Como tantas otras cosas, la solidaridad es un valor en jaque. Y no sólo por los que pregonan que en este mundo sólo deben sobrevivir los más fuertes, sino también por los que promueven la solidaridad como modo de vida. Es decir, nosotros.
Es que, ante tantas necesidades, uno opta por seguir de largo, sin dinero para donar o amor para dar. En tiempos de odio y de pérdidas, las fuerzas se agotan en no caer también nosotros en el pozo de los necesitados. Llegar a la noche vivos y comidos parece un gran éxito, ya no la norma.
Además, y parafraseando al poeta, ser solidario cansa, y uno se siente avalado por la época para seguir de largo antes el dolor ajeno. Ya tengo suficientes problemas como para preocuparme por los de los otros. Y la solidaridad se va volviendo un valor abstracto, un pataleo en las redes o en una mesa de amigos, y poco más.
Para colmo de males, en época de fakes y de tanta gente que odia sin reparos, uno se ve obligado a explicar por qué se debe ser solidario. Y así a uno también lo ataca la duda. Es que ser solidario, aunque sea en la teoría, cansa de verdad. Cansa (y duele) preocuparse por cada chico extraviado, cada jubilado apaleado, cada injusticia de las que se multiplican en el mundo.
Visto este entuerto a vuelo de pájaro no es complicado entender por qué ha sido fácil hacerle creer a la mitad del país que había que acabar con la solidaridad con los pobres, los rengos, los cancerosos y los huérfanos. Y la gente que no entra en ninguna de estas categorías (por el momento), abrazó esa idea sin reparos. Clinc caja.
Cómo sucede con todas las ideas, incluso las obvias, es más fácil atacar la solidaridad que defenderla. Se ataca desde la ignorancia, el odio o la indiferencia. Y eso se logra con ideas simples y palabras más simples aún. Para defenderla se debe apelar a las ideologías y a la historia, cosas que exigen el duro camino de leer libros.
Yo voy a confesar que también estoy un poco cansado de asumir que la solidaridad cura y sana. Estoy un poco harto de pensar que ayudar a cada menesteroso es un asunto mío. Me harté, por el momento, claro. Ya volveré a mis ideas de siempre.
Otra cosa curiosa es que la gente jodida ha descubierto que ser malo no representa ningún problema. Que el mundo nunca se lo reclamará y que pocos le quitarán el saludo. Ser malo ha dejado de ser mal visto y hasta tiene buena prensa. Ni la idea del infierno católico parece asustarlos.
Y los que odian sin culpas siempre tendrán una posibilidad de reparación cuando se dan casos como el de Loan. Entonces sí, se mostrarán los mejores ciudadanos del mundo. Y es gratis. Clinc caja de nuevo.
Es verdad que ante algunas cosas es difícil solidarizarse porque estar realmente informados es casi imposible. Qué sé yo cuál es la verdadera situación de Medio Oriente. Qué sé yo cuántos africanos mueren al intentan cruzar en patera el Mediterráneo. ¿Será cómo me dicen o soy un rehén de los medios?
Y, mientras tanto, qué hacemos con los amigos y familiares que manifiestan decididamente que la solidaridad es “el” problema del mundo.
Que el problema de la economía no son las fugas sino los planeros.
Qué hacemos con aquellos que admiramos y que se muestran igual de crueles.
Supongo que no queda otra que esperar el momento de humanidad que a la mayoría les llega alguna vez, o soportarlos así.
Y todo esto lo dice alguien que, cada tanto, se siente harto de la carga de ser solidario. Que a veces le gustaría poder ser malo sin culpas, aunque no lo logre. Cerrar los ojos al dolor, los oídos a los lamentos, y relajarse como si el mundo fuera un paraíso para todos.