Mientras tramito las sombras en las que envuelve, siempre, la muerte de alguien querido, me cruzo con un poemario. Con la poesía tenemos esa relación: azarosa e íntima, nunca premeditada.
Me piden que presente un libro de poemas en el marco de la última Feria del libro y acepto, aunque esté rota: ya aprendí que la poesía cura. “He visto poemas salvar vidas sin que lo supieran ni los poemas ni las vidas” dice Eduardo Milán. Y a veces es cierto: la poesía se despliega, poderosa, en medio de la hoja en blanco y en ocasiones es capaz de rescatarnos. Ese animal tierno y voraz que es el poema se inclina sobre nosotros y anestesia las heridas, o acerca el fuego necesario para cauterizarlas.
“Dejo que el corazón se escape/Volverá, revolcado de sangre y arena/elegante a pesar de todo/sin arrepentimiento por la vida perdida. /Cierro las ventanas/para que descanse/para que este día se extinga/con la confianza/de que habrá otros días.” canta Ivana Romero*.
Sucede que cuando el cuerpo ya no puede, la palabra poética ingresa en nosotros como la pequeña voz del mundo que nos anima, nos arrulla o nos consuela.
“Esa pequeña voz del sueño o de la vigilia más atenta que la idiota de la familia escucha, los ojos fijos en la gloria de las formas. Intenta traducirlas con las mismas herramientas inocentes del vulgo, pero la engola a veces, la encierra y no deja a la grácil melodía fluir por donde quiera. Esa pequeña voz que escribe los poemas. Quién, si no ella, podría decir nadie se baña dos veces en el mismo río. Arcaísmo sutil de un pensamiento que no desea ir mucho más allá de la ofrenda o la celebración de diminutas revelaciones repetidas siempre, una y otra vez sobre la huella de la conciencia humana. Pura emoción que se traduce, se enfría como condición ineludible del recorte y vuelve a llamear, con fortuna, por gracia de resurrección sonora a cuyas ancas sentidos y significaciones se tejen como jaez que permite la monta del caballo flameante. La voz del poema, la voz que el poeta cree su voz (…) Las tareas de esta voz: permanecer atenta a lo inútil, a lo que se desecha, porque allí, detalle ínfimo, se alza para ella lo que ella siente epifanía. Las tareas de esta voz: deshacer las cristalizaciones discursivas de lo útil y tejer una red de cedazo fino capaz de capturar las astillas de aquello que se revela. Atención y artesanía. Las tareas de esta voz: desatarse de lo aprendido que DEBE previamente aprenderse, y disminuir así los ecos de las voces altas…” **.
Las tareas de esta voz, pienso ahora: disputarle el alma a la muerte a sabiendas de que es una batalla perdida, librarla igual. Ahora que la muerte está al caer, me cruzo con un poemario que habla de la vida.
El libro se llama Darnos a luz. Lo escribe Diego Lambertucci y lo publica Pequeña Ortiga. En sus páginas, la imagen de darse a luz remite a la fundición para la propia (re)fundación desde la luz de la poesía, que aparece como el fuego que ilumina zonas del mundo que han quedado oscurecidas por estos tiempos aciagos. El autor es un amigo entrañable que me ha pedido que presente su libro. Pienso, entonces, la poesía como el pequeño milagro de lo simple: si no hubiera sido por la poesía, él y yo no hubiéramos dejado de ser distantes compañeros de trabajo. No hubiéramos profundizado nuestras conversaciones ni nos hubiéramos dado cuenta de que vemos el mundo desde el mismo observatorio. No hubiéramos soñado y proyectado un camino literario que hoy compartimos, a contrapelo de ciertos status quo, librando una batalla cultural que no buscamos, pero a la que le pusimos y ponemos el cuerpo con entrega y dignidad.
“Yo no escribí esta poesía/fue la chispa de la leña/ardiendo en llamas y el perfume/del árbol que el pájaro sembró en el monte.” ***
No elegimos, al menos no siempre, el desierto o el remanso, el día o la noche, el amanecer o el ocaso: allí está la poesía para acompañarnos en la que nos toca. Porque el mundo está hecho de cosas elementales y bellas que nos anteceden y nos suceden, y el poema nos acerca a ese conocimiento primigenio de las cosas de la vida.
De este libro puedo decir que no se ha escrito, más bien arde. Como la chispa de la leña, como esa luz vivaz y efímera que se desprende del fuego del mundo. Mundo roto, mundo incendiado, mundo egotista. Y frente a eso, los poemas de este libro farfullan, casi como una declaración de amor a las palabras y a las cosas, que no es la mano la que escribe: son los árboles, los ríos, los pájaros, la tierra corriendo por el torrente sanguíneo que llegan, así, a la voz de un hombre que ha decidido cantar versos como mano alzada mientras se refugia en su aldea. Resiste, lucha y sueña con un mundo más libre, más humano, más fértil; para brotar y hacer nido.
Yo celebro este poemario, celebro la literatura que nos levanta del piso con un solo dedo y nos pone, maltrechos, a andar. El discurso poético celebra nuestras pequeñeces y nuestros recomienzos aunque deba escribirse un réquiem. “El verdadero desafío es saber/si voy a quemar/todos mis poemas/el día/que me muera de frío”. Celebro, incluso cuando tenga que lamentar mi suerte porque, aún con la tristeza, la poesía será siempre la posibilidad de celebrar. Cuando el mundo nos empuja a convertirnos en gusanos, el camino es crisalidar hasta hacernos mariposa. Ese es el camino de la poesía.
*Ese animal tierno y voraz” de Ivana Romero. Editorial Caleta Olivia, 2017.
** “La pequeña voz del mundo” de Diana Bellessi. Caballo negro Editora, 2023.
*** “Darnos a luz” de Diego Lambertucci. Editorial Pequeña Ortiga, 2024.