La autoridad a cargo del poder ejecutivo asumió hace casi 10 meses. Desde entonces, sus políticas se han dirigido a reducir, postergar o devaluar el patrimonio de aquellos que menos poseen e incrementar las riquezas de los afortunados. Así, la caída monumental del poder adquisitivo del salario de los trabajadores es un instrumento de esta política. En paralelo, la vulneración y entierro de los haberes de los jubilados y pensionados es la herramienta de las herramientas.
La elección de una autoridad ejecutiva, en comicios auténticos, no confiere ninguna competencia ni atribuye facultades para intentar la destrucción de la Constitución federal. Ella establece, desde 1957, la “movilidad de las jubilaciones y pensiones”. Y desde 1994 la necesidad de proveer lo conducente al desarrollo humano y al progreso económico con “justicia social”. A esas reglas de raíz constitucional, a partir de 2022 se suma la jerarquía constitucional conferida a la “Convención Interamericana sobre la Protección de los derechos humanos de las personas mayores”; así, toda persona mayor de 60 años tiene derecho a la seguridad social que la proteja para llevar una “vida digna”. Esos son compromisos inalterables de la República Argentina.
Para paliar la destrucción promovida y ejecutada por la autoridad ejecutiva el Congreso sancionó una ley que establecía un índice de movilidad, un aumento adicional, un incremento compensatorio, una garantía de haber mínimo y un régimen de actualización de las jubilaciones y pensiones. Todas estas prestaciones han sido devastadas por la autoridad ejecutiva en muy pocos meses de gestión, motivo por el cual una mayoría de congresistas reaccionó y dispuso el respeto de las reglas de raíz y jerarquía constitucional citadas en el párrafo anterior.
Ante la ley sancionada por el Congreso, el poder ejecutivo la vetó por intermedio del decreto 782 (30/8/2024).
Todas las funciones constitucionales deben ser ejercidas por órganos públicos. La autoridad ejecutiva es un servidor público en la tierra del Derecho que emana de la Constitución. No fuera de ella.
El proceso del poder y su inherente control, en el que intervienen diversos órganos unipersonales o colegiados, debe ser realizado con responsabilidad, dedicación, idoneidad y razonabilidad.
El veto, que es una atribución al poder ejecutivo de muy discutible existencia y con rémora absolutista, debe ser ejercida de acuerdo a las pautas señaladas. Nunca de modo omnisciente, porque no existe semejante competencia, en virtud de que no hay Constitución en el mundo que propicie su demolición por las autoridades públicas encargadas de su fiel cumplimiento. Tampoco el presidente ha de ser omnipotente, dado que la única potencia soberana en una república democrática se encuentra en cada ciudadano que integra el pueblo y ello siempre con respeto absoluto al núcleo indestructible de los derechos humanos.
El veto ejercido sobre la política determinada por el Congreso y su decisión legislativa sobre los haberes jubilatorios y de las pensiones es irresponsable, inidóneo e irrazonable y, por cierto, debería habilitarse la plenitud de su control judicial, amplio y suficiente para acabar con su injusticia e irracionalidad. No hay dedicación en la tarea demostrada en el veto criticado, dado que implica un notable “mal desempeño", en razón que sumerge, todavía más, a quienes se encuentran en el proceso vital de su inevitable e impostergable madurez creciente.
El veto es inconstitucional, porque supone el ejercicio de una suma del poder público, al castigar impiadosamente a jubilados y pensionados. Ninguna elección popular puede autorizar semejante daño irreparable. No hay resultado comicial que pudiese avalar la destrucción de los derechos fundamentales; si, acaso, ello sucediese, ya no habría Estado de Derecho ni Escritura fundamental que sostenga su ordenación.
El veto del presidente es pura autocracia, que se ejerce en franco abuso de poder reñido con la Constitución. El despotismo presidencial, tal como se vislumbra, hiere las bases de la democracia constitucional.