Si bien el amor sigue llevando “la voz cantante en la época”, los sujetos encuentran dificultades a la hora de vivenciarlo. ¿A qué satisfacción se debe? ¿Es el amor una experiencia, una vivencia? ¿Se ha transformado al amor en una suerte de concepto susceptible de ser consumido que niega la alteridad? ¿Los algoritmos digitales han venido a solucionar el problema del amor y sus desencuentros fundacionales?

¿Nos comemos el amor como a un objeto consumible y susceptible de ser devorado? ¿Estamos comandados por un discurso amo que dice “abra la boca y métase amor”? Y aún más, ¿le hemos dicho “buen provecho” al amor?

En su libro Por qué duele el Amor. Una explicación sociológica, Eva Ilouz señala que dos de los factores esenciales de las dificultades amorosas actuales son el exceso de oferta por la proliferación de dispositivos digitales y, a su vez, la racionalización creciente de las pasiones.

Por su parte, el filósofo surcoreano ByungChul Han[1], retoma estas ideas diciendo que no se trata solamente de la excesiva oferta en la posibilidad de “elegir” lo que produce la crisis, sino un elemento esencial que tiene que ver con la erosión del otro, que produce un consumo y exceso de la propia mismidad. Las “apps del amor” han proliferado por todos los medios digitales con el fin de acercar los cuerpos en su ausencia, encontrar el partenair, la media naranja a la distancia de un click. En éstas, los dedos que clickean intentan figurar la potencia del yo en la elección de imágenes sin encarnación corporal, con su correspondiente velamiento de la mirada. ¿Quién está del otro lado? Cuerpos mostrados, manifestados, dispuestos a ser likeados por perfectos desconocidos, dos imágenes que se gustan. La cultura del “me gusta” se ha instalado en todos los ámbitos de la vida cotidiana y las relaciones sexoafectivas no son la excepción.

La imagen versada en las aplicaciones hace que no solamente se muestre la cara más bonita de une: se busca aquellas posturas que se suponen deseables para el Otro social, selfies frente al espejo, posiciones para resaltar lo bello de los cuerpos sin fisuras, velando sus defectos por algo que “venda” para aquel que quiere comprar a ciegas. De ahí que muchas veces algunos/as comenten que finalmente la persona con quien se encontraron “no era el o la de la foto”.

El mercado del amor intenta velar los defectos, lo doloroso, lo que no funciona bajo la idea de que existe una forma correcta y posible para el amor. El algoritmo con el que funcionan los dispositivos es definido como conjunto ordenado de operaciones sistemáticas que permite hacer un cálculo y hallar la solución de un tipo de problema: en este caso del de la relación a los otros.

La pulsión, acéfala, se monta sobre este auge de las apps de citas y las redes sociales (“mírame”, “cómeme”, “escúchame”, “cagame”). La tecnología sexual viene a completar la forma en que la relación con el otro se reduce a la posibilidad de consumirlo. Frente al miedo a no poder complacer, a “No hay relación sexual”, las parejas y los encuentros se mueven entre una forma de la ternura sin erotismo o una sexualidad “transgénica” [2], la del tecnosoporte sexual, encarnado en la pastilla del viagra como uno de sus exponentes. El erotismo como actividad de descubrimiento necesaria para el desarrollo sexual pierde su brillo, en pos de la obligación superyoica del rendimiento.

La experiencia amorosa entrama un imposible, la de la diferencia estructural, atópica, así la llama Han, que permite restituir al otro en su alteridad y sacarlo del consumo. Es la experiencia de cierto fracaso de esa felicidad completa de la vida familiar (al menos, tradicional). A su vez sólo la experiencia del amor permite la posibilidad de vivenciar la experiencia de la propia aniquilación, por eso es tan desesperante, pero armar un borde donde la pulsión de muerte puede estar contenida. Dirá que “El eros es, de hecho, una relación con el otro que está radicada más allá del rendimiento y del poder (...) La negatividad de la alteridad, la atopia del otro, que se sustrae a todo poder, es constitutiva de la experiencia erótica”.[3]

Si sostenemos la creencia de que el amor en la época se reduce a las operaciones que realizan los algoritmos de las apps de citas, habrá que ver lo siguiente: hay un gran Otro Neoliberal que es quien conduce mis gustos, mis elecciones, mis coordenadas eróticas.

Sin embargo, el amor es acontecimiento y también contingencia. No habrá que perder las esperanzas: en las “alabanzas”[4] al amor es el cuerpo quien habla más allá de todo algoritmo. La insistencia de dar sentido producirá de algún modo esa creencia: transformar lo azaroso en destino. No habrá algoritmo que pueda detener lo contingente del amor, ya que en el encuentro entre dos habrá o no acontecimiento: tirar la moneda, azar. Después de todo, sólo los amantes y amados podrán dar cuenta de esto.

Florencia González es psicoanalista (del libro “Lo incierto”, Ed. Paco)

Ramiro Gimeno es psicoanalista.

Notas:

[1]Han, B-CH (2012). La agonía del eros. Bs. As: Editorial Herder.

[2]Hazaki, C. (2019). Modo Cyborg. Bs. As: Editorial Topia.

[3]Han, B-CH (2012). La agonía del eros. Bs. As: Editorial Herder.

 

[4]En referencia a “El banquete” de Platon.