidad mejor que ningún otro lado. Esa seducción y ese rechazo. Porque me tratas tan bien, me tratas tan mal. En un punto, es un amor no correspondido.